viernes, 12 de agosto de 2011

La Rueda De La Vida



ÍÍNDIICE
1. La casualidad no existe
PRIMERA PARTE "EL RATÓN"
2. El capullo
3. Un ángel moribundo
4. Mi conejito negro
5. Fe, esperanza y amor
6. Mi propia bata
7. La promesa
8. El sentido de mi vida
9. Tierra bendita
10. Las mariposas
SEGUNDA PARTE "EL OSO"
11. En casa para cenar
12. La Facultad de Medicina
13. Medicina buena
14. La doctora Elisabeth Kubler-Ross
15. El Hospital Estatal de Manhattan
16. Vivir hasta la muerte
17. Mi primera conferencia
18. Maternidad
19. Sobre la muerte y los moribundos
20. Alma y corazón
21. Mi madre
22. La finalidad de la vida
23. La fama
24. La señora Schwartz
25. ¿Hay algo después de la vida?
TERCERA PARTE "EL BÚFALO"
26. Jeffy
27. Vida después de la muerte
28. La prueba
29. Intermediarios hacia el otro lado
30. La muerte no existe
31. Mi conciencia cósmica
32. El hogar definitivo
33. El sida
34. Healing Waters
CUARTA PARTE "EL ÁGUILA"
35. Servicio prestado
36. La médica rural
37. Graduación
38. La señal de Manny
39. La mariposa
40. Sobre la vida y el vivir
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Cuando hemos realizado la tarea que hemos venido a hacer en la Tierra, se nos permite abandonar nuestro
cuerpo, que aprisiona nuestra alma al igual que el capullo de seda encierra a la futura mariposa.
Llegado el momento, podemos marcharnos y vernos libres del dolor, de los temores y preocupaciones; libres
como una bellísima mariposa, y regresamos a nuestro hogar, a Dios.
De una carta a un niño enfermo de cáncer
"EL RATÓN" (infancia).
Al ratón le gusta meterse por todas partes,
es animado y juguetón, y va siempre por delante de los demás.
"EL oso" (edad madura, primeros años)
El oso es muy comodón y le encanta, hibernar. Al recordar su mocedad, se ríe
de las correrías del ratón.
"EL BÚFALO" (edad madura, últimos años).
Al búfalo le gusta recorrer las praderas.
Confortablemente instalado, repasa su
vida y anhela desprenderse de su pesada
carga para convertirse en águila.
"EL ÁGUILA" (años finales).
Al águila le entusiasma sobrevolar
el mundo desde las alturas, no a fin de
contemplar con desprecio a la gente, sino
para animarla a que mire hacia lo alto.
1.. LA CASUALIIDAD NO EXIISTE
Tal vez esta introducción sea de utilidad. Durante años me ha perseguido la mala reputación. La verdad es que
me han acosado personas que me consideran la Señora de la Muerte y del Morir. Creen que el haber dedicado
más de tres decenios a investigar la muerte y la vida después de la muerte me convierte en experta en el tema.
Yo creo que se equivocan.
La única realidad incontrovertible de mi trabajo es la importancia de la vida.
Siempre digo que la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada
día, entonces no hay nada que temer.
Tal vez éste, que sin duda será mi último libro, aclare esta idea. Es posible que plantee nuevas preguntas e
incluso proporcione las respuestas.
Desde donde estoy sentada en estos momentos, en la sala de estar llena de flores de mi casa en Scottsdale
(Arizona), contemplo mis 70 años de vida y los considero extraordinarios. Cuando era niña, en Suiza, jamás, ni
en mis sueños más locos —y eran realmente muy locos—, habría pronosticado que llegaría a ser la famosa
autora de Sobre la muerte y los moribundos, una obra cuya exploración del último tránsito de la vida me situó
en el centro de una polémica médica y teológica. Jamás me habría imaginado que después me pasaría el resto
de la vida explicando que la muerte no existe.
Según la idea de mis padres, yo tendría que haber sido una simpática y devota ama de casa suiza. Pero acabé
siendo una tozuda psiquiatra, escritora y conferenciante del suroeste de Estados Unidos, que se comunica con
espíritus de un mundo que creo es mucho más acogedor, amable y perfecto que el nuestro. Creo que la
medicina moderna se ha convertido en una especie de profeta que ofrece una vida sin dolor. Eso es una
tontería. Lo único que a mi juicio sana verdaderamente es el amor incondicional.
Algunas de mis opiniones son muy poco ortodoxas. Por ejemplo, durante los últimos años he sufrido vanas
embolias, entre ellas una de poca importancia justo después de la Navidad de 1996. Mis médicos me
aconsejaron, y después me suplicaron, que dejara el tabaco, el café y los chocolates. Pero yo continúo
dándome esos pequeños gustos. ¿Por qué no? Es mi vida.
Así es como siempre he vivido. Si soy tozuda e independiente, si estoy apegada a mis costumbres, si estoy un
poco desequilibrada, ¿qué más da? Así soy yo.
De hecho, las piezas que componen mi existencia no parecen ensamblarse bien. Pero mis experiencias me
han enseñado que no existen las casualidades en la vida. Las cosas que me ocurrieron tenían que ocurrir.
Estaba destinada a trabajar con enfermos moribundos. Tuve que hacerlo cuando me encontré con mi primer
paciente de sida. Me sentí llamada a viajar unos 200.000 kilómetros al año para dirigir seminarios que
ayudaban a las personas a hacer frente a los aspectos más dolorosos de la vida, la muerte y la transición entre
ambas. Más adelante me sentí impulsada a comprar una granja de 120 hectáreas en Virginia, donde construí
mi propio centro de curación e hice planes para adoptar a bebés infectados por el sida. Aunque todavía me
duele reconocerlo, comprendo que estaba destinada a ser arrancada de ese lugar idílico.
En 1985, después de anunciar mi intención de adoptar a bebés infectados por el sida, me convertí en la
persona más despreciada de todo el valle Shenandoah, y aunque pronto renuncié a mis planes, un grupo de
hombres estuvo haciendo todo lo posible, excepto matarme, para obligarme a marcharme. Disparaban hacia
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las ventanas de mi casa y mataban a tiros a mis animales. Me enviaban mensajes amenazadores que me
hicieron desagradable y peligrosa la vida en ese precioso paraje. Pero aquél era mi hogar, y obstinadamente
me negué a hacer las maletas.
Viví casi diez años en la granja de Head Waters en Virginia. La granja era justo lo que había soñado, y para
hacerla realidad invertí en ella todo el dinero ganado con los libros y conferencias. Construí mi casa, una
cabana cercana y una alquería. Construí también un centro de curación donde daba seminarios, reduciendo así
el tiempo dedicado a mi ajetreado programa de viajes. Tenía el proyecto de adoptar a bebés infectados por el
sida, para que disfrutaran de los años de vida que les quedaran, los que fueran, en plena naturaleza.
La vida sencilla de la granja lo era todo para mí. Nada me relajaba más después de un largo trayecto en avión
que llegar al serpenteante camino que subía hasta mi casa. El silencio de la noche era más sedante que un
somnífero. Por la mañana me despertaba la sinfonía que componían vacas, caballos, pollos, cerdos, asnos,
hablando cada uno en su lengua. Su bullicio era la forma de darme la bienvenida. Los campos se extendían
hasta donde alcanzaba mi vista, brillantes con el rocío recién caído. Los viejos árboles me ofrecían su
silenciosa sabiduría.
Allí se trabajaba de verdad. El contacto con la tierra, el agua y el sol, que son la materia de la vida, me dejó las
manos mugrientas.
Mi vida.
Mi alma estaba allí.
Entonces, el 6 de octubre de 1994 me incendiaron la casa.
Se quemó toda entera, hasta el suelo, y fue una pérdida total para mí. El fuego destruyó todos mis papeles.
Todo lo que poseía se transformó en cenizas.
Atravesaba a toda prisa el aeropuerto de Baltimore a fin de coger un avión para llegar a casa cuando me enteré
de que ésta estaba en llamas. El amigo que me lo dijo me suplicó que no fuera allí todavía. Pero toda mi vida
me habían dicho que no estudiara medicina, que no hablara con pacientes moribundos, que no creara un
hospital para enfermos de sida en la cárcel, y cada vez, obstinadamente, yo había hecho lo que me parecía
correcto y no lo que se esperaba que hiciera. Esa vez no sería diferente.
Todo el mundo sufre contratiempos en la vida. Cuanto más numerosos son más aprendemos y maduramos.
El viaje en avión fue rápido. Muy pronto ya estaba en el asiento de atrás del coche de un amigo que conducía a
toda velocidad por los oscuros caminos rurales. Desde varios kilómetros de distancia distinguí nubes de humo
y lenguas de fuego que se perfilaban contra un cielo totalmente negro. Era evidente que se trataba de un gran
incendio. Cuando ya estábamos más cerca, la casa, o lo que quedaba de ella, casi no se veía entre las llamas.
Aquélla era una escena digna del infierno. Los bomberos dijeron que jamás habían visto algo semejante.
Debido al intenso calor no pudieron acercarse a la casa hasta la mañana siguiente.
Esa primera noche busqué refugio en la alquería, que no se hallaba lejos de la casa y estaba habilitada para
acoger a mis invitados. Me preparé una taza de café, encendí un cigarrillo y me puse a pensar en la tremenda
pérdida que representaban para mí los objetos carbonizados en ese horno ardiente que en otro tiempo fuera mi
casa. Era algo aniquilador, pasmoso, incomprensible. Entre lo que había perdido estaban los diarios que
llevaba mi padre desde que yo era niña, mis papeles y diarios personales, unos 20.000 historiales de casos
relativos a mis estudios sobre la vida después de la muerte, mi colección de objetos de arte de los indios
norteamericanos, fotografías, ropa, todo.
Durante 24 horas permanecí en estado de conmoción. No sabía cómo reaccionar, si llorar, gritar, levantar los
puños contra Dios, o simplemente quedarme con la boca abierta ante la férrea intromisión del destino. La
adversidad sólo nos hace más fuertes. Siempre me preguntan cómo es la muerte. Contesto que es maravillosa.
Es lo más fácil que vamos a hacer jamás.
La vida es ardua. La vida es una lucha. La vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones. Cuanto
más aprendemos, más difíciles se ponen las lecciones.
Aquélla era una de esas ocasiones, una de las lecciones. Dado que no servía de nada negar la pérdida, la
acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? En todo caso, era sólo un montón de objetos materiales, y por muy
importante o sentimental que fuera su significado, no eran nada comparados con el valor de la vida. Yo estaba
ilesa, mis dos hijos, Kenneth y Barbara, ambos adultos, estaban vivos. Unos estúpidos habían logrado
quemarme la casa y todo lo que había dentro, pero no podían destruirme a mí.
Cuando se aprende la lección, el dolor desaparece.
Esta vida mía, que comenzara a muchos miles de kilómetros, ha sido muchas cosas, pero jamás fácil. Esto es
una realidad, no una queja. He aprendido que no hay dicha sin contratiempos. No hay placer sin dolor.
¿Conoceríamos el goce de la paz sin la angustia de la guerra? Si no fuera por el sida, ¿nos daríamos cuenta
de que el mundo está en peligro? Si no fuera por la muerte, ¿valoraríamos la vida? Si no fuera por el odio,
¿sabríamos que el objetivo último es el amor?
Me gusta decir que "Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la
belleza de sus formas".
Reconozco que esa noche de octubre de hace dos años fue una de esas ocasiones en que es difícil encontrar
la belleza. Pero en el transcurso de mi vida había estado en encrucijadas similares, escudriñando el horizonte
en busca de algo casi imposible de ver. En esos momentos uno puede quedarse en la negatividad y buscar a
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quién culpar, o puede elegir sanar y continuar amando. Puesto que creo que la única finalidad de la existencia
es madurar, no me costó escoger la alternativa.
Así pues, a los pocos días del incendio fui a la ciudad, me compré una muda de ropa y me preparé para
afrontar cualquier cosa que pudiera ocurrir a continuación.
En cierto modo, ésa es la historia de mi vida.
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PRIIMERA PARTE
""EL RATÓN""
2.. EL CAPULLO
Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan la dirección que debemos seguir. Si no
prestamos atención, tomamos malas decisiones y acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención
aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz, que incluye una buena muerte.
El mayor regalo que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, que coloca sobre nuestros hombros la
responsabilidad de adoptar las mejores resoluciones posibles.
La primera decisión importante la tomé yo sola cuando estaba en el sexto año de enseñanza básica. Hacia el
final del semestre la profesora nos dio una tarea; teníamos que escribir una redacción en la que explicáramos
qué queríamos ser cuando fuéramos mayores. En Suiza, el trabajo en cuestión era un acontecimiento
importantísimo, pues servía para determinar nuestra instrucción futura. O bien te encaminabas a la formación
profesional, o bien seguías durante años rigurosos estudios universitarios.
Yo cogí lápiz y papel con un entusiasmo poco común. Pero por mucho que creyera que estaba forjando mi
destino, la realidad era muy otra. No todo dependía de la decisión de los hijos. Sólo tenía que pensar en la
noche anterior. Después de la cena, mi padre hizo a un lado su plato y nos miró detenidamente antes de hacer
una importante declaración.
Ernst Kübler era un hombre fuerte, recio, con opiniones a juego. Años atrás había enviado a mi hermano
mayor, Ernst, a un estricto internado universitario. En ese momento estaba a punto de revelar el futuro de sus
hijas trillizas.
Yo me sentí impresionadísima cuando le dijo a Erika, la más frágil de las tres, que haría una carrera
universitaria. Después le dijo a Eva, la menos motivada, que recibiría formación general en un colegio para
señoritas. Finalmente fijó los ojos en mí y yo rogué para mis adentros que me concediera mi sueño de ser
médica. Seguro que él lo sabía.
Pero no olvidaré jamás el momento siguiente. —Elisabeth, tú vas a trabajar en mi oficina —me dijo—. Necesito
una secretaria eficiente e inteligente. Ese será el lugar perfecto para ti.
Me sentí terriblemente abatida. Al ser una de las tres trillizas idénticas, toda mi vida había luchado por tener mi
propia identidad. Y en ese momento, de nuevo, se me negaban los pensamientos y sentimientos que me
hacían única.
Me imaginé trabajando en su oficina, sentada todo el día ante un escritorio, escribiendo cifras. Mis jornadas
serían tan uniformes como las líneas de un papel cuadriculado.
Eso no era para mí. Desde muy pequeña había sentido una inmensa curiosidad por la vida. Contemplaba el
mundo maravillada y reverente. Soñaba con ser médica rural o, mejor aún, con ejercer la medicina entre los
pobres de India, del mismo modo en que mi héroe Al-bert Schweitzer lo hacía en África. No sabía de
dóndehabía sacado esas ideas, pero sí sabía que no estaba hecha para trabajar en la oficina de mi padre.
- ¡No, gracias! —repliqué.
En aquel tiempo una respuesta así de un hijo no era aceptable, sobre todo en mi casa. Mi padre se puso rojo
de indignación, se le hincharon las venas de las sienes. Entonces explotó:
- Si no quieres trabajar en mi oficina, puedes pasarte el resto de tu vida de empleada doméstica —gritó, y se
fue furioso a encerrarse en su estudio.
- Prefiero eso —contesté al instante.
Y lo decía en serio. Prefería trabajar de empleada del hogar y conservar mi independencia que permitir que
alguien, aunque fuera mi padre, me condenara a una vida de contable o secretaria. Eso habría sido para mí
como ir a la cárcel.
Todo eso me aceleró el corazón y la pluma cuando, a la mañana siguiente en la escuela, llegó el momento de
escribir la redacción.
En la mía no apareció ni la más mínima alusión a un trabajo de oficina. Entusiasmada, escribí sobre seguir los
pasos de Schweitzer en la selva e investigar las muchas y vanadas formas de la vida. "Deseo descubrir la
finalidad de la existencia."
Desafiando a mi padre, afirmé también que aspiraba a ejercer la medicina. No me importaba que él leyera mi
trabajo y volviera a enfurecerse. Nadie me podía robar los sueños. "Apuesto a que algún día podré hacerlo sola
—me dije—. Siempre hemos de aspirar a la estrella más alta."
Las preguntas de mi infancia eran: ¿por qué nací trilliza sin una clara identidad propia? ¿Por qué era tan duro
mi padre? ¿Por qué mi madre era tan cariñosa? Tenían que ser así. Eso formaba parte del plan. Creo que toda
persona tiene un espíritu o ángel guardián. Ellos nos ayudan en la transición entre la vida y la muerte y también
a elegir a nuestros padres antes de nacer.
Mis padres eran una típica pareja conservadora de clase media alta de Zúrich. Sus personalidades
demostraban la verdad del viejo axioma de que los polos opuestos se atraen. Mi padre, director adjunto de la
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empresa de suministros de oficinas más importante de la ciudad, era un hombre fornido, serio, responsable y
ahorrador. Sus ojos castaño oscuro sólo veían dos posibilidades en la vida: su idea y la idea equivocada.
Pero también tenía un enorme entusiasmo por la vida. Nos dirigía en los cantos alrededor del piano familiar y le
encantaba explorar las maravillas del paisaje suizo. Miembro del prestigioso Club de Esquí de Zúrich, era el
hombre más feliz del mundo cuando iba de excursión, escalaba o esquiaba en las montañas. Ese amor a la
naturaleza se lo transmitió a sus hijos.
Mi madre era esbelta, bronceada y de aspecto sano, aunque no participaba en las actividades al aire libre con
el mismo entusiasmo de mi padre. Menuda y atractiva, era un ama de casa práctica y orgullosa de sus
habilidades. Era una excelente cocinera. Ella misma confeccionaba gran parte de su ropa, tejía mullidos
suéters, tenía la casa ordenada y limpia, y cuidaba de un jardín que atraía a muchos admiradores. Era
valiosísima para el negocio de mi padre. Después de que naciera mi hermano, se consagró a ser una buena
madre.
Pero deseaba tener una preciosa hijita para completar el cuadro. Sin ninguna dificultad quedó embarazada por
segunda vez.
Cuando el 8 de julio de 1926 le comenzaron los dolores del parto, oró a Dios pidiéndole una chiquitína
regordeta a la cual pudiera vestir con ropa para muñecas. La doctora B., tocóloga de edad avanzada, la asistió
durante los dolores y contracciones. Mi padre, que estaba en la oficina cuando le comunicaron el estado de mi
madre, llegó al hospital en el momento en que culminaba la espera de nueve meses. La doctora se agachó y
cogió a un bebé pequeñísimo, el recién nacido más diminuto que los presentes en la sala de partos habían
visto venir al mundo con vida.
Esa fue mi llegada; pesé 900 gramos. La doctora se sorprendió ante mi tamaño, o mejor dicho ante mi falta de
tamaño; parecía un ratoncito. Nadie supuso que sobreviviría. Pero en cuanto mi padre oyó mi primer vagido, se
precipitó al pasillo a llamar a su madre, Frieda, para informarle de que tenía otro nieto. Cuando volvió a entrar
en la habitación, le sacaron de su error.
- En realidad Frau Kübler ha dado a luz a una hija —le dijo la enfermera.
Le explicaron que muchas veces resulta difícil establecer el sexo de los bebés tan pequeñitos. Así pues, volvió
a correr hacia el teléfono para decir a su madre que había nacido su primera nieta.
- La vamos a llamar Ehsabeth —le anunció orgulloso.
Cuando volvió a entrar en la sala de partos para confortar a mi madre se encontró con otra sorpresa. Acababa
de nacer una segunda hija, tan frágil como yo, de 900 gramos. Después de dar la otra buena noticia a mi
abuela, mi padre vio que mi madre continuaba con muchos dolores. Ella juraba que aún no había terminado,
que iba a dar a luz otro bebé. Para mi padre aquella afirmación era fruto del agotamiento y, un poco a
regañadientes, la anciana y experimentada doctora le dio la razón.
Pero de pronto mi madre empezó a tener más contracciones. Comenzó a empujar y al cabo de unos momentos
nació una tercera hija. Esta era grande, pesaba 2,900 kilos, triplicaba el peso de cada una de las otras dos, y
tenía la cabecita llena de rizos. Mi agotada madre estaba emocionadísima. Por fin tenía a la niñita con la que
había soñado esos nueve meses.
La anciana doctora B. se creía clarividente. Nosotras éramos las primeras trillizas cuyo nacimiento le había
tocado asistir.
Nos miró detenidamente las caras y le hizo a mi madre los vaticinios para cada una. Le dijo que Eva, la última
en nacer, siempre sería la que estaría "más cerca del corazón de su madre", mientras que Erika, la segunda,
siempre "elegiría el camino del medio". Después la doctora B. hizo un gesto hacia mí, comentó que yo les
había mostrado el camino a las otras dos y añadió: —Jamás tendrá que preocuparse por ésta. Al día siguiente
todos los diarios locales publicaban la emocionante noticia del nacimiento de las trillizas Kübler. Mientras no vio
los titulares, mi abuela creyó que mi padre había querido gastarle una broma tonta. La celebración duró varios
días. Sólo mi hermano no participó del entusiasmo: sus días de principito encantado habían acabado
bruscamente. Se vio sumergido bajo un alud de pañales. Muy pronto estaría empujando un pesado coche por
las colinas u observando a sus tres hermanitas sentadas en orinales idénticos. Estoy segurísima de que la falta
de atención que sufrió explica su posterior distanciamiento de la familia.
Para mí era una pesadilla ser trilliza. No se lo desearía ni a mi peor enemigo. Éramos iguales, recibíamos los
mismos regalos, las profesoras nos ponían las mismas notas; en los paseos por el parque los transeúntes
preguntaban cuál era cuál, y a veces mi madre reconocía que ni siquiera ella lo sabía.
Era una carga psíquica pesada de llevar. No sólo nací siendo una pizca de 900 gramos con pocas
probabilidades de sobrevivir, sino que además me pasé toda la infancia tratando de saber quién era yo.
Siempre me pareció que tenía que esforzarme diez veces más que todos los demás y hacer diez veces más
para demostrar que era digna de... algo, que merecía vivir. Era una tortura diaria.
Sólo cuando llegué a la edad adulta comprendí que en realidad eso me benefició. Yo misma había elegido para
mí esas circunstancias antes de venir al mundo. Puede que no hayan sido agradables, puede que no hayan
sido las que deseaba, pero fueron las que me dieron el aguante, la determinación y la energía para todo el
trabajo que me aguardaba.
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3.. UN ÁNGEL MORIIBUNDO
Después de cuatro años de criar trillizas en un estrecho apartamento de Zúrich en el que no había espacio ni
intimidad, mis padres alquilaron una simpática casa de campo de tres plantas en Meilen, pueblo suizo
tradicional a la orilla del lago y a media hora de Zúrich en tren. Estaba pintada de verde, lo cual nos impulsó a
llamarla "la Casa Verde".
Nuestra nueva vivienda se erguía en una verde colina y desde ella se veía el pueblo. Tenía todo el sabor del
tiempo pasado y un pequeño patio cubierto de hierba donde podíamos correr y jugar. Disponíamos de un
huerto que nos proporcionaba hortalizas frescas cultivadas por nosotros mismos. Yo rebosaba de energía y al
instante me enamoré de la vida al aire libre, como buena hija de mi padre. Me encantaba aspirar el aire fresco
matutino y tener lugares para explorar. A veces me pasaba todo el día vagabundeando por los prados y
bosques y persiguiendo pájaros y animales.
Tengo dos recuerdos muy tempranos de esta época, ambos muy importantes porque contribuyeron a formar a
la persona que llegaría a ser.
El primero es mi descubrimiento de un libro ilustrado sobre la vida en una aldea africana, que despertó mi
curiosidad por las diferentes culturas del mundo, una curiosidad que me acompañaría toda la vida. De
inmediato me fascinaron los niños de piel morena de las fotos. Con el fin de entenderlos mejor me inventé un
mundo de ficción en el que podía hacer exploraciones, e incluso un lenguaje secreto que sólo compartía con
mis hermanas. No paré de importunar a mis padres pidiéndoles una muñeca con la cara negra, cosa imposible
de encontrar en Suiza. Incluso renuncié a mi colección de muñecas mientras no tuviera algunas con la cara
negra.
Un día me enteré de que en el zoológico de Zúrich se había inaugurado una exposición africana y decidí ir a
verla con mis propios ojos. Cogí el tren, algo que había hecho en muchas ocasiones con mis padres, y no tuve
ninguna dificultad para encontrar el zoo. Allí presencié la actuación de los tambores africanos, que tocaban
unos ritmos de lo más hermosos y exóticos. Mientras tanto, toda la ciudad de Meiden se había echado a la
calle buscando a la traviesa fugitiva Kübler. Nada sabía yo de la inquietud que había creado cuando esa noche
entré en mi casa. Pero recibí el conveniente castigo.
Por esa época, recuerdo también haber asistido a una carrera de caballos con mi padre. Como era tan
pequeña, me hizo ponerme delante de los adultos para que tuviera una mejor vista. Estuve toda la tarde
sentada en la húmeda hierba de primavera. Pese a que sentía un poco de frío, continúe allí instalada para
disfrutar de la cercanía de esos hermosos caballos.
Poco después cogí un resfriado. Lo siguiente que recuerdo es que una noche desperté totalmente
desorientada, caminando por el sótano. Allí me encontró mi madre, que me llevó al cuarto de invitados, donde
podría vigilarme. Estaba delirando de fiebre. El resfriado se convirtió rápidamente en pleuresía y después en
neumonía. Yo sabía que mi madre estaba resentida con mi padre por haberse marchado a esquiar unos días,
dejándola sola con su agotador trío de niñas y su hijo todavía pequeño.
A las cuatro de la mañana se me disparó aún más la fiebre y mi madre decidió actuar. Llamó a una vecina para
que cuidara de mi hermano y hermanas y le pidió al señor H., uno de los pocos vecinos que tenía coche, que
nos llevara al hospital. Me envolvió en mantas y me sostuvo en brazos en el asiento de atrás mientras el señor
H. conducía a gran velocidad hasta el hospital para niños de Zúrich.
Ésa fue mi introducción a la medicina hospitalaria, que lamentablemente se me grabó en la memoria por su
carácter desagradable. La sala de reconocimiento estaba fría, nadie me dijo una sola palabra, ni siquiera un
saludo, un "hola, cómo estás", nada. Una doctora apartó las mantas de mi cuerpo tembloroso y procedió a
desvestirme rápidamente. Le pidió a mi madre que saliera de la sala. Entonces me pesaron, me examinaron,
me punzaron, me exploraron, me pidieron que tosiera; buscando la causa de mi problema me trataron como a
un objeto, no como a una niña pequeña.
Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en una habitación desconocida. En realidad, se parecía más a
una jaula de cristal, o a una pecera. No había ventanas, el silencio era absoluto. La luz del techo permanecía
encendida las veinticuatro horas del día. Durante las semanas siguientes una sene de personas en bata de
laboratorio estuvo entrando y saliendo sin decir ni una palabra ni dirigirme una sonrisa amistosa.
Había otra cama en la pecera. La ocupaba una niña unos dos años mayor que yo. Se veía muy frágil y tenía la
piel tan blanca que parecía translúcida. Me hacía pensar en un ángel sin alas, un pequeño ángel de porcelana.
Nadie la iba a visitar jamás.
La niña alternaba momentos de consciencia e inconsciencia, así que nunca llegamos a hablar. Pero nos
sentíamos muy a gusto juntas, relajadas y en confianza; nos mirábamos a los ojos durante períodos de tiempo
inconmensurables. Era nuestra manera de comunicarnos; teníamos largas e interesantes conversaciones sin
emitir el menor sonido. Constituía una simple transmisión de pensamientos. Lo único que teníamos que hacer
era abrir los ojos y comenzar la comunicación. Dios mío, cuánto había que decir.
Un día, poco antes de que mi enfermedad diera un giro drástico, me desperté de un sopor poblado de sueños y
al abrir los ojos vi que mi compañera de cuarto me estaba esperando con la vista fija en mí. Entonces tuvimos
una conversación muy hermosa, conmovedora y osada. Mi amiguita de porcelana me dijo que esa noche, de
madrugada, se marcharía. Yo me preocupé.
- No pasa nada —me dijo—. Hay ángeles esperándome.
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Esa noche noté que se removía más de lo habitual. Cuando traté de atraer su atención, continuó mirando como
sin verme, o tal vez mirando a través de mí.
- Es importante que sigas luchando —me explicó—. Vas a mejorar. Vas a volver a tu casa con tu familia.
Yo me alegré, pero repentinamente me sentí angustiada.
- ¿Y tú? —le pregunté.
Me dijo que su verdadera familia estaba "al otro lado", y me aseguró que no había de qué preocuparse. Nos
sonreímos y volvimos a dormirnos. Yo no sentía ningún temor por el viaje que mi amiga iba a emprender. Ella
tampoco. Me parecía algo tan natural como que el sol se ponga por la noche y sea reemplazado por la luna.
A la mañana siguiente vi que la cama de mi amiga estaba desocupada. Ninguno de los médicos ni enfermeras
hizo el menor comentario sobre su partida, pero en mi interior yo sonreí, sabiendo que antes de marcharse
había confiado en mí. Tal vez yo sabía más que ellos. Desde luego nunca he olvidado a mi amiguita que
aparentemente murió sola pero que, estoy segura, estaba atendida por personas de otra dimensión. Sabía que
se había marchado a un lugar mejor.
En cuanto a mí, no estaba tan segura. Odiaba a la doctora. La consideraba culpable por no dejar que mis
padres se me acercaran y sólo pudieran mirarme desde el otro lado de los cristales de las ventanas. Me
miraban desde fuera y lo que yo necesitaba desesperadamente era un abrazo. Deseaba escuchar sus voces;
deseaba sentir la tibia piel de mis padres y oír reír a mis hermanas. Ellos apretaban las caras contra el cristal.
Me enseñaban dibujos enviados por mis hermanas, me sonreían y me hacían gestos con las manos. En eso
consistieron sus visitas mientras estuve en el hospital.
Mi único placer era quitarme la piel muerta de los labios cubiertos de ampollas. Era agradable, y además
enfurecía a la doctora. Cada dos por tres me golpeaba la mano y me amenazaba con atarme los brazos si no
dejaba de quitarme la piel de los labios. Desafiante y aburrida yo continué haciéndolo; no podía refrenarme; era
la única diversión que tenía. Pero un día, después de que se marcharan mis padres, entró esa cruel doctora en
la habitación, me vio la sangre en los labios y me ató los brazos para que no pudiera volver a tocarme la cara.
Entonces utilicé los dientes; los labios no paraban de sangrarme. La doctora me detestaba por ser una niña
terca, rebelde y desobediente. Pero yo no era nada de eso; estaba enferma, me sentía sola y ansiaba el calor
del contacto humano. Solía frotarme uno con otro los pies y piernas para sentir el consolador contacto de la piel
humana. Ésa no era manera de tratar a una niña enferma, y sin duda había niños mucho más enfermos que yo
que lo pasarían aún peor.
Una mañana se reunieron varios médicos alrededor de mi cama y conversaron en murmullos acerca de que
necesitaba una transfusión de sangre. Al día siguiente muy temprano entró mi padre en mi desolada habitación
y con aspecto ufano y heroico me anunció que iba a recibir un poco de su "buena sangre gitana". De pronto se
me iluminó la habitación. Nos hicieron tendernos en dos camillas contiguas y nos insertaron sendos tubos en
los brazos. El aparato de succión y bombeo de sangre se accionaba manualmente y parecía un molinillo de
café. Mi padre y yo contemplábamos los tubos rojos. Cada vez que movían la palanca salía sangre del tubo de
mi padre y entraba en el mío.
- Esto te va a sacar del pozo —me animó—. Pronto podrás venir a casa.
Lógicamente yo creí cada una de sus palabras. Cuando acabó la transfusión me deprimí al ver que mi padre se
levantaba y se marchaba, y volvía a quedarme sola. Pero pasados unos días me bajó la fiebre y se me calmó
la tos. Entonces, una mañana volvió a aparecer mi padre, me ordenó que bajara mi flaco cuerpo de la cama y
fuera por el pasillo hasta un pequeño vestuario. —Allí te espera una pequeña sorpresa —me dijo. Aunque las
piernas me temblaban, mi ánimo eufórico me permitió recorrer el pasillo, al final del cual me imaginaba que
estarían esperándome mi madre y mis hermanas para darme una sorpresa. Pero al entrar me encontré en un
cuarto vacío. Lo único que había era una pequeña maleta de piel. Mi padre asomó la cabeza y me dijo que
abriera la maleta y me vistiera rápidamente. Me sentía débil, tenía miedo de caerme y dudaba de tener fuerzas
para abrir la maleta. Pero no quería desobedecer a mi padre y tal vez perder la oportunidad de volver a casa
con él.
Hice acopio de todas mis fuerzas para abrir la maleta, y allí encontré la mejor sorpresa de mi vida. Estaba mi
ropa muy bien dobladita, obra de mi madre, por supuesto, y encima de todo, ¡una muñeca negra! Era el tipo de
muñeca negra con que había soñado durante meses. La cogí y me eché a llorar. Jamás antes había tenido una
muñeca que fuera sólo mía; nada. No había ni un juguete ni una prenda de ropa que no compartiera con mis
hermanas. Pero esa muñeca negra era ciertamente mía, toda mía, claramente distinguible de las muñecas
blancas de Eva y de Erika. Me sentí tan feliz que me entraron deseos de bailar, y lo habría hecho si mis piernas
me lo hubieran permitido.
Una vez en casa, mi padre me subió en brazos a la habitación y me puso en la cama. Durante las semanas
siguientes sólo me aventuraba a salir hasta la cómoda tumbona del balcón, donde me instalaba, con mi
preciada muñeca negra en los brazos para calentarme al sol y contemplar admirada los árboles y las flores
donde jugaban mis hermanas. Me sentía tan feliz de estar en casa que no me importaba no poder jugar con
ellas.
Lamenté perderme el comienzo de las clases, pero un día soleado se presentó en casa mi profesora predilecta,
Frau Burkli, con toda la clase. Se reunieron bajo mi balcón y me dieron una serenata entonando mis alegres
canciones favoritas. Antes de marcharse, mi profesora me entregó un precioso oso negro lleno de las más
deliciosas trufas de chocolate, que devoré a una velocidad récord.
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A paso lento pero seguro volví a la normalidad. Como comprendería mucho más adelante, mucho después de
haberme convertido en uno de esos médicos de hospital de bata blanca, mi recuperación se debió en gran
parte a la mejor medicina del mundo, a los cuidados y el cariño que recibí en casa, y también a no pocos
chocolates.
4.. MII CONEJIITO NEGRO
Mi padre disfrutaba tomando fotos de todos los acontecimientos familiares, y poniéndolas después en álbumes
con un orden meticuloso. También llevaba detallados diarios, donde anotaba cuál de nosotras balbucía las
primeras palabras, cuál aprendía a gatear o a caminar, cuál decía algo divertido o inteligente, en fin, todos esos
preciosos momentos que siempre me hicieron fruncir el ceño hasta que fueron destruidos. Afortunadamente
todavía los tengo alojados en la mente.
La época de Navidad era la mejor del año. En Suiza, todos los niños se afanan por confeccionar a mano un
regalo para cada miembro de la familia y los parientes cercanos. Durante los días anteriores a Navidad nos
sentábamos a tejer forros para los colgadores de ropa, a bordar pañuelos y a pensar en nuevos puntos para
manteles y pañitos de adorno. Recuerdo lo orgullosa que me sentí de mi hermano cuando llevó a casa una caja
para útiles de lustrar zapatos que había hecho en la escuela durante la clase de carpintería.
Mi madre era la mejor cocinera del mundo, pero siempre se preciaba de preparar platos especiales y nuevos
para las fiestas. Escogía con esmero las mejores tiendas donde comprar la carne y las verduras, y no le hacía
ascos a caminar kilómetros para adquirir algo especial en un comercio que quedaba al otro lado de la ciudad.
Aunque a nuestros ojos mi padre era ahorrador, siempre traía a casa un hermoso ramo de anémonas,
ranúnculos, margaritas y mimosas frescas para Navidad. Aun hoy, en el mes de diciembre, con sólo cerrar los
ojos huelo el aroma de esas flores. También nos traía cajas de dátiles, higos y otras exquisiteces que hacían
que el adviento fuera una época especial y mística. Mi madre llenaba todos los búcaros con flores y ramas de
pino y decoraba con mimo toda la casa. Siempre había un ambiente de expectación y entusiasmo.
El 25 de diciembre mi padre nos llevaba a los niños a dar un largo paseo en busca del Niño Jesús. Con sus
excepcionales dotes de narrador, nos hacía creer que cualquier destello brillante en la nieve era una señal de
que el Niño Jesús estaba a punto de llegar. Jamás poníamos en duda sus palabras mientras recorríamos
bosques y colinas, siempre con la esperanza de verlo con nuestros propios ojos. La excursión solía durar
horas, hasta que se hacía de noche y mi padre decía, en tono derrotado, que era hora de volver a casa para
que mi madre no se preocupara.
Pero en cuanto llegábamos al jardín, aparecía mi madre envuelta en su grueso abrigo, como si regresara de
una compra de última hora. Todos entrábamos en la casa al mismo tiempo y allí descubríamos que por lo visto
el Niño Jesús había permanecido todo ese tiempo en nuestra sala de estar, y encendíamos todas las velitas del
enorme árbol de Navidad, maravillosamente adornado. Bajo el árbol había paquetes de regalos. Luego
celebrábamos un gran banquete mientras las velas brillaban con luz trémula.
Después pasábamos al salón, que era a la vez la sala de música y biblioteca, y entonábamos al unísono las
viejas y queridas canciones de Navidad. Mi hermana Eva tocaba el piano y mi hermano el acordeón. Mi padre
iniciaba el canto con su hermosa voz de tenor y todos lo seguíamos. A continuación mi padre nos leía algún
cuento navideño que sus hijos escuchábamos con embeleso sentados a sus pies. Mientras mi madre servía los
postres, nosotros merodeábamos alrededor del árbol tratando de adivinar qué contenían los paquetes.
Finalmente, después del postre, abríamos los regalos y nos quedábamos jugando hasta la hora de irnos a la
cama.
De costumbre los días laborales mi padre se marchaba por la mañana temprano para coger el tren hacia
Zúrich. Regresaba a mediodía y volvía a marcharse después de la comida principal del día. Eso le dejaba muy
poco tiempo a mi madre para hacer las camas, limpiar la casa y preparar la comida, que normalmente constaba
de cuatro platos. Todos teníamos que estar en la mesa, donde mi estricto padre nos fulminaba con sus
"miradas de águila" si hacíamos demasiado ruido o no dejábamos limpio el plato. Rara vez tenía que levantar la
voz, de modo que cuando lo hacía, todos nos apresurábamos a portarnos bien. Si no, nos invitaba a pasar a su
estudio, y sabíamos muy bien lo que eso significaba.
No recuerdo ninguna ocasión en que mi padre se hubiera enfadado con Eva o con Erika. Erika era una niña
extraordinariamente buena y callada. Eva era la predilecta de mi madre. Así pues, los blancos de las
reprimendas solíamos ser Ernst y yo. Mi padre nos había puesto sobrenombres a las tres niñas. A Erika la
llamaba Augedaechli, que significa "la tapita que cubre el ojo", nombre simbólico que expresaba lo unido que
se sentía a ella, y tal vez el hecho de que siempre la veía medio dormida, soñadora, con los ojos casi cerrados.
A mí me llamaba Meisli, "gorrioncillo", debido a que siempre iba saltando de rama en rama, y a veces Muselí,
"ratoncita", porque nunca estaba quieta en la silla. A Eva la llamaba Leu, que significa "león", posiblemente por
sus abundantes y preciosos cabellos, y también por su voraz apetito. Ernst era el único al que llamaba por su
verdadero nombre.
Por la noche, mucho después de que volviéramos de la escuela y mi padre del trabajo, nos reuníamos todos en
la sala de música a cantar. Mi padre, muy solicitado animador en el prestigioso Club de Esquí de Zú-rich,
procuraba que aprendiéramos cientos de baladas y canciones populares. Con el tiempo se hizo evidente que
Erika y yo no estábamos dotadas para el canto y estropeábamos el coro con nuestras voces desentonadas. En
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consecuencia, mi padre nos relegó a la cocina a fregar los platos. Casi diariamente, mientras los otros
cantaban, Erika y yo lavábamos los platos cantando por nuestra cuenta. Pero no nos importaba. Cuando
acabábamos, en lugar de ir a reunimos con los demás, nos sentábamos en el tablero de la cocina a cantar las
dos solas y desde allí pedíamos a los demás que entonaran nuestras canciones favoritas, por ejemplo el Ave
María, Das alte Lied y Always. Ésos fueron los tiempos más felices.
Llegada la hora de dormir, las tres niñas nos acostábamos en camas idénticas, con sábanas idénticas, y
dejábamos preparadas nuestras ropas idénticas en sillas idénticas para el día siguiente. Desde las muñecas a
los libros, todas teníamos cosas iguales. Era enloquecedor. Recuerdo que cuando éramos pequeñas, a mi
hermano lo ponían de vigilante en nuestras sesiones sentadas en el orinal. Su tarea consistía en evitar que yo
me levantara antes de que mis hermanas hubieran terminado. A mí me fastidiaba muchísimo ese trato, era
como estar con camisa de fuerza. Todo eso ahogaba mi propia identidad.
En la escuela yo destacaba mucho más que mis hermanas. Era una alumna excelente, sobre todo en
matemáticas y lengua, pero era más famosa por defender de los matones a los niños débiles, indefensos o
discapacitados. Aporreaba las espaldas de los matones con tanta frecuencia que mi madre ya estaba
acostumbrada a que, después de clases, pasara el niño de la carnicería, el chismoso del pueblo, y dijera: "Betli
va a llegar tarde hoy. Está zurrando a uno de los chicos."
Mis padres nunca se enfadaban por eso, ya que sabían que lo único que yo hacía era proteger a los niños que
no podían defenderse solos.
A diferencia de mis hermanas, también me gustaban mucho los animalitos domésticos. Cuando terminaba el
parvulario, un amigo de la familia que regresó de África me regaló un monito al que le puse Chicho.
Rápidamente nos hicimos muy buenos amigos. También recogía todo tipo de animales y en el sótano había
improvisado una especie de hospital donde curaba a pajaritos, ranas y culebras lesionados. Una vez cuidé a un
grajo herido hasta que recuperó la salud y fue capaz de volver a volar. Me imagino que los animales sabían
instintivamente en quién podían confiar.
Eso lo veía claro en los varios conejitos que teníamos en un pequeño corral en el jardín. Yo era la encargada
de limpiarles la jaula, darles la comida y jugar con ellos. Cada pocos meses mi madre preparaba guiso de
conejo para la cena. Yo evitaba convenientemente pensar de qué modo llegaban los conejos a la olla, pero sí
observaba que los conejos sólo se asomaban a la puerta cuando me acercaba yo, jamás cuando se acercaba
otra persona de mi familia. Lógicamente eso me estimulaba a mimarlos más aún. Por lo menos me distinguían
de mis hermanas.
Cuando comenzaron a multiplicarse los conejos, mi padre decidió reducir su número a determinado mínimo. No
entiendo por qué hizo eso. No costaba nada alimentarlos, ya que comían hojas de diente de león y hierbas, y
eri el patio no había escasez de ninguna de esas cosas. Pero tal vez se imaginaba que así ahorraba dinero.
Una mañana le pidió a mi madre que preparara conejo asado; y a mí me dijo:
- De camino a la escuela lleva uno de tus conejos al carnicero; y a mediodía lo traes para que tu madre tenga
tiempo de prepararlo para la cena.
Aunque lo que me pedía me dejó sin habla, obedecí. Esa noche observé a mi familia comerse "mi" conejito.
Casi me atraganté cuando mi padre me dijo que probara un bocado.
- Un muslo tal vez —me dijo. Yo me negué rotundamente y me las arreglé para evitar una "invitación" al estudio
de mi padre.
Este drama se repitió durante meses, hasta que el único conejo que quedaba era Blackie, mi favorito. Estaba
gordo, parecía una gran bola peludita. Me encantaba acunarlo y contarle todos mis secretos. Era un oyente
maravilloso, un psiquiatra fabuloso. Yo estaba convencida de que era el único ser en todo el mundo que me
amaba incondicionalmente. Pero llegó el día temido. Después del desayuno mi padre me ordenó que llevara a
Blackie al carnicero.
Salí al patio temblorosa y con un nudo en la garganta. Cuando lo cogí, le expliqué lo que me habían ordenado
hacer. Blackie me miró moviendo su naricita rosa. —No puedo hacerlo —le dije y lo coloqué en el suelo—.
Huye, escapa —le supliqué—. Vete. Pero él no se movió.
Finalmente se me hizo tarde, las clases ya estaban a punto de comenzar. Cogí a Blackie y corrí hasta la
carnicería, con la cara bañada en lágrimas. Tengo que pen-11 sar que el pobre Blackie presintió que iba a
suceder algo ! 1 terrible; quiero decir que el corazón le latía tan rápido como el mío cuando lo entregué al
carnicero y salí corriendo hacia la escuela sin despedirme.
Me pasé el resto del día pensando en Blackie, preguntándome si ya lo habrían matado, si sabría que yo lo
quería y que siempre lo echaría de menos. Lamenté no haberme despedido de él. Todas esas preguntas que
me hice, y no digamos mi actitud, sembraron la semilla para mi trabajo futuro. Odié mi sufrimiento y culpé a mi
padre.
Después de las clases entré lentamente en el pueblo. El carnicero estaba esperando en la puerta. Me entregó
la bolsa tibia que contenía a Blackie y comentó:
- Es una pena que hayas traído a esta coneja. Dentro de uno o dos días habría tenido conejitos.
Para empezar, yo no sabía que mi Blackie era coneja. Creía que sería imposible sentirme peor, pero me sentí
peor. Deposité la bolsa en el mostrador.
Más tarde, sentada a la mesa, contemplé a mi familia comerse mi conejito. No lloré, no quería que mis padres
supieran lo mucho que me hacían sufrir.
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Mi razonamiento fue que era evidente que no me querían, por lo tanto tenía que aprender a ser fuerte y dura.
Más fuerte que nadie.
Cuando mi padre felicitó a mi madre por aquel delicioso guiso, me dije: "Si eres capaz de aguantar esto,
puedes aguantar cualquier cosa en la vida."
Cuando tenía diez años nos mudamos a una casa de tamaño mucho mayor, a la que llamamos "la Casa
Grande", situada a más altura sobre las colmas que dominaban el pueblo. Teníamos seis dormitorios, pero mis
padres resolvieron que sus tres hijas continuaran compartiendo la misma habitación. Sin embargo, para
entonces el único espacio que a mí me importaba era el del aire libre. Teníamos un jardín espectacular, de casi
una hectárea, cubierto de césped y flores, lo que ciertamente fue el origen de mi interés por cultivar cualquier
cosa que brote y dé flores. También estábamos rodeados por granjas y viñedos, tan bonitos que parecían una
ilustración de libro, y al fondo se veían las escarpadas montañas coronadas de nieve.
Vagabundeaba por el campo en busca de animalitos heridos, para llevarlos a "mi hospital" del sótano. Para mis
pacientes menos afortunados, que no sanaban, hice un cementerio a la sombra de un sauce y me encargaba
de que siempre estuviera decorado con flores.
Mis padres no me protegían de las realidades de la vida y de la muerte que ocurrían de modo natural, lo cual
me permitió asimilar sus diferentes circunstancias así como las reacciones de las personas. Cuando estaba en
tercer año llegó a mi clase una nueva alumna llamada Susy. Su padre, un médico joven, acababa de instalarse
en Meilen con su familia. No es fácil comenzar a ejercer la medicina en un pueblo pequeño, así que le costó
muchísimo atraerse pacientes. Pero todo el mundo encontraba adorables a Susy y su hermanita.
Al cabo de unos meses Susy dejó de asistir a la escuela. Pronto se corrió la voz de que estaba gravemente
enferma. Todo el pueblo culpaba al padre por no mejorarla. Por lo tanto no debe de ser buen médico,
razonaban. Pero ni siquiera los mejores médicos del mundo podrían haberla curado. Resultó que Susy había
contraído la meningitis.
Todo el pueblo, incluidos los niños de la escuela, seguimos el proceso de su enfermedad: primero padeció
parálisis, después sordera y finalmente perdió la vista.
Los habitantes del pueblo, aunque lo sentían por la familia, eran como la mayoría de los vecinos de las
ciudades pequeñas: tenían miedo de que esa horrible enfermedad entrara en sus casas si se acercaban
demasiado. En consecuencia, la nueva familia fue prácticamente rechazada y quedó sola en momentos de
gran necesidad afectiva.
Me perturba pensar en eso ahora, aun cuando yo era de las compañeras de Susy que continuábamos
comunicándonos con ella. Le entregaba notas, dibujos y flores silvestres a su hermana para que se las llevara.
"Dile a Susy que pensamos mucho en ella. Dile que la echo mucho de menos", le decía.
Nunca olvidaré que el día en que murió Susy, las cortinas de su dormitorio estaban corridas. Recuerdo cuánto
me entristeció que estuviera aislada del sol, de los pájaros, los árboles y todos los hermosos sonidos y paisajes
de la naturaleza. Eso no me parecía bien, como tampoco estimé razonables las manifestaciones de tristeza y
aflicción que siguieron a su muerte, puesto que pensaba que la mayoría de los residentes de Meilen se sentían
aliviados de que por fin hubiera acabado todo. La familia de Susy, desprovista de motivos para quedarse, se
marchó del pueblo.
Me impresionó mucho más la muerte de uno de los amigos de mis padres. Era un granjero, más o menos
cincuentón, justamente el que nos llevó al hospital a mi madre y a mí cuando tuve neumonía. La muerte le
sobrevino después de caerse de un manzano y fracturarse el cuello, aunque no murió inmediatamente.
En el hospital los médicos le dijeron que no había nada que hacer, por lo que él insistió en que lo llevaran a
casa para morir allí. Sus familiares y amigos tuvieron mucho tiempo para despedirse. El día que fuimos a verlo
estaba rodeado por su familia y sus hijos. Tenía la habitación llena a rebosar de flores silvestres, y le habían
colocado la cama de modo que pudiera mirar por la ventana sus campos y árboles frutales, los frutos de su
trabajo que sobrevivirían al paso del tiempo. La dignidad, el amor y la paz que vi allí me dejaron una impresión
imborrable.
Al día siguiente de su muerte volvimos a su casa por la tarde para dar el último adiós a su cadáver. Yo no iba
de muy buena gana, pues no me apetecía la experiencia de ver un cuerpo sin vida. Venticuatro horas antes,
ese hombre, cuyos hijos iban a la escuela conmigo, había pronunciado mi nombre, con dificultad pero con
cariño: "pequeña Betli". Pero la visita resultó ser una experiencia fascinante. Al mirar su cuerpo comprendí que
él ya no estaba allí. Cualesquiera que fueran la fuerza y la energía que le habían dado vida, fuera lo que fuera
aquello cuya pérdida lamentábamos, ya no estaba allí. Mentalmente comparé su muerte con la de Susy. Fuera
lo que fuese lo que le sucedió a Susy, se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que impidieron
que los rayos del sol la iluminaran durante sus últimos momentos. En cambio el granjero había tenido lo que yo
ahora llamo una buena muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto, dignidad y afecto. Sus
familiares le dijeron todo lo que tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar haber dejado ningún
asunto inconcluso.
A través de esas pocas experiencias, comprendí que la muerte es algo que no siempre se puede controlar.
Pero bien mirado, eso me pareció bien.
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5.. FE,, ESPERANZA Y AMOR
Tuve suerte en la escuela. Mi interés por las matemáticas y la literatura me convirtió en uno de esos escasos
niños a los que les gusta ir a la escuela. Pero no reaccioné así frente a las clases obligatorias y semanales de
religión. Fue una pena, porque ciertamente sentía inclinación por lo espiritual. Pero el pastor R., que era el
ministro protestante del pueblo, enseñaba las Sagradas Escrituras los domingos de un modo que sólo inspiraba
miedo y culpabilidad, y yo no me identificaba con "su" Dios.
Era un hombre insensible, brutal y rudo. Sus cinco hijos, que sabían lo poco cristiano que era en realidad,
llegaban a la escuela hambrientos y con el cuerpo cubierto de cardenales. Los pobres se veían cansados y
macilentos. Nosotros les guardábamos bocadillos para que desayunaran en el recreo, y les poníamos suéteres
y cojines en los bancos de madera del patio para que pudieran aguantar sentados. Finalmente sus secretos
familiares se filtraron hasta el patio de la escuela: cada mañana su muy reverendo padre les propinaba una
paliza con lo primero que encontraba a mano.
En lugar de echarle en cara su comportamiento cruel y abusivo, los adultos admiraban sus sermones
elocuentes y teatrales, pero todos los niños que estábamos sometidos a su tiránico modo de enseñar lo
conocíamos mejor. Un suspiro durante su charla, o un ligero movimiento de la cabeza y ¡zas!, te caía la regla
sobre el brazo, la cabeza, la oreja, o recibías un castigo.
Perdió totalmente mi aprecio, como la religión en general, el día en que le pidió a mi hermana Eva que recitara
un salmo. La semana anterior habíamos memorizado el salmo, y Eva lo sabía muy bien; pero antes de que
hubiera terminado de recitarlo, la niña que estaba al lado de ella tosió, y el pastor R. pensó que le había
susurrado al oído el salmo. Sin hacer ninguna pregunta, las cogió por las trenzas a las dos e hizo entrechocar
las cabezas de ambas. Sonó un crujido de huesos que nos hizo temblar a toda la clase.
Encontré que eso era demasiado y estallé. Lancé mi libro negro de salmos a la cara del pastor; le dio en la
boca. Se quedó atónito y me miró fijamente, pero yo estaba demasiado furiosa para sentir miedo. Le grité que
no practicaba lo que predicaba.
- No es usted un ejemplo de pastor bueno, compasivo, comprensivo y afectuoso —le chillé—. No quiero formar
parte de ninguna religión que usted enseñe.
Dicho eso me marché de la escuela jurando que no volvería jamás.
Cuando iba de camino a casa me sentía nerviosa y asustada. Aunque sabía que lo que había hecho estaba
justificado, temía las consecuencias. Me imaginé que me expulsarían de la escuela. Pero la mayor incógnita
era mi padre. Ni siquiera quería pensar de qué modo me castigaría. Pero por otro lado, mi padre no era
admirador del pastor R. Hacía poco el pastor había elegido a nuestros vecinos como a la familia más ejemplar
del pueblo, y sin embargo todas las noches oíamos cómo los padres se peleaban, gritaban y golpeaban a sus
hijos. Los domingos se mostraban como una familia encantadora. Mi padre se preguntaba cómo podía estar
tan ciego el pastor R.
Antes de llegar a casa me detuve a descansar a la sombra de uno de los frondosos árboles que bordeaban un
viñedo. Esa era mi iglesia. El campo abierto, los árboles, los pájaros, la luz del sol. No tenía la menor duda
respecto a la santidad de la Madre Naturaleza y a la reverencia que inspiraba. La Naturaleza era eterna y digna
de confianza; hermosa y benévola en su trato a los demás; era clemente. En ella me cobijaba cuando tenía
problemas, en ella me refugiaba para sentirme a salvo de los adultos farsantes. Ella llevaba la impronta de la
mano de Dios.
Mi padre lo entendería. Era él quien me había enseñado a venerar el generoso esplendor de la naturaleza
llevándonos a hacer largas excursiones por las montañas, donde explorábamos los páramos y praderas, nos
bañábamos en el agua limpia y fresca de los riachuelos y nos abríamos camino por la espesura de los
bosques. Nos llevaba a agradables caminatas en primavera y también a peligrosas expediciones por la nieve.
Nos contagiaba su entusiasmo por las elevadas montañas, una edelweiss medio escondida en una roca o la
fugaz visión de una rara flor alpina. Saboreábamos la belleza de la puesta de sol. También respetábamos el
peligro, como aquella vez que me caí en una grieta de un glaciar, caída que habría sido fatal si no hubiera
llevado atada una cuerda con la que me rescató.
Esos recorridos quedaron impresos para siempre en nuestras almas.
En lugar de dirigirme a casa, donde con toda seguridad ya habría llegado la noticia de mi encontronazo con el
pastor R., me metí a gatas en un lugar secreto que había descubierto en los campos de detrás de casa. Para
mí ése era el lugar más sagrado del mundo. En el centro de un matorral tan espeso que, aparte de mí, ningún
otro ser humano había penetrado allí jamás, se alzaba una enorme roca, de un metro y medio de altura más o
menos, cubierta de musgo, líquenes, salamandras y horripilantes insectos. Era el único sitio donde podía
fundirme con la naturaleza y donde ningún ser humano podría encontrarme. Trepé hasta lo alto de la roca. El
sol se filtraba por entre las ramas de los árboles como por las vidrieras de una iglesia; levanté los brazos al
cielo como un indio y entoné una oración inventada por mí dando gracias a Dios por toda la vida y por todo
cuanto vive. Me sentí más cerca del Todopoderoso de lo que jamás me podrían haber acercado los sermones
del pastor R.
De vuelta al mundo real, mi relación con el espíritu fue sometida a debate. En casa mis padres no me hicieron
ninguna pregunta respecto al incidente con el pastor R.; yo interpreté su silencio como apoyo. Pero tres días
después el consejo de la escuela se reunió en una sesión de urgencia para debatir el asunto. En realidad, el
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debate sólo concernía a la mejor manera de castigarme. No les cabía la menor duda de que yo había actuado
mal.
Afortunadamente, mi profesor favorito, el señor Wegmann, convenció al consejo de que me permitieran dar mi
versión del incidente. Entré muy nerviosa. Una vez que comencé a hablar miré fijamente al pastor R., que
estaba sentado con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas, presentando la imagen misma de la piedad.
Después me dijeron que volviera a casa y esperara. Transcurrieron lentísimos varios días, hasta que una
noche el señor Wegmann se presentó en casa después de la cena. Informó a mis padres de que se me eximía
oficialmente de asistir a las clases del pastor R. Nadie se molestó ni disgustó. La levedad del castigo implicaba
que yo no había actuado mal. El señor Wegmann me preguntó qué pensaba. Le contesté que me parecía justo,
pero que antes de decirlo oficialmente deseaba que se cumpliera una condición más. Quería que a Eva
también se la eximiera de la clase. "Concedido", contestó el señor Wegmann.
Para mí no había nada más semejante a Dios ni más inspirador de fe en algo superior que la vida al aire libre.
Los ratos culminantes de mi juventud fueron sin duda los pasados en una pequeña cabaña alpina en Aniden.
Mi padre, que era un guía inmejorable, nos explicaba algo de cada flor y árbol. En invierno íbamos a esquiar.
Todos los veranos nos llevaba a arduas excursiones de dos semanas, en las que aprendíamos el modo de vida
espartano y una estricta disciplina. También nos permitía explorar los páramos, las praderas y los riachuelos
que discurrían por los bosques.
Pero todos nos preocupamos cuando mi hermana Enka perdió el entusiasmo por esas excursiones. A partir de
los doce años se le hizo cada vez más desagradable salir de excursión. Cuando llegó el momento de
emprender nuestra excursión escolar anual de tres días, en la que nos acompañaban varios adultos y una
profesora, se negó rotundamente a participar. Eso debería haber constituido una indicación de que le ocurría
algo grave. Habiendo hecho largas excursiones con mi padre, con muy poco alimento o comodidades,
estábamos bien entrenadas para esas acampadas. Ni siquiera Eva ni yo entendíamos cuál podría ser su
problema. Mi padre, que no toleraba el comportamiento de "mariquita", sencillamente impuso su ley y la obligó
a ir.
Fue un error. Antes de salir para la excursión Erika se quejó de fuertes dolores en la pierna y la cadera. El
primer día de excursión cayó enferma y entre un padre y una profesora la llevaron de vuelta a Meilen, donde la
hospitalizaron. Ése fue el comienzo de años de sufrimiento a manos de médicos y hospitales. Aunque tenía
paralizado un lado y cojeaba con la otra pierna, nadie logró establecer un diagnóstico. Sufría tan fuertes
dolores que muchas veces, cuando volvíamos a casa de la escuela, Eva y yo la oíamos gemir en el dormitorio.
Naturalmente eso nos hacía andar de puntillas por la casa y mover tristemente la cabeza por la pobre Erika.
Puesto que no lograban diagnosticar su dolencia, muchas personas pensaron que eso era histeria o
simplemente una manera de librarse de los deportes y actividades físicas. Muchos años después, la tocóloga
que asistiera a mi madre en nuestro nacimiento, se impuso la tarea de descubrir su enfermedad, que
finalmente resultó ser una cavidad en el hueso de la cadera. Ahora se sabe que lo que tenía era poliomielitis
combinada con osteoartritis. En aquel tiempo eso era difícil de diagnosticar. El doloroso tratamiento a que la
sometieron en uno de los hospitales especializados en cirugía ortopédica consistió en obligarla a caminar a
largas zancadas por una escalera mecánica. Creían que si hacía suficiente ejercicio dejaría de "fingirse
enferma".
A mí me causaba una terrible frustración ver lo que tenía que sufrir. Afortunadamente, una vez que
establecieron el diagnóstico y le administraron el tratamiento adecuado, pudo ir a estudiar en un colegio de
Zúrich y llevar una vida productiva y libre de dolor. Pero yo siempre pensé que un médico competente, atento y
afectuoso habría hecho muchísimo más para sanarla. Incluso le escribí cuando ella estaba en el hospital
contándole mi intención de convertirme exactamente en ese tipo de médico.
Lógicamente, el mundo necesitaba curación y pronto la necesitaría aún más. En 1939 la maquinaria bélica nazi
estaba comenzando a poner en marcha su fuerza destructora. Nuestro profesor, el señor Wegmann, oficial del
ejército suizo, nos preparó para el estallido de la guerra. En casa mi padre recibía a muchos hombres de
negocios alemanes que hacían comentarios sobre Hitler y sobre los rumores que corrían acerca de judíos
acorralados en Polonia y supuestamente asesinados en campos de concentración, aunque nadie sabía de
cierto qué estaba ocurriendo. Pero las conversaciones sobre la guerra nos asustaban e inquietaban.
Una mañana de septiembre mi ahorrativo padre llegó a casa con una radio, un aparato que en nuestro pueblo
era un lujo, pero que de pronto se convi rtió en necesidad. Todas las noches a las siete y media, después de
cenar, nos reuníamos alrededor de la enorme caja de madera a escuchar los informes sobre el avance de los
nazis alemanes en Polonia. Yo estaba de parte de los valientes polacos que arriesgaban la vida para defender
su patria y lloraba cuando explicaban cómo morían mujeres y niños en Var-sovia en la primera línea de batalla.
Hervía de rabia cuando oía que los nazis estaban matando judíos. Si hubiera sido hombre habría ido a luchar.
Pero era una niña, no un hombre, así que en lugar de ir a pelear le prometí a Dios que cuando tuviera edad
suficiente viajaría a Polonia a ayudar a esas gentes valientes a derrotar a sus opresores. "Tan pronto pueda,
tan pronto pueda, iré a Polonia a ayudar", musitaba.
Mientras tanto odiaba a los nazis, y los odié aún más cuando los soldados suizos confirmaron los rumores de la
existencia de campos de concentración para judíos. Mi padre y mi hermano vieron a soldados nazis situados a
lo largo del Rin ametrallando a un río humano de judíos que trataban de cruzar para encontrar refugio.
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Pocos llegaron vivos al lado suizo. A algunos los cogieron vivos y los enviaron a campos de concentración.
Muchos murieron y quedaron flotando en el río. Las atrocidades eran demasiado grandes y demasiado
numerosas para quedar ocultas. Todas las personas que yo conocía estaban horrorizadas.
Cada emisión de noticias de la guerra era para mí un desafío moral. "¡No, jamás nos vamos a rendir! —gritaba
mientras escuchaba a Winston Churchill—. ¡Jamás!" En pleno furor de la guerra aprendimos el significado de la
palabra sacrificio. Los refugiados entraban a raudales por las fronteras suizas. Hubo que racionar los alimentos.
Mi madre nos enseñó a conservar huevos para que duraran uno o dos años. Nuestro terreno cubierto de
césped se convirtió en huerta para cultivar patatas y verduras. En el sótano teníamos tantos alimentos en lata
que parecía un supermercado moderno.
Me enorgullecía saber sobrevivir con alimentos cultivados en casa, hacerme el pan, preparar conservas de
frutas y verduras y prescindir de los antiguos lujos. Era sólo un pequeño aporte al esfuerzo bélico, pero el
hecho de ser autosuficientes me producía una nueva sensación de confianza, y después esas habilidades me
resultarían muy provechosas.
Si comparábamos nuestra existencia con las condiciones en que se encontraban los países vecinos, teníamos
muchísimo que agradecer. En el plano personal vivíamos relativamente tranquilos. A los dieciséis años mis
hermanas se estaban preparando para la confirmación, que era un gran acontecimiento para un niño suizo.
Estudiaban en Zúrich con el pastor Zimmermann, famoso pastor protestante. Mi familia lo conocía desde hacía
mucho tiempo y existía entre ellos un cariño y un
respeto mutuos. Cuando se acercaba la fecha de la ceremonia les dijo a mis padres que había soñado con
celebrar la confirmación de las trillizas Kübler, lo cual era una sutil manera de preguntar: "¿Y Elisabeth?"
Yo no tenía la menor intención de pertenecer a la Iglesia, pero el pastor me pidió que le manifestara todas las
quejas y críticas que tenía contra ella. Se las dije una por una, desde el pastor R. hasta mi creencia de que
ningún Dios, y mucho menos mi concepto de Dios, podía estar contenido bajo ningún techo ni ser definido por
ninguna ley o norma creada por el hombre.
- ¿Por qué entonces voy a pertenecer a esa Iglesia? —le pregunté en tono interesado.
En lugar de tratar de hacerme cambiar de opinión, el pastor Zimmermann defendió a Dios y la fe alegando que
lo que importaba era cómo vivía la gente, no cómo rendía culto.
- Cada día hay que intentar hacer las opciones más elevadas que Dios nos ofrece —me dijo—. Eso es lo que
de verdad determina si una persona vive cerca de Dios.
Estuve de acuerdo, de modo que a las pocas semanas de nuestra conversación el sueño del pastor
Zimmermann se hizo realidad. Las trillizas Kübler estuvieron en un estrado bellamente decorado dentro de su
sencilla iglesia mientras él, gigantesco frente a nosotras, recitaba un versículo de la Epístola de san Pablo a los
Corintios: "Ahora permanecen estas tres cosas, la fe, la esperanza y el amor; pero la mayor de ellas es el
amor." Después nos miró, fue poniendo la mano sobre la cabeza de cada una de nosotras al tiempo que
pronunciaba una sola palabra, una palabra que nos representaba.
Eva era la fe. Erika la esperanza. Y yo el amor.
En un momento en que el amor parecía ser tan escaso en el mundo, lo acepté como un regalo, un honor y, por
encima de todo, una responsabilidad.
6.. MII PROPIIA BATA
Cuando acabé la enseñanza secundaria en la primavera de 1942, ya era una joven madura y seria. Albergaba
pensamientos profundos. En mi opinión, mi futuro estaba en la Facultad de Medicina; mi deseo de ser médica
era más fuerte que nunca; me sentía llamada a ejercer esa profesión. ¿Qué mejor que sanar a las personas
enfermas, dar esperanza a las desesperadas y consolar a las que sufrían?
Pero mi padre seguía al mando, de modo que la noche en que decidió el futuro de sus tres hijas no se
diferenció en nada de aquella tumultuosa noche de hacía tres años. Envió a Eva al colegio de formación
general para señoritas y a Erika al gymnasium de Zúnch. En cuanto a mí, volvió a asignarme la profesión de
secretaria-contable de su empresa. Demostró conocerme muy poco explicándome la maravillosa oportunidad
que me ofrecía.
- La puerta está abierta —me dijo.
No traté de ocultar mi desilusión y dejé muy claro que jamás aceptaría semejante condena a prisión. Yo tenía
un intelecto creativo y reflexivo y una naturaleza inquieta. Me moriría sentada todo el día ante un escritorio.
Mi padre perdió la paciencia rápidamente. No tenía el menor interés en discutir, mucho menos con una niña.
¿Qué puede saber una niña?
- Si mi oferta no te parece bien, puedes marcharte y trabajar de empleada doméstica —bufó.
Se hizo un tenso silencio en el comedor. Yo no quería batallar con mi padre, pero todas las fibras de mi cuerpo
se negaban a aceptar el porvenir que me había elegido. Consideré la opción que me ofrecía. Ciertamente no
quería trabajar de empleada doméstica, pero quería ser yo la que tomara las decisiones respecto a mi futuro.
—Trabajaré de empleada doméstica —dije. En cuanto hube pronunciado esa frase mi padre se levantó y fue a
encerrarse en su estudio dando un portazo.
Al día siguiente mi madre vio un anuncio en el diario. Una mujer francófona, viuda de un adinerado catedrático
de Romilly, ciudad junto al lago de Ginebra, necesitaba una empleada que le llevara la casa, cuidara a sus tres
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hijos, sus animalitos y su jardín. Conseguí el puesto y me marché a la semana siguiente. Mis hermanas
estaban tan tristes que no fueron a despedirme. En la estación tuve que arreglármelas para transportar una
vieja maleta de cuero que era casi tan grande como yo. Antes de separarnos, mi madre me regaló un sombrero
de ala ancha que hacía juego con mi traje de lanilla y me pidió que reconsiderara mi decisión. Aunque yo ya
estaba muerta de nostalgia por mi hogar, era demasiado tozuda para cambiar de opinión. Ya había tomado mi
decisión. Lo lamenté tan pronto me bajé del tren y saludé a mi nueva jefa, madame Perret, y a sus tres hijos.
Había hablado en suizo alemán. Ella se ofendió inmediatamente. —Aquí sólo hablamos en francés —me
advirtió—. Empieza en este mismo instante.
Madame era una mujer corpulenta, alta y muy antipática. En otro tiempo había sido el ama de llaves del
catedrático, y cuando murió la esposa de éste se casó con él. Después murió el catedrático, y ella heredó todo
lo suyo, a excepción de su agradable carácter.
Ésa fue mi mala suerte. Trabajaba a diario desde las seis de la mañana hasta la medianoche, y tenía medio día
libre dos fines de semana al mes. Comenzaba encerando el suelo, después sacaba brillo a la plata, salía a
hacer la compra, cocinaba, servía las comidas y ordenaba las cosas por la noche. Normalmente Madame
deseaba tomar té a medianoche. Por fin me daba permiso para retirarme a mi pequeño cuarto. Por lo general
me quedaba dormida antes de posar la cabeza en la almohada.
Pero si Madame no oía el ruido de la enceradora a las seis y media, casi me echaba abajo la puerta a golpes.
"¡Es hora de empezar!"
En mis cartas a casa jamás decía que pasaba hambre ni que me sentía muy desgraciada, sobre todo cuando
comenzó el frío y se aproximaban las fiestas. Al acercarse la Navidad eché terriblemente de menos mi casa.
Me entristecía pensando en las agradables melodías que toda mi familia cantaba dichosa alrededor del piano.
En mi imaginación veía los dibujos y manualidades que hacíamos mis hermanas y yo para regalarnos
mutuamente. Pero Madame sólo me obligó a trabajar más. Continuamente recibía visitas, y además me
prohibió que mirara su árbol de Navidad. "Sólo es para la familia", me dijo en un tono despreciativo que
imitaban sus hijos, que no eran mucho menores que yo.
Toqué fondo la noche en que Madame dio una cena para los ex colegas de su marido en la universidad. Por
orden de ella serví espárragos de entrante. En cuanto oí la campanilla con que ella me anunciaba que sus
invitados habían terminado, me apresuré a entrar en el comedor a retirar los platos; pero al ver que en todos
los platos todavía estaban los espárragos, volví a marcharme a
la cocina. Madame volvió a tocar la campanilla. La escena se repitió, y volvió a repetirse una tercera vez. Me
habría parecido cómico si no hubiera pensado que me estaba volviendo loca.
Finalmente Madame entró furiosa en la cocina. ¿Cómo podía ser yo tan imbécil?
- Entra ahí y retira los platos —me ordenó enfurecida—. Las personas educadas sólo se comen las puntas de
los espárragos. ¡El resto se deja en el plato!
Así será, pero una vez que hube retirado los platos devoré todos los espárragos y los encontré deliciosos.
Cuando acababa de zamparme el último, entró en la cocina uno de los invitados, un catedrático, que me
preguntó qué demonios hacía yo allí.
- El motivo de perseverar aquí todo un año es que espero a tener la edad suficiente para entrar en un
laboratorio —le dije tratando de contener las lágrimas que inundaban mis cansados ojos—. Quiero formarme
como técnica de laboratorio para poder entrar en la Facultad de Medicina.
El catedrático me escuchó comprensivo. Después me entregó su tarjeta y me prometió que me encontraría
trabajo en algún laboratorio apropiado. También se ofreció a alojarme temporalmente en su casa de Lausa-na;
me dijo que tan pronto llegara a casa se lo diría a su esposa. A cambio, yo tenía que prometerle que me
marcharía de esa horrorosa casa.
Vanas semanas más tarde tuve un medio día libre. Fui a Lausana y llamé a la puerta del catedrático. Me abrió
su esposa y me dijo entristecida que su marido había muerto hacía unos días. Hablamos largo rato. Me dijo
que él me había buscado trabajo pero que ella no sabía dónde. Me fui de allí aún más deprimida.
De vuelta en casa de Madame trabajé más que nunca. Para Nochebuena iba a tener la casa llena de invitados.
Yo no paraba de cocinar, planear las comidas, limpiar y hacer la colada. Una noche le supliqué que me
dejara ver el árbol de Navidad, sólo cinco minutos; necesitaba recargarme espiritualmente.
- No, todavía no es Navidad —me dijo horrorizada, y reiteró su anterior advertencia—: Además, es sólo para la
familia, no para empleadas.
En ese instante decidí marcharme. Cualquier persona que no compartiera su árbol de Navidad no era digna de
mi trabajo ni de mis servicios.
Le pedí prestada una maleta de anea a una chica de Vevey y planeé mi escapada. La mañana de Navidad,
cuando Madame no oyó funcionar la enceradora entró en mi cuarto y me ordenó comenzar mis tareas. Pero en
lugar de obedecer le dije osadamente que ya no volvería a encerar pisos en mi vida. Después cogí mis cosas,
las puse en un trineo y me marché a toda prisa para coger el primer tren. Me quedé a pasar la noche en
Ginebra en casa de una amiga, que me mimó con un baño de espuma, té, bocadillos y pasteles y me prestó
dinero para hacer el resto del trayecto hasta Meilen.
Llegué a casa al día siguiente de Navidad. Deslicé mi huesudo cuerpo por el portillo para la leche y me fui
directamente a la cocina. Sabía que mi familia estaría fuera en su tradicional excursión a la montaña, de modo
que grande y agradable fue mi sorpresa cuando oí ruidos arriba. Resultó ser mi hermana Erika, que se había
quedado en casa debido al problema de su pierna. Ella se sintió igualmente sorprendida y feliz al descubrir que
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era yo la que hacía ruido abajo. Nos pasamos toda la noche sentadas en su cama conversando, poniéndonos
al día de todo lo ocurrido en nuestras vidas.
Al día siguiente repetí las mismas historias a mis padres, que se sintieron indignados al enterarse de que me
habían hecho pasar hambre y me habían explotado. No entendían por qué no había vuelto antes. Mi
explicación no agradó a mi padre, pero dadas las penalidades que yo había pasado, sofrenó su ira y me dejó
disfrutar de una cómoda cama y comidas nutritivas.
Cuando mis hermanas volvieron a sus respectivos colegios me encontré ante el mismo viejo problema de mi
futuro. Nuevamente mi padre me ofreció un puesto en su empresa. Pero esta vez añadió otra opción, lo que
ponía de manifiesto un enorme crecimiento personal por su parte. Me dijo que si no quería trabajar allí, yo
podía buscarme una ocupación que me gustara y me hiciera feliz. Esa fue la mejor noticia que recibí en mi
joven vida y oré para poder encontrar algo.
A los pocos días mi madre se enteró de que acababa de instalarse un nuevo instituto de investigación
bioquímica. El laboratorio estaba situado en Feldmeiler, a unos pocos kilómetros de Meilen y me pareció
perfecto. Conseguí concertar una entrevista con el propietario del laboratorio y me vestí especialmente para la
ocasión, esforzándome por parecer mayor y profesional. Pero el joven doctor Hans Braun, un científico
ambicioso, no se dejó impresionar. Me dijo que estaba ocupadísimo y que necesitaba personas inteligentes
que se pusieran a trabajar en seguida.
—¿Puede comenzar ahora mismo?
—Sí. • Me contrató como aprendiza.
- Hay un solo requisito —me dijo—. Traiga su bata blanca de laboratorio.
Eso era lo único que yo no tenía. Se me encogió el corazón; creí que la oportunidad se me escapaba de las
manos, y supongo que se me notó.
- Si no tiene bata, con mucho gusto le proporcionaré una —me ofreció el doctor Braun.
Yo me sentí extasiada, y más feliz aún cuando me
presenté el lunes a las ocho de la mañana y vi tres preciosas batas blancas, con mi nombre bordado, colgadas
en la puerta de mi laboratorio.
No había en todo el planeta un ser más feliz que yo.
La mitad del laboratorio se destinaba a fabricar cremas, cosméticos y lociones, mientras que la parte donde yo
trabajaba, un enorme invernadero, estaba dedicada a investigar los efectos producidos en las plantas por
materias cancerígenas. La teoría del doctor Braun era que no era necesario experimentar los agentes
cancerígenos con animales, ya que lo mismo podía hacerse, con precisión y poco gasto, con plantas. Su
entusiasmo hacía parecer más que factibles sus conceptos. Pasado un tiempo advertí que a veces llegaba al
laboratorio deprimido y escéptico ante todo y todos, y se pasaba todo el día encerrado con llave en su
despacho. Después caí en la cuenta de que era maníaco depresivo. Pero sus agudos cambios de humor jamás
entorpecieron mi trabajo, que consistía en inyectar a ciertas plantas sustancias nutritivas, cancerígenas a otras,
observarlas escrupulosamente y anotar en respectivos cuadernos cuáles se desarrollaban de forma normal,
cuáles de forma anormal, excesivamente o muy poco.
Yo me sentía cautivada, no sólo por la importancia del trabajo, que tenía la posibilidad de salvar vidas, sino
además porque un simpático técnico de laboratorio me daba lecciones de química y ciencias, complaciendo así
mi ilimitado apetito de saber. Pasados unos meses comencé a viajar a Zúrich dos días a la semana para asistir
a clases de química, física y matemáticas, en las que superaba a treinta compañeros varones al recibir
sobresalientes. La segunda de la clase era otra chica. Pero después de nueve meses de dicha el sueño se me
convirtió en pesadilla; el doctor Braun, que había invertido millones en el laboratorio, se arruinó.
Nadie en el trabajo se enteró de la noticia hasta una mañana de agosto cuando nos presentamos a trabajar y
encontramos la puerta cerrada. El destino y paradero del doctor Braun eran un misterio. Igual podía estar
hospitalizado a causa de una de sus crisis maníacas, que estar en la cárcel. ¿Quién sabe si volveríamos a
verlo alguna vez? La respuesta resultó ser "nunca". Los policías que custodiaban la puerta nos informaron de
que estábamos despedidos, pero amablemente nos dieron tiempo para sacar las cosas del laboratorio y salvar
informes pertinentes. Después de tomar un té con el grupo y de despedirnos con tristeza, me dirigí a casa, de
nuevo sin empleo y muy amargada al ver destrozado otro sueño más.
A consecuencia de mi mala suerte encontré la llave para mi profesión futura. Al despertar por la mañana sólo
tenía que imaginarme trabajando en la oficina de mi padre para dejar de autocompadecerme y ponerme a
buscar trabajo de inmediato. Mi padre me había concedido tres semanas para buscar otro empleo. Si al cabo
de ese tiempo no encontraba nada, yo comenzaría a trabajar de contable en su oficina, destino para mí
inconcebible después de la felicidad de trabajar en un laboratorio de investigación. Sin pérdida de tiempo cogí
el listín de teléfonos de Zúrich y escribí con vehemencia febril a todos los institutos, hospitales y clínicas de
investigación. Además de hacer constar mis estudios y notas, de añadir cartas de recomendación y una foto,
rogaba pronta contestación.
Era el final del verano, una época nada buena para buscar trabajo. Todos los días corría a mirar el buzón; cada
día me parecía un año. Las primeras respuestas no fueron favorables; tampoco las de la segunda semana. En
todas expresaban su admiración por mi entusiasmo, amor por el trabajo y buenas notas, pero ya estaban
ocupadas todas sus vacantes para aprendices. Me alentaban a volver a envi ar la solicitud al año siguiente;
entonces tendrían muchísimo gusto en considerar mi petición. Pero entonces sería demasiado tarde.
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Durante casi toda la tercera semana esperé junto al buzón, sin tener suerte. Entonces, hacia el final de la
semana el cartero trajo la carta por la que tanto había rogado. El Departamento de Dermatología del Hospital
Cantonal de Zúrich acababa de perder a uno de sus aprendices de laboratorio y necesitaban cubrir la vacante
inmediatamente. Me presenté allí sin pérdida de tiempo. Médicos y enfermeras pasaban a toda prisa por los
corredores. Aspiré el inequívoco aroma de medicamentos que impregna el aire de todos los hospitales como si
fuera mi primer aliento; me sentí como en mi casa.
El laboratorio de dermatología estaba en el sótano. Lo dirigía el doctor Karl Zehnder, cuyo despacho sin
ventana estaba situado en una esquina. Al instante me di cuenta de que el doctor Zehnder trabajaba
muchísimo. Tenía el escritorio cubierto de papeles y el laboratorio bullía de actividad. Después de una buena
entrevista, el doctor me contrató. Yo no veía la hora de contárselo a mi padre. También sentí una inmensa
satisfacción al poder decirle al doctor Zehnder que cuando comenzara el lunes por la mañana llevaría mi propia
bata.
7.. LA PROMESA
Cada día al entrar en el hospital hacía una honda inspiración para aspirar lo que para mí era el olor más
sagrado y bendito del mundo entero, y después bajaba corriendo a mi laboratorio sin ventanas. En ese extraño
y caótico tiempo de guerra, cuando escaseaban las cosas más elementales, tales como alimentos y médicos,
sabía que no estaría enterrada eternamente en ese sótano. Tenía razón.
Llevaba varias semanas trabajando allí cuando el doctor Zehnder me preguntó si no me interesaría extraer
muestras de sangre a enfermos de verdad. Las pacientes a las que iba a sacar muestras de sangre eran
prostitutas que se encontraban en las últimas fases sintomáticas de enfermedades venéreas. En aquel tiempo,
antes de que se inventara la penicilina, a los que padecían enfermedades venéreas se los trataba como ahora
a los enfermos de sida; se les temía y rechazaba, se los dejaba abandonados y aislados. Más tarde el doctor
Zehnder me diría que había esperado que yo me negara. Pero me dirigí en seguida al deprimente sector del
hospital donde se encontraban las Pacientes.
Creo que eso es lo que distingue a las personas que se sienten llamadas a la profesión médica y las que lo
hacen por dinero.
El estado de las enfermas era lamentable. Tenían tan infectado el cuerpo que muchas ni siquiera podían
sentarse en una silla o echarse en una cama. Estaban suspendidas en hamacas. A primera vista eran unos
seres patéticos y dolientes; pero eran seres humanos, y una vez que hablé con ellas descubrí que eran
personas tremendamente amables, simpáticas y amorosas, que habían sido rechazadas por sus familias y por
la sociedad. No tenían nada, por lo que sentí un deseo aún mayor de servirlas.
Después de extraerles las muestras de sangre me senté en las camas y estuve horas charlando con ellas
acerca de sus vidas, las cosas que habían visto y experimentado y la existencia en general. Comprendí que
tenían necesidades afectivas tan enormes como sus necesidades físicas. Ansiaban amistad y compasión, cosa
que yo podía ofrecerles, y ellas a su vez me abrieron el corazón de par en par. Fue un trueque justo que me
preparó para cosas peores.
El 6 de junio de 1944 las tropas aliadas desembarcaron en Normandía, el Día D. Eso cambió el curso de la
guerra y muy pronto notamos los efectos de la invasión en masa. Los refugiados entraron a raudales en Suiza.
Llegaban en oleadas, día tras día, a cientos. Algunos entraban cojeando, otros arrastrándose y otros eran
transportados. Algunos venían de muy lejos, de Francia. Algunos eran hombres ancianos y heridos. La mayoría
eran mujeres y niños. Prácticamente de la noche a la mañana el hospital se llenó a rebosar con estas víctimas
traumatizadas.
Eran conducidos directamente a la sala dermatológica, donde los metíamos en nuestra enorme bañera, los
despiojábamos y desinfectábamos. Sin siquiera pedirle permiso a mi jefe, me puse a trabajar con los niños. Los
rociaba con jabón líquido para curarles la sarna y los frotaba con un cepillo suave. Una vez que estaban
vestidos con ropa recién lavada, les daba lo que a mi juicio necesitaban más, abrazos y palabras
tranquilizadoras: "Todo irá bien."
Eso continuó sin parar durante tres semanas. Yo me absorbí totalmente en el trabajo y me olvidé de mi
bienestar, cuando otros estaban tan mal. De pronto caía en la cuenta de que tenía que comer. ¿Dormir?
¿Quién tenía tiempo? Llegaba a casa pasada la medianoche y al día siguiente volvía a salir al alba. Estaba tan
concentrada en los niños sufrientes y asustados, tan alejada de las actividades normales diarias, tan inmersa
en responsabilidades distintas a aquellas para las que me habían contratado, que pasaron días sin que me
diera cuenta de algo que tendría que haber sido una noticia importantísima: mi jefe, el doctor Zehnder, se había
marchado y su puesto estaba ocupado por el doctor Abraham Weitz.
Yo estaba atareadísima tratando de encontrar comida para los refugiados hambrientos. Con la ayuda de otro
aprendiz de laboratorio, un picaro llamado Bald-win al que le encantaba inventar travesuras, ideamos un plan
para llenar esos plañideros estómagos. Durante varias noches seguidas pedimos comidas completas a la
cocina del hospital, las poníamos en enormes carros y las distribuíamos entre los niños. Si quedaba algo, se lo
dábamos a los adultos. Finalmente, cuando niños y adultos por igual estaban limpios, vestidos y comidos, eran
trasladados a diversas escuelas de la ciudad y dejados a cargo de la Cruz Roja.
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Yo sabía que inevitablemente iban a detectar el desvío de esos preciados alimentos y que en consecuencia
tomarían medidas disciplinarias. Por eso, cuando el doctor Weitz me llamó a su oficina, acudí con la esperanza
de que el castigo no fuera demasiado severo, pero la verdad es que me imaginaba que me iba a despedir.
Además del asunto de la comida, había olvidado totalmente pedir disculpas por no hacer mi trabajo de
laboratorio, y ni siquiera me había presentado a saludar a mi jefe. Pero en lugar de despedirme, el doctor Weitz
me felicitó. Me dijo que me había observado desde lejos cuando estaba trabajando con los niños y que jamás
había visto a nadie tan absorto y feliz con su trabajo.
- Debe cuidar a los niños refugiados —me dijo—. Ese es su destino.
Nada podría haberme aliviado ni estimulado más. Después el doctor me habló de la urgente necesidad de
atención médica en su país natal asolado por la guerra, Polonia. Las terribles historias que me contó, sobre
todo las de niños en campos de concentración, me conmovieron profundamente, me hicieron llorar. Su familia
había sufrido enormemente.
- Necesitamos personas como usted allá. Si puede, si termina su aprendizaje, tiene que prometerme que irá a
Polonia y me ayudará a hacer este trabajo allí.
Agradecida por no haber sido despedida, y también animada por sus palabras, se lo prometí.
Pero aún faltaba la otra parte. Esa noche, el administrador jefe del hospital nos llamó a Baldwin y a mí a su
despacho. Rendida de cansancio sólo sentí desdén por ese burócrata gordo, mimado y pagado de sí mismo,
sentado ante su escritorio de caoba aspirando un puro y mirándonos como si fuéramos ladrones. Nos exigió
que pagáramos el precio de los cientos de comidas que les servimos a los niños refugiados o que
entregáramos la cantidad equivalente en cupones de racionamiento. "Si no, quedáis despedidos
inmediatamente."
Yo me sentí aniquilada, porque no quería perder mi empleo ni dejar mi aprendizaje, pero no tenía la menor
posibilidad de conseguir ese dinero. Cuando bajé al sótano, el doctor Weitz presintió que ocurría algo terrible y
me obligó a contárselo. Movió la cabeza disgustado y me dijo que no me preocupara por la burocracia. Al día
siguiente fue a ver a los jefes de la comunidad judía de Zúrich y con su ayuda se pagó rápidamente al hospital
las comidas no autorizadas con una enorme cantidad de cartillas de racionamiento. Eso no sólo me permitió
conservar el trabajo sino que me reafirmó en la promesa que le hiciera a mi benefactor el doctor Weitz de
contribuir a la reconstrucción de Polonia una vez que acabara la guerra. No tenía idea de lo pronto que sería
eso.
Durante los años anteriores, en incontables ocasiones había ayudado a mi padre a preparar para los invitados
nuestra cabana de montaña en Aniden, pero resultó diferente cuando me pidió que lo acompañara allí a
comienzos de enero de 1945. En primer lugar, yo necesitaba ese descanso de fin de semana; y a su vez él me
prometió que los invitados eran personas que me iban a encantar; y tenía razón. Nuestros invitados
pertenecían al Servicio Internacional de Voluntarios por la Paz; eran veinte en total, en su mayoría jóvenes y
procedentes de todas partes de Europa. A mí me parecieron un grupo de idealistas inteligentes. Después de
mucho cantar, reír y comer vorazmente, escuché embelesada su explicación de las tareas que realizaba la
organización, fundada después de la Primera Guerra Mundial y que posteriormente sirvió de modelo para los
Cuerpos de Paz estadounidenses: se dedicaban a crear un mundo de paz y colaboración.
¿Paz mundial? ¿Cooperación entre los países y pueblos? ¿Ayudar a los pueblos asolados de Europa cuando
la guerra terminara? Ésos eran mis sueños más ambiciosos. Sus relatos sobre trabajos humanitarios sonaron a
mis oídos como música celestial. Cuando descubrí que había una sucursal en Zúrich, no pensé en otra cosa
que inscribirme, y en cuanto advertí señales de que la guerra iba a terminar pronto, llené una solicitud y me
imaginé abandonando la pacífica isla que era Suiza para ayudar a los supervivientes de los países de Europa
devastados por la guerra.
Hablando de música celestial, no hubo sinfonía más maravillosa que la que llenó el aire el 7 de mayo de 1945,
el día que acabó la guerra. Yo estaba en el hospital. Como si obedecieran a una señal, pero de forma
espontánea, las campanas de las iglesias de toda Suiza comenzaron a tañer al unísono, haciendo vibrar el aire
con los repiques jubilosos de la victoria y, por encima de todo, de la paz. Con la ayuda de vanos trabajadores
del hospital, llevé a los pacientes al terrado, uno a uno, incluso a aquellos que no podían levantarse de la
cama, para que pudieran gozar de la celebración.
Fueron momentos que todos compartimos, ancianos, personas débiles y recién nacidos. Algunos de pie, otros
sentados, incluso varios en silla de ruedas o tendidos en camillas, algunos sufriendo intensos dolores. Pero en
aquel momento eso no importaba. Estábamos unidos por el amor y la esperanza, la esencia de la existencia
humana, y para mí fue algo muy hermoso e inolvidable. Lamentablemente, era sólo una ilusión.
Cualquiera que creyera que la vida había vuelto a la normalidad, sólo tenía que entrar en el Servicio de
Voluntarios por la Paz. A los pocos días de terminadas las celebraciones, me llamó el jefe de un contingente de
unos cincuenta voluntarios que planeaban atravesar la frontera de Francia, recién abierta, para reconstruir
Écurcey, una pequeña y antaño pintoresca aldea que había sido destruida casi totalmente por los nazis. Quería
que me uniera a ellos. No podía imaginar nada mejor que dejarlo todo e ir, aunque para lograrlo tendría que
superar muchos obstáculos.
Como es lógico estaba mi trabajo; pero el doctor Weitz, mi principal respaldo, me concedió de inmediato la
excedencia del trabajo en el hospital. En casa la historia fue muy distinta. Cuando saqué el tema durante la
cena, más como un hecho que como petición de permiso, mi padre exclamó que estaba loca, y que además
era ingenua al no pensar en los peligros que arrostraría allí. Mi madre, tal vez pensando en el porvenir más
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previsible de mis hermanas, sin duda deseó que me pareciera más a ellas en lugar de exponerme a los
peligros de las minas terrestres, la escasez de alimentos y las enfermedades. Pero ninguno comprendió mis
deseos. Mi destino, el que fuera, aún estaba muy lejano, en algún lugar del desierto del sufrimiento humano.
Si quería llegar allí, si alguna vez iba a conseguir ayudar a los demás, tenía que ponerme en marcha.
8.. EL SENTIIDO DE MII VIIDA
Parecía una adolescente camino del campamento de vacaciones cuando entré en Écurcey montada en una
vieja bicicleta que alguien encontró en la frontera. Ésa era la primera vez que me aventuraba fuera de las
seguras fronteras suizas, y allí recibí un curso acelerado sobre las tragedias que la guerra había dejado a su
paso. La típica y pintoresca aldea que fuera Écurcey antes de la guerra había sido totalmente arrasada. Por
entre las casas derruidas vagaban sin rumbo algunos jóvenes, todos heridos. El resto de la población lo
formaba en su mayoría personas ancianas, mujeres y un puñado de niños. Había además un grupo de
prisioneros nazis encerrados en el sótano de la escuela.
Nuestra llegada fue un gran acontecimiento. Todo el pueblo salió a recibirnos, entre ellos el propio alcalde, el
cual manifestó que en su vida se había sentido tan agradecido. Yo sentía lo mismo; mi gratitud era inmensa por
la oportunidad de servir a personas que necesitaban asistencia. Todo el grupo de voluntarios vibrábamos de
vitalidad. Rápidamente puse en práctica todo lo que había aprendido hasta ese momento, desde las
elementales técnicas de supervivencia que me había enseñado mi padre en las excursiones por las montañas
hasta los rudimentos de medicina que había aprendido en el hospital. El trabajo era tremendamente
gratificante. Cada día estaba lleno de sentido.
Las condiciones en que vivíamos eran malísimas, pero yo no podría haberme sentido más feliz. Dormíamos en
camastros desvencijados o en el suelo bajo las estrellas. Si llovía nos mojábamos. Nuestras herramientas
consistían en picos, hachas y palas. Una mujer sesentona que iba con nosotros nos contaba historias de
trabajos similares después de la Primera Guerra Mundial, en 1918. Nos hacía sentir bienaventurados por lo que
teníamos, por poco que fuese.
Por ser la más joven de las dos voluntarias, se me encomendó la tarea de cocinar. Puesto que ninguna de las
casas que seguían en pie tenía cocina aprovechable, entre vanos construimos una al aire libre, con un enorme
hornillo de leña. El mayor problema era los alimentos. Las raciones que llevábamos desaparecieron casi en
seguida al distribuirlas por toda la aldea; en la tienda de comestibles, que estaba milagrosamente intacta, no
quedaba nada, aparte del polvo en las estanterías. Varios voluntarios se pasaban todo el día explorando los
bosques y granjas de los alrededores para conseguir alimentos suficientes para una sola comida. En una
ocasión sólo dispusimos de un pescado frito para alimentar a cincuenta personas. Pero compensábamos la
falta de carne, patatas y mantequilla con animada camaradería. Por la noche nos reuníamos a contar historias
y a entonar canciones, con las que, según descubrí después, disfrutaban los prisioneros alemanes desde el
sótano de la escuela. Los días siguientes a nuestra llegada observamos que todas las mañanas sacaban a los
prisioneros y los obligaban a caminar por toda la zona. Cuando volvían, a la caída del sol siempre faltaban uno
o dos. Haciendo preguntas
nos enteramos de que los utilizaban para detectar minas. Los que no volvían habían saltado en pedazos al
pisar una de las minas que ellos mismos habían puesto. Horrorizados, pusimos fin a esa práctica amenazando
con ir caminando delante de los alemanes; convencimos a los aldeanos de que era mejor emplear a los nazis
en los trabajos de construcción.
A excepción de los habitantes de la aldea, nadie odiaba más a los nazis que yo. Si las atrocidades cometidas
en esa aldea no hubieran sido suficientes para atizar mi hostilidad, sólo tenía que pensar en el doctor Weitz
preguntándose en el laboratorio si seguirían con vida sus familiares en Polonia. Pero durante las primeras
semanas que pasé en Ecurcey comprendí que esos soldados eran seres humanos derrotados,
desmoralizados, hambrientos y asustados ante la idea de volar en pedazos en sus campos minados, y me
dieron lástima.
Dejé de pensar que eran nazis y empecé a considerarlos simplemente hombres necesitados. Por la noche les
pasaba pequeñas pastillas de jabón, hojas de papel y lápices a través de los barrotes de hierro de las ventanas
del sótano. Ellos a su vez expresaron sus más hondos sentimientos en conmovedoras cartas a la familia. Yo
las guardé entre mi ropa para enviarlas a sus parientes cuando estuviera de vuelta en casa. Años después, las
familias de esos soldados, la mayoría de los cuales regresó con vida, me hicieron llegar misivas de sincera
gratitud. En realidad, el mes que pasé en Ecurcey, a pesar de las penurias y a pesar de que sentí tener que
abandonar la aldea, no podría haber sido más positivo. Reconstruimos casas, es cierto, pero lo mejor que
dimos a esas personas fue amor y esperanza.
Ellos a su vez confirmaron nuestra creencia de que ese trabajo era importante. Cuando nos marchábamos, el
alcalde se acercó a mí para despedirme, y un anciano achacoso que se había hecho amigo de los voluntarios y
que me llamaba la "cocinenta" me entregó una nota que decía: "Has prestado un maravilloso servicio
humanitario. Te escribo porque no tengo familia. Quiero decirte que, tanto si morimos como si continuamos
viviendo aquí, jamás te olvidaremos. Acepta por favor la profunda y sincera gratitud y amor de un ser humano a
otro." En mi búsqueda por descubrir quién era yo y qué deseaba hacer en la vida, este mensaje me sirvió
muchísimo. La maldad de la Alemania nazi recibió su merecido durante la guerra y cuando ésta terminó sus
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atrocidades continuaron siendo juzgadas. Pero comprendí que las heridas infligidas por la guerra, así como el
consiguiente sufrimiento y dolor experimentados en casi todos los hogares (al igual que los actuales problemas
de violencia, carencia de techo y el sida) no podían curarse a menos que la gente reconociera, como yo y los
voluntarios por la paz, el imperativo moral de cooperar y ayudar.
Transformada por esa experiencia, me resultó difícil aceptar la prosperidad y abundancia de mi hogar suizo. Me
costó mucho reconciliar las tiendas llenas de alimentos y las empresas prósperas con el sufrimiento y la ruina
que había en el resto de Europa. Pero mi familia me necesitaba. Mi padre se había lesionado la cadera, y
debido a eso habían puesto en venta la casa y se disponían a mudarse a un apartamento en Zúrich para estar
más cerca de su oficina. Como mis hermanas se hallaban estudiando en Europa y mi hermano estaba en la
India, yo me ocupé de empacar nuestras pertenencias y de otros detalles.
Tenía sentimientos encontrados. Con tristeza comprendí que había llegado la hora de despedirme de mi
juventud, de esos maravillosos paseos por los viñedos, de mis bailes en mi soleada roca secreta. Al mismo
tiempo, había madurado bastante y me sentía preparada para pasar a la siguiente fase. En resumen, volví a mi
actividad en el laboratorio del hospital. En junio aprobé el examen de aprendizaje y al mes siguiente conseguí
un maravilloso trabajo de investigación en el Departamento de Oftalmología de la Universidad de Zúrich. Pero
mi jefe, el famoso médico y catedrático Marc Amsler, que me confió responsabilidades extraordinarias, entre
ellas asistirlo en las operaciones, sabía que no entraba en mis planes trabajar allí más de un año. No sólo iba a
estudiar en la Facultad de Medicina sino que además continuaba pensando en unirme al Servicio de
Voluntarios por la Paz.
Y estaba la promesa hecha al doctor Weitz. Sí, Polonia seguía formando parte de mis planes.
- Ay, la golondrina emprende el vuelo otra vez —comentó el doctor Amsler cuando presenté mi dimisión
después de que me llamaran del Servicio para encomendarme una nueva tarea.
No se enfadó ni se sintió decepcionado. Durante ese año se había hecho a la idea de mi marcha, ya que
solíamos hablar de mi compromiso con el Servicio de Voluntarios. Observé un destello de envidia en sus ojos.
En los míos brillaba la certeza de una nueva aventura.
Era primavera. El Servicio de Voluntarios se había comprometido a colaborar en la construcción de un campo
de recreo en una contaminada ciudad minera de los alrededores de Mons (Bélgica); el aire allí era viciado y
polvoriento, de modo que el campo de recreo se emplazaría en una colina, donde la atmósfera sería más pura.
Me enteré de que el proyecto databa de antes de la guerra. El jefe de la oficina de ferrocarril de Zúrich donde
compré el billete me dijo que el tren sólo cubría parte del recorrido, pero le aseguré que el resto del camino lo
haría por mi cuenta. Me detuve en París, ciudad que no conocía, y continué a pie o en autostop con mi repleta
mochila, durmiendo en albergues de juventud, hasta llegar a la sucia ciudad minera.
El lugar era deprimente; el aire estaba impregnado de polvo, que lo cubría todo con una fina capa gris. Debido
a los terribles efectos secundarios de la inhalación del polvo de carbón, abundaban las enfermedades
pulmonares, de modo que la esperanza de vida allí apenas pasaba de los cuarenta años, un futuro nada
prometedor para los encantadores niños del pueblo. Nuestra tarea, y el objetivo soñado por el pueblo, era
limpiar una de las colmas eliminando los desechos de las minas, y construir un campo de juegos al aire libre
por encima de la atmósfera contaminada. Con palas y picos trabajábamos hasta que nos dolían los músculos
por el agotamiento, pero los vecinos del pueblo nos ofrecían tantas empanadillas y pasteles que engordé siete
kilos durante las pocas semanas que estuve allí.
También hice importantes contactos. Una noche en que nos reunimos un grupo a cantar canciones populares
después de una abundante cena, conocí al único estadounidense de nuestro grupo. Era bastante joven, y
pertenecía a la secta de los cuáqueros. Le encantó mi inglés chapurreado y me dijo que se llamaba David
Richie. "De Nueva Jersey." Pero yo ya había oído hablar de él. Richie era uno de los voluntarios más famosos,
consagrado en cuerpo y alma a trabajar por la paz. Sus tareas lo habían llevado desde los guetos de Filadelfia
a los lugares más asolados por la guerra en Europa. Hacía poco, me explicó, había estado en Polonia, y estaba
a punto de volver allí.
- ¡Dios mío! Esa era la demostración de que nada ocurre por casualidad.
Polonia.
Aprovechando la ocasión, le conté la promesa que había hecho a mi anterior jefe y le supliqué que me llevara
con él. David reconoció que había muchísima necesidad de ayuda allí, pero me dio a entender que llevarme allí
sería bastante difícil. Era imposible conseguir medios de transporte seguros y no había dinero para comprar
billetes. Aunque yo era pequeña comparada con la mayoría, representaba mucho menos de veinte años y sólo
tenía el equivalente a unos quince dólares en el bolsillo, no presté atención a esos obstáculos.
- ¡Iré a dedo! —exclamé.
Impresionado, divertido y consciente del valor del entusiasmo, me dijo que intentaría hacerme llegar allí.
No me hizo ninguna promesa, sólo dijo que lo intentaría.
Eso casi no importó. La noche anterior a mi salida para mi nueva misión en Suecia me hice una grave
quemadura preparando la cena. Una vieja sartén de hierro se rompió en dos derramándome el aceite caliente
en la pierna, lo que me produjo quemaduras de tercer grado y ampollas. Muy vendada, me puse en marcha de
todos modos, con unas cuantas mudas limpias de ropa interior y una manta de lana por si tenía que dormir al
aire libre. Cuando llegué a Hamburgo, me dolía terriblemente la pierna. Me quité las vendas y comprobé que
las quemaduras estaban infectadas. Aterrada ante la idea de quedarme clavada en Alemania, que era el último
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lugar de la Tierra donde quería estar, encontré un médico que me trató la herida con un ungüento, lo que me
permitió seguir mi camino.
De todas maneras fue penoso. Pero gracias a un voluntario de la Cruz Roja que me vio angustiada en el tren,
llegué cojeando a un hospital bien equipado de Dinamarca. Varios días de tratamiento y deliciosas comidas me
permitieron alcanzar en buena forma el campamento del Servicio de Voluntarios en Estocolmo. Pero ser terca
también sus inconvenientes. Ya sana y restaurada,
Me sentí frustrada por mi nueva tarea, que consistía en enseñar a un grupo de jóvenes alemanes a organizar
sus propios campamentos de Servicio de Voluntarios por la Paz. El trabajo no era nada emocionante. Además,
la mayoría de esos jóvenes me causaron repugnancia al reconocer que habían preferido apoyar a los nazis de
Hitler en lugar de oponerse a ellos por razones éticas, que era lo que, según alegaba yo, deberían haber
hecho. Sospeché que eran unos oportunistas que querían aprovecharse de las tres comidas al día en Suecia.
Pero había otras personas fantásticas. Un anciano emigrado ruso de noventa y tres años se enamoró de mí.
Durante esas semanas estuvo consolándome cuando sentía nostalgia de mi casa y entreteniéndome con
interesantes conversaciones acerca, de Rusia y Polonia. Cuando hubo pasado sin pena ni gloria mi vigésimo
primer cumpleaños, me alegró la vida cogiendo el diario que yo llevaba y escribiendo: "Tus brillantes ojos me
recuerdan la luz del sol. Espero que volvamos a encontrarnos y tengamos la oportunidad de saludar juntos al
sol. Au revoir." Siempre que necesitaba un estímulo, sólo tenía que abrir mi diario en aquella página.
Una vez hecha su impresión, el amable y animado anciano desapareció. La vida estaba dominada por el azar,
pensé. Comprendí que lo único que hay que hacer es estar receptiva a su significado. ¿Le habría ocurrido
algo? ¿Sabría tal vez que se acababa nuestro tiempo? Tan pronto se marchó llegó un telegrama de mi amigo
David Richie. Lo abrí nerviosísima y sentí ese escalofrío de expectación que te recorre cuando todas las
esperanzas y sueños se confirman de pronto. "Betli, vente a Polonia lo más pronto posible", escribía. "Se te
necesita muchísimo." Por fin, pensé. Ningún regalo de cumpleaños podría haber sido mejor.
9.. TIIERRA BENDIITA
Llegar a Varsovia fue difícil. Trabajé para un granjero segando el heno y ordeñando vacas para ganar el dinero
suficiente para mi viaje. Después me fui a dedo hasta Estocolmo, donde conseguí visado y me gasté casi todo
el dinero arduamente ganado en un billete para el barco. Y menudo barco también; tenía todo el casco oxidado,
y los incesantes crujidos no inspiraban la confianza de que lograra llegar a Gdansk (Danzig). Mi billete era de
tercera. Por la noche me acurruqué en un duro banco de madera y soñé con lujos y comodidades, como por
ejemplo una cálida manta y una mullida almohada, y no hice ningún caso de cuatro tíos que merodeaban por la
cubierta en la oscuridad. Estaba demasiado agotada para preocuparme.
Resultó que no había de qué preocuparse. Por la mañana se presentaron los cuatro hombres, todos de
diferentes países del Este, todos médicos. Venían de regreso de un congreso médico. Afortunadamente para
mí, me invitaron a hacer el resto del viaje a Varsovia con ellos. La estación de ferrocarril estaba abarrotada, y el
andén donde se detuvo el tren estaba peor aún. La gente no sólo llevaba enormes cantidades de maletas y
baúles; algunos llevaban también gallinas y gansos, y otros, cabras y ovejas. Parecía una caótica arca de Noé.
Si hubiera ido sola, jamás podría haberme subido al tren. Cuando el convoy llegó, se armó un tremendo
alboroto, pues toda la gente chillaba tratando de embarcar. Uno de los médicos, un húngaro alto y
desmadejado, trepó al techo con la agilidad de un mono y desde allí nos ayudó a subir a los demás. Yo me
agarré a la chimenea cuando sonó el pito y el tren se puso en marcha. No eran los asientos más seguros del
tren, ciertamente, sobre todo cuando entraba en los túneles y teníamos que aplastarnos contra el techo, o
cuando de la chimenea salía un humo negro que nos hacía difícil respirar. Pero cuando el tren se desocupó un
poco pudimos bajar e instalarnos en un compartimiento. Compartiendo la comida y contándonos nuestras
respectivas experiencias, de pronto el viaje nos pareció un verdadero lujo.
Si el viaje a Varsovia fue una aventura, la llegada allí fue algo increíble. Para mis compañeros de viaje era el
lugar donde tenían que cambiar de trenes. Yo, por mi parte, sabía que me encontraba en una encrucijada, el
lugar donde algo tenía que suceder. Con las caras ennegrecidas como un grupo de deshollinadores, nos
despedimos. Después empecé a escudriñar la multitud en busca de señales de mi amigo cuáquero. No había
podido comunicar a nadie la fecha de mi llegada. ¿Sabrían cuándo ir a recogerme a la estación? ¿Adonde
tenía que acudir?
Pero el destino se parece mucho a la fe; ambas cosas exigen una ferviente confianza en la voluntad de Dios.
Miré hacia un lado, miré hacia el otro. No vi a nadie conocido. De pronto, por encima de un mar humano vi
ondear una inmensa bandera suiza. Entonces vi a Richie y a varios otros. Era un milagro que estuvieran allí. ¡El
abrazo que le di! Sus amigos me ofrecieron té caliente y sopa. Jamás alimento alguno me había sabido tan
bien como ése. Tampoco me habría venido mal un largo sueño en una buena cama. Pero nos subimos en la
caja descubierta de un camión y pasamos el resto del día viajando por caminos de tierra, bombardeados y
llenos de baches, en dirección al campamento del Servicio de Voluntarios instalado en la fértil región de
Lucima.
El trayecto me puso de manifiesto la urgencia con que nos necesitaban allí. Habían transcurrido casi dos años
desde el final de la guerra y Varsovia continuaba en ruinas. Bloques enteros de edificios estaban convertidos
en montañas de escombros. Sus habitantes, alrededor de 300.000 personas, vivían ocultos en refugios
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subterráneos; los únicos signos de vida humana se veían por la noche, cuando se elevaba el humo de las
hogueras al aire libre que encendían para cocinar y calentarse. Los pueblos de los alrededores, destruidos por
alemanes y rusos, también estaban arrasados. Familias enteras vivían simplemente en trincheras, como
animales en sus madrigueras. En el campo los árboles estaban talados y el suelo lleno de grandes hoyos
hechos por las bombas.
Cuando llegamos a Lucima, me sentí privilegiada por contarme entre las personas lo bastante fuertes para
asistir a los muchos habitantes del pueblo que necesitaban urgente atención médica. ¿Era posible sentirse de
otra manera? No, no cuando no hay hospital ni servicios médicos y uno se encuentra entre personas aquejadas
de tifoidea y tuberculosis. Los más afortunados simplemente padecían viejas heridas infectadas causadas por
metralla. Los niños morían de enfermedades tan comunes como el sarampión. Pero a pesar de sus problemas,
eran personas maravillosas y generosas.
No hacía falta ser una experta en socorrismo para darse cuenta de que la única manera de abordar una
situación así era arremangarse y comenzar a trabajar. El campamento del Servicio de Voluntarios consistía en
tres enormes tiendas. La mayoría de las noches yo dormía al aire libre, bajo la manta militar de lana que me
mantuvo abrigada en mis viajes a través de Europa. Nuevamente me asignaron el trabajo de cocinera. Nada
me hacía más feliz que convertir latas de plátanos desecados, gansos que nos regalaban, harina, huevos y
cualquier otro ingrediente que hubiera, en sabrosas comidas que fueran del agrado de los voluntarios llegados
de todas partes del mundo y unidos por un único fin.
Cuando llegué ya se habían reconstruido bastantes casas y se estaba construyendo una escuela nueva. Allí
trabajé de albañil, poniendo ladrillos y tejas. Chapurreaba muy mal el polaco, pero cada mañana, mientras
lavaba mi ropa en el río, me daba clases una joven delgadísima que estaba muriendo de leucemia. Habiendo
visto tanto sufrimiento y desgracia en su corta vida, no pensaba que su situación fuera el peor desastre del
mundo. Lejos de ello, en cierto modo aceptaba su destino sin amargura ni rencor. Para ella eso era
sencillamente su vida, o al menos parte de ella. No es necesario decir que me enseñó muchas más cosas que
un nuevo idioma.
Cada día había que ser un factótum. Una vez contribuí a apaciguar al alcalde y a un grupo de personalidades
del pueblo que protestaban porque habíamos construido sin los permisos oficiales, es decir, sin haberles
"untado" a ellos. Otra vez ayudé a parir a la vaca de un granjero.
Los trabajos eran de lo más heterogéneo. Una tarde estaba colocando ladrillos en una pared de la escuela
cuando un hombre se cayó y se hizo una buena herida en la pierna. En circunstancias normales la herida
habría necesitado varios puntos. Pero allí sólo estábamos yo y una polaca que se apresuró a coger un puñado
de tierra y se lo aplicó a la herida. Yo salté del techo gritando "¡No, que se le va a infectar!"
Pero esas mujeres eran como chamanes. Practicaban una medicina popular antiquísima y terrenal, como la
homeopatía, y sabían exactamente lo que hacían.
De todos modos se quedaron admiradas cuando yo le até la pierna para detener la hemorragia. Desde
entonces comenzaron a llamarme "doctora Pañi". Yo intenté explicar que no era médico, pero nadie logró
convencerlas, ni yo misma.
Hasta ese momento todas las necesidades médicas eran atendidas por dos mujeres, Hanka y Danka. Eran
personas enérgicas y francas, fabulosas, a quienes llamaban Feldsckers. Las dos habían colaborado con la
resistencia polaca en el frente ruso, donde habían aprendido los rudimentos de la medicina de campo y habían
visto todos los tipos posibles de heridas, lesiones, enfermedades y horrores. Para qué decir que no se
arredraban ante nada.
Cuando se enteraron de que yo había detenido la hemorragia en la pierna del hombre, me hicieron preguntas
acerca de mi formación. En cuanto oyeron la palabra "hospital", me acogieron como a una de ellas. Desde
entonces llevaban a los enfermos y lesionados al edificio que estábamos construyendo para que yo los
examinara.
Me veía ante todo tipo de males, desde infecciones a extremidades que había que amputar. Yo hacía todo lo
que podía, aunque muchas veces no era más que un buen abrazo lleno de cariño.
Un día me hicieron un regalo increíble. Era una cabana de troncos con dos habitaciones. La habían limpiado,
habían instalado una cocina de leña y unos cuantos estantes, y decidieron que ésa sería una clínica donde las
tres podríamos tratar a los pacientes. Y ahí acabó mi trabajo en la construcción.
No sé si lo que hice a continuación fue ejercer la medicina o rezar pidiendo milagros. Todas las mañanas se
formaba una cola de veinticinco a treinta personas fuera de la clínica. Algunas habían caminado durante días
para llegar allí. Con frecuencia tenían que esperar horas. Si estaba lloviendo, se les permitía aguardar en la
habitación que normalmente reservábamos para los gansos, pollos, cabras y otras aportaciones que hacía la
gente a nuestro campamento en lugar de dinero. La otra habitación la usábamos para intervenciones
quirúrgicas. Teníamos poco instrumental, pocos remedios y nada de anestesia. Sin embargo, he de decir que
realizamos muchas operaciones osadas y complicadas. Amputábamos extremidades, extraíamos metralla,
asistíamos a parturientas. Un día se presentó una mujer embarazada a la que se le había formado un tumor del
tamaño de un pomelo. Se lo abrimos, sacamos el pus y nos esmeramos en eliminar el quiste. Cuando la
hubimos tranquilizado diciéndole que el bebé estaba muy bien, se levantó y se fue a casa.
La resistencia de aquella gente no tenía límites. Su valentía y voluntad de vivir me causaron una profunda
impresión. A veces atribuía el elevado índice de recuperación a esa sola determinación. Comprendí que la
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esencia de su existencia, y de la existencia de toda criatura humana, era simplemente continuar viviendo,
sobrevivir.
Para alguien que en otro tiempo había escrito que su objetivo era descubrir el sentido de la vida, ésa fue una
profunda lección.
La prueba más difícil se me presentó una noche cuando Hanka y Danka estaban fuera; habían ido a atender
unas urgencias en pueblos cercanos y yo estaba a cargo de la clínica.
Era mi primer vuelo a solas. Y en qué circunstancias: se nos habían agotado todas las provisiones médicas. Si
ocurría algo, tendría que improvisar. Por suerte el día estuvo tranquilo y la noche se presentaba
seductoramente agradable. Me enrollé en mi manta pensando: "Ah, nada me va a despertar esta noche. Por
una vez voy a disfrutar de una buena noche de sueño."
Pero pensar eso me trajo mala suerte. Alrededor de la medianoche oí algo que me pareció el llanto de un niño
pequeño. Me negué a abrir los ojos, tal vez era un sueño. Y si no era un sueño, ¿qué? Los pacientes solían
llegar a cualquier hora, incluso por la noche. Si los atendía a todos, jamás habría dormido ni un momento, así
que fingí que dormía.
Pero volví a oírlo. Era el lloro de un niño pequeño, un gemido suplicante, impotente, que no cesaba; después
una inspiración ronca, una dolorosa inspiración de aire.
Reprendiéndome por ser tan blanda, abrí los ojos. Tal como lo temía, no estaba soñando. Iluminada por la
suave luz de la luna llena, había una campesina sentada a mi lado. Se había envuelto en una manta.
Ciertamente los gemidos no provenían de ella. Cuando me incorporé, volví a oír el ronco vagido y vi que
acunaba a un niño pequeño en los brazos. Lo observé lo mejor que pude mientras trataba de mantener los ojos
abiertos; sí, era un niño. Después miré a la madre. Ella me pidió disculpas por despertarme a aquellas horas,
pero me explicó que había caminado desde su pueblo tan pronto como se enteró de que había unas señoras
doctoras que ponían bien a las personas enfermas.
Le toqué la frente al pequeño, que tendría unos tres años. Ardía de fiebre. Observé ampollas alrededor de la
boca y en la lengua, y señales de deshidratación. Síntomas de una cosa: fiebre tifoidea. Desgraciadamente era
muy poco lo que yo podía hacer. No teníamos medicamentos. Se lo expliqué con un encogimiento de hombros.
- Nada —le dije—. Lo único que puedo hacer es invitarla a la clínica y preparar una taza de té caliente.
Agradecida, me acompañó al interior de la clínica. Mientras su hijo se esforzaba por respirar, me miró fijamente
como sólo una madre sabe mirar. Callada, triste, suplicante, con unos ojos negros que reflejaban
profundidades inimaginables de aflicción.
- Tiene que salvarlo —me dijo con naturalidad. Yo negué con la cabeza, en actitud resignada. —No, tiene que
salvar a mi último hijo —insistió. Entonces, sin el menor estremecimiento de emoción, explicó—: Es el último de
mis trece hijos. Todos los otros murieron en Maidanek, el campo de concentración. Pero éste nació allí. No
quiero que muera, ahora que hemos salido de allí.
Aun en el caso de que esa pequeña clínica hubiera sido un hospital totalmente equipado, había pocas
probabilidades de salvar al niño. Pero no quise parecer una idiota impotente. Esa mujer ya había soportado
suficientes crueldades. Si de alguna manera había logrado aferrarse a una esperanza mientras toda su familia
era asesinada en las cámaras de gas, entonces yo también tenía que apelar a todas mis fuerzas.
Así pues, me devané los sesos durante un rato e ideé un plan. Había un hospital en Lublin, una ciudad que
estaba a unos 30 kilómetros de distancia. Aunque el campamento no podía proporcionar medios de transporte,
podíamos caminar. Si el niño sobrevivía al trayecto, tal vez podríamos convencer al personal del hospital de
que lo admitieran.
El plan era arriesgado. Pero la mujer, sabiendo que era la única opción, cogió al niño en sus brazos y me dijo:
—De acuerdo, vamos.
Durante 30 kilómetros hablamos y nos turnamos para llevar al niño, que no estaba nada bien. A la salida del sol
llegamos a las altas puertas de hierro del enorme hospital de piedra. Estaban cerradas con llave, y un guardia
nos dijo que no admitían a más pacientes. ¿Habíamos caminado los 30 kilómetros para nada? Miré al niño que
por momentos perdía y recuperaba el conocimiento. No, ese esfuerzo no sería en vano. Tan pronto divisé a
alguien que parecía ser médico, moví los brazos para llamarle la atención. De mala gana el médico tocó al
niño, le tomó el pulso y llegó a la conclusión de que no había esperanzas.
- Ya tenemos enfermos en camas puestas en los cuartos de baño —explicó—. Puesto que este niño no va a
poder salvarse, no tiene sentido admitirlo.
Repentinamente me convertí en una mujer agresiva y furiosa.
- Soy suiza —le dije moviendo el índice bajo su nariz—, caminé e hice autostop para venir a Polonia a ayudar
al pueblo polaco. Atiendo yo sola a cincuenta pacientes diarios en una diminuta clínica en Lucima. Ahora he
hecho todo este trayecto para salvar a este niño. Si no lo admite, volveré a Suiza y le diré a todo el mundo que
los polacos son la gente más insensible del mundo, que no sienten amor ni compasión, y que un médico polaco
no se apiadó de una mujer cuyo hijo, el último de trece, sobrevivió a un campo de concentración.
Eso dio resultado. A regañadientes, el médico estiró los brazos para coger al pequeño y accedió a admitirlo,
pero con una condición: la madre y yo teníamos que dejarlo allí durante tres semanas.
- Pasadas tres semanas el niño o bien va a estar enterrado o estará lo suficientemente recuperado para que se
lo lleven—dijo.
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Sin detenerse a pensar, la madre bendijo a su hijo y se lo entregó al médico. Había hecho todo lo que era
humanamente posible, y yo noté su alivio cuando el médico y el niño entraron en el hospital. Cuando los
perdimos de vista, le pregunté:
- ¿Qué desea hacer ahora?
- Volver con usted a ayudarla —contestó.
Se convirtió en la mejor ayudante que he tenido en mi vida. Hervía mis tres preciadas jeringas en un pequeño
cazo, lavaba las vendas y las ponía a secar al sol, barría la clínica, ayudaba a preparar las comidas e incluso
sujetaba a los pacientes cuando había que practicarles alguna incisión. De intérprete a enfermera o cocinera,
no había función que no desempeñara.
Una mañana al despertar comprobé que había desaparecido.
Al parecer, durante la noche se había ido a hurtadillas sin dejar ni una nota ni despedirse. Me sentí al mismo
tiempo desconcertada y desilusionada. Pero varios días después comprendí lo sucedido. Habían transcurrido
las tres semanas desde que lleváramos al niño al hospital de Lublin. Inmersa como estaba en el trabajo diario,
yo no había llevado la cuenta, pero ella había contado cada día.
Pasada una semana, al despertar después de una noche bajo las estrellas, encontré un pañuelo en el suelo
junto a mi cabeza. Estaba lleno de tierra.
Imaginándome que se trataría de una de esas cosas supersticiosas que ocurrían todo el tiempo, lo coloqué en
un estante de la clínica y lo olvidé, hasta que una de las mujeres del pueblo me instó a soltar los nudos y mirar
dentro. Claro, junto con la tierra encontré una nota dirigida a la "doctora Pañi". La nota decía: "De la señora W.,
cuyo último de sus trece hijos usted ha salvado, tierra polaca bendita."
Ah, o sea que el niño estaba vivo.
Una gran sonrisa me iluminó la cara.
Volví a leer la última línea de la nota: "Tierra polaca
bendita." Entonces lo comprendí todo. Después de marcharse a medianoche, esa mujer había caminado los
30 kilómetros hasta el hospital y recogido a su hijo, vivo y recuperado. Desde Lublin lo llevó a su pueblo,
recogió un puñado de tierra de su casa y buscó a un sacerdote para que la bendijera. Dado que los nazis
habían exterminado a la mayoría de los sacerdotes, estoy segura de que tuvo que caminar bastante para
encontrar uno. Ahora esa tierra era especial, bendecida por Dios. Después de dejarme su regalo se volvió a
casa. Cuando comprendí todo esto, esa pequeña bolsita se convirtió en el más preciado regalo que había
recibido en mi vida. Y aunque en esos momentos no tenía forma de saberlo, pronto me salvaría también la
vida.
10.. LAS MARIIPOSAS
Yo hablo de amor y compasión, pero la mayor enseñanza sobre el sentido de la vida la recibí en mi visita a un
sitio donde se cometieron las peores atrocidades contra la humanidad.
Antes de marcharme de Polonia asistí a la ceremonia de inauguración de la escuela que habíamos construido.
Desde allí viajé a Maidanek, uno de los infames laboratorios de muerte de Hitler. Algo me impulsó a ir a ver con
mis propios ojos uno de esos campos de concentración; tenía la impresión de que verlo me serviría para
entenderlo.
Ya conocía de oídas ese lugar. Allí fue donde mi amiga polaca perdió a su mando y a doce de sus trece hijos.
Sí, sabía muy bien lo que era.
Pero verlo personalmente fue diferente.
Las puertas de entrada a ese enorme recinto estaban derribadas, pero aún quedaban escalofriantes restos de
su ominoso pasado donde murieron más de 300.000 personas. Vi las alambradas de púa, las torres de
vigilancia y las muchas hileras de barracas donde hombres, mujeres y niños pasaron sus últimos días y horas.
También había varios vagones de ferrocarril. Me asomé a mirar; la visión era horrorosa. Algunos estaban llenos
de cabellos de mujer, que habrían sido enviados a Alemania para convertirlos en ropa de invierno. En otros
había gafas, joyas, anillos de boda y esas chucherías que la gente lleva por motivos sentimentales. En el último
vagón que miré había ropas de niño, zapamos de bebé y juguetes.
Bajé de allí estremecida. ¿Puede ser tan cruel la vida? El hedor procedente de las cámaras de gas, el
inequívoco olor de la muerte que impregnaba el aire, me proporcionó la respuesta. Pero ¿por qué? ¿Cómo era
posible eso?
Me resultaba inconcebible. Caminé por el recinto, llena de incredulidad. Me preguntaba: "¿Cómo es posible que
los hombres y mujeres puedan hacerse esto entre ellos?" Llegué a las barracas. "¿Cómo estas personas,
sobre todo las madres e hijos, pudieron sobrevivir a las semanas y días anteriores a su muerte segura?" Dentro
de las barracas vi camastros de madera, casi pegados unos con otros en cinco hileras a lo largo de la barraca.
En las paredes estaban grabados nombres, iniciales y dibujos. ¿Qué instrumentos utilizaron para hacerlos?
¿Piedras? ¿Las uñas? Los observé más detenidamente y noté que había una imagen que se repetía una y otra
vez. Mariposas.
Había dibujos de mariposas dondequiera que mirara. Algunos eran bastante toscos, otros más detallados. Me
era imposible imaginarme mariposas en lugares tan horrorosos como Maidanek, Buchenwald o Dachau. Sin
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embargo, las barracas estaban llenas de mariposas. En cada barraca que entraba, mariposas. "¿Por qué?
¿Por qué mariposas?"
Seguro que debían de tener un significado especial, pero ¿cuál? Durante los veinticinco años siguientes me
hice esa pregunta y me odié por no encontrar una respuesta.
Salí de allí impresionada por el horror de ese lugar. No entendía entonces que esa visita era una preparación
para el trabajo de mi vida. En esos momentos sólo me interesaba comprender cómo es posible que los seres
humanos puedan actuar tan sanguinariamente contra otros seres humanos, sobre todo con niños inocentes.
De pronto una voz interrumpió mis pensamientos, la voz clara, tranquila y reposada de una joven que me dio
una respuesta. Se llamaba Golda.
- Tú también serías capaz de hacer eso —me dijo.
Sentí deseos de protestar, pero estaba tan sorprendida que no se me ocurrió qué decir.
- Si hubieras sido criada en la Alemania nazi —añadió después.
"¡Yo no!", deseé gritar. Yo era pacifista, me había criado en una familia honorable y en un país pacífico. Jamás
había conocido la pobreza, ni el hambre ni la discriminación. Golda leyó todo eso en mis ojos.
- Te sorprendería ver todo lo que eres capaz de hacer —me contestó—. Si hubieras sido criada en la Alemania
nazi, fácilmente podrías haberte convertido en el tipo de persona capaz de hacer eso. Hay un Hitler en todos
nosotros.
Yo deseaba comprender, no discutir, de modo que, como era la hora de comer, invité a Golda a compartir mi
bocadillo. Tenía más o menos mi misma edad y era bellísima. En otro ambiente podríamos haber sido amigas,
compañeras de colegio o de trabajo. Mientras comíamos me explicó cómo había llegado a formarse esa
opinión.
Alemana de nacimiento, tenía doce años cuando la Gestapo se presentó en la empresa de su padre y se lo
llevó. Jamás volvieron a verlo. Tan pronto como se declaró la guerra, el resto de su familia, con ella y sus
abuelos, fueron deportados a Maidanek. Un día los guardias les ordenaron a todos ponerse en fila, tal como
ellos habían visto hacer a tanta gente que jamás había vuelto. Los hicieron desnudarse y los metieron en la
cámara de gas. La gente gritaba, lloraba, suplicaba y oraba, pero en vano; allí no había oportunidad de
sobrevivir, ni esperanza ni dignidad. Los empujaron a una muerte peor que la de cualquier animal en el
matadero. Golda, esta preciosa jovencita, fue la última que trataron de empujar al interior de la atiborrada
cámara antes de cerrar la puerta y dar el gas. Por un milagro, por alguna intervención divina, no pudieron cerrar
la puerta porque no cabía nadie más. Había demasiada gente. Para cumplir la cuota diaria de muertos, los
guardias simplemente la sacaron y la empujaron al aire libre. Puesto que ya estaba en la lista de muertos,
supusieron que había sucumbido y jamás volvieron a llamarla para incorporarla a las siguientes filas. Gracias a
ese excepcional descuido, salvó la vida.
Después tuvo poco tiempo para llorar la pérdida de su familia; la mayor parte de su energía la consumía en la
tarea básica de continuar viva. Con dificultad se las arregló para sobrevivir al invierno polaco, encontrar
suficiente alimento y evitar enfermedades como el tifus o incluso un simple resfriado; si enfermaba no iba a ser
capaz de cavar pozos o quitar la nieve con palas, a consecuencia de lo cual la enviarían nuevamente a la
cámara de gas.
Para animarse se imaginaba que el campo iba a ser liberado. Dios la había escogido, pensaba, para sobrevivir
y contarle a las generaciones futuras las barbaridades que había visto allí.
Eso fue suficiente, me explicó, para sostenerla durante la parte más ardua del frío invierno. Cuando se sentía
desfallecer, cerraba los ojos y se imaginaba los
gritos de sus amigas que habían sido usadas de cobayas en experimentos realizados por los médicos del
campo, violadas por los guardias y con frecuencia ambas cosas, y entonces se decía: "Debo vivir para
contárselo al mundo. Debo vivir para contar los horrores que ha cometido esta gente." Y así alimentaba su odio
y resolución de continuar viva hasta que llegaran los Aliados.
Después, cuando el campo fue liberado y se abrieron las puertas, se sintió paralizada por la rabia y amargura
que la atenazaba. No logró verse dedicando el resto de su valiosa vida a vomitar odio.
- Como Hitler —me dijo—. Si dedicara mi vida, que me fue perdonada, a sembrar las semillas del odio, no me
diferenciaría en nada de él. Sería simplemente otra víctima más que intenta propagar más y más odio. La única
manera como podemos encontrar la paz es dejar que el pasado sea el pasado.
A su modo contestaba así a todas las preguntas que me habían pasado por la cabeza al estar en Maidanek.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de la capacidad del hombre para el salvajismo. Pero sólo había
que ver ese vagón con zapatitos de bebé o sentir el hedor de la muerte que se cernía en el aire como un
fantasmal paño mortuorio para comprender la inhumanidad de que es capaz el hombre. Pero claro, ¿cómo
explicarse que Golda, una persona que había experimentado esa crueldad, eligiera perdonar y amar?
Ella lo explicó diciendo:
- Si yo logro que una sola persona cambie los sentimientos de odio y venganza por los de amor y compasión,
entonces he sido digna de sobrevivir.
Lo comprendí y me marché de Maidanek transformada para siempre. Me sentí como si mi vida hubiera
comenzado de nuevo.
Todavía deseaba estudiar en la Facultad de Medicina, pero decidí que la finalidad de mi vida era procurar que
las generaciones futuras no crearan a otro Hitler. Lógicamente, primero tenía que volver a casa.
27
El regreso a Suiza fue tan peligroso como todo lo que había hecho los meses anteriores. En lugar de volver
inmediatamente, decidí conocer algo de Rusia. Viajé sola. Sin dinero ni visado, metí en mi mochila la manta,
las pocas ropas que tenía y mi bolsita con tierra polaca y emprendí el camino en dirección a Bialystok. Al caer
la noche ya había atravesado kilómetros de campo sin ver un alma ni señales del temido ejército ruso, que era
lo único que me preocupaba; me dispuse a acampar en una verde colina. Jamás me había sentido tan sola,
como un puntito en el planeta contemplando los miles de millones de estrellas.
Pero eso sólo duró un momento. Antes de que me envolviera en la manta se me acercó una anciana ataviada
con un vestido de colores muy vistosos y muchos faldones. Apareció como salida de la nada. Me llamaron la
atención las bufandas y joyas que llevaba, me parecieron fuera de lugar. Pero claro, ése era territorio rural
ruso, un lugar misterioso, místico y lleno de secretos. En ruso, que poco entendí, se ofreció a leerme las cartas,
al parecer interesada en hacerse con algún dinero. Indiferente a las fantasías que sin duda me diría, yo traté de
explicarle, con palabras rusas y polacas acompañadas por gestos, que lo que de verdad necesitaba era
compañía humana y algún lugar seguro donde pasar la noche, si ella me podía ayudar.
Sonriendo me dio la única respuesta posible: "el campamento gitano".
Fueron cuatro días extraordinarios de cantos, bailes y compañerismo. Antes de ponerme en marcha
nuevamente, les enseñé una canción popular suiza. Me la cantaron de despedida mientras yo me sujetaba la
mochila y me alejaba para desandar el camino hacia Polonia. Durante el trayecto fui reflexionando sobre la
increíble experiencia de encontrarme con personas totalmente desconocidas a media noche, personas que no
tenían otro lenguaje en común conmigo que el amor y la música en el corazón, capaces de comunicarse con
tanta profundidad y sentirse como hermanos en tan poco tiempo. Me marché de allí con la sensación de
esperanza de que el mundo podría recomponerse por sí solo después de la guerra.
Cuando llegué a Varsovia, los cuáqueros me consiguieron una plaza en un avión militar estadounidense que
llevaba a personajes importantes a Berlín. Desde allí pensaba coger un tren a Zúrich. Envié un telegrama a mi
familia diciéndole cuándo llegaría a casa. "A tiempo para la cena", escribí entusiasmada, saboreando
anticipadamente una de las exquisitas comidas de mi madre y una buena noche de sueño en mi mullida cama.
Pero los peligros aumentaron en Berlín. Los soldados rusos no permitían que nadie que no tuviera sus
credenciales en regla pasara de su sector de la ciudad (el que después sería de Alemania Oriental) al ocupado
por los británicos. Por la noche, la gente desaparecía de las calles con la esperanza de escapar, al menos
temporalmente, del miedo y la tensión que eran tremendamente palpables. Ayudada por desconocidos
conseguí llegar al puesto de control fronterizo, donde estuve horas, cansada, hambrienta y con el estómago
descompuesto. Cuando comprendí que me sería imposible pasar sola, me acerqué a un oficial británico que
conducía un camión y lo convencí de que me llevara oculta dentro de una caja de madera de 60 por 90
centímetros hasta una región más segura cerca de Hildesheim.
Durante las ocho horas siguientes viajé encogida en posición fetal, concentrada en la perentoria advertencia
que el oficial me hizo antes de cerrar la tapa con clavos: "Por favor, no hagas el menor ruido. Ni una tos, ni un
suspiro, ni una respiración fuerte, nada, hasta que vuelva a quitar esta tapa."
En cada parada retenía el aliento, pensando aterrada que si movía un dedo sería mi último movimiento.
Recuerdo cómo me cegó la luz cuando por fin se levantó la tapa. Jamás había visto una luz más brillante. El
alivio y la gratitud que sentí cuando le vi la cara al oficial británico fueron acompañados por oleadas de náuseas
y de debilidad que me recorrieron todo el cuerpo después de que él me ayudara a salir de mi escondite.
Decliné su amable invi tación a compartir con él una buena comida en el casino de oficiales y emprendí el
camino rumbo a casa. Por la noche dormí envuelta en la manta en un cementerio y a la mañana siguiente
desperté aún más descompuesta que antes. No tenía alimentos ni medicamentos. En la mochila encontré mi
envoltorio con tierra polaca, lo único que no me habían robado aparte de la manta, y supe que de algún modo
conseguiría salir de ésa.
Me las arreglé para levantarme, terriblemente dolorida, y me fui cojeando por el camino de gravilla. No sé cómo
conseguí caminar durante varias horas. Finalmente, me desplomé en una pradera en las lindes de un espeso
bosque. Sabía que estaba muy enferma, pero lo único que podía hacer era rezar. Muerta de hambre y sudando
de fiebre se me nubló el entendimiento. En mi delirio me pasaban por la mente imágenes y visiones de mis
últimas experiencias, la clínica de Lucima, las mariposas de Maidanek y la chica Golda.
Ay, Golda, tan hermosa, tan fuerte.
Una vez, cuando abrí los ojos, me pareció ver a una niña que iba en bicicleta comiendo un bocadillo. Se me
retorció el estómago de hambre. Por un instante contemplé la idea de arrebatarle el bocadillo de las manos.
Ignoro si la niñita era real o no, pero en cuanto tuve aquella ocurrencia oí las palabras de Golda: "Hay un Hitler
en todos nosotros." En ese momento lo comprendí; sólo depende de las circunstancias.
En este caso las circunstancias estuvieron de mi parte. Una anciana pobre me vio durmiendo cuando salió a
recoger leña para el fuego. No sé cómo me llevó en carreta hasta un hospital alemán cerca de Hildesheim.
Durante varios días estuve medio inconsciente; a ratos recuperaba el conocimiento. Durante uno de esos
períodos de claridad oí hablar de una epidemia de tifus que estaba diezmando a las mujeres. Imaginándome
que estaba entre ese malhadado grupo, pedí papel y lápiz para escribir a mi familia, por si no volvía a verlos
jamás.
Pero estaba demasiado débil para escribir. Les pedí ayuda a mi compañera de habitación y a la enfermera,
pero las dos se negaron. Las muy fanáticas creían que yo era polaca. Era el mismo tipo de prejuicio que vería
cuarenta años más tarde con los enfermos de sida. "Que se muera la cerda polaca", decían con repugnancia.
28
Ese prejuicio casi me mató. Esa noche sufrí un espasmo cardíaco y nadie quiso atender a la chica "polaca"; mi
pobre cuerpo, que sólo pesaba cuarenta kilos, ya no tenía fuerzas para luchar más. Acurrucada en la cama, fui
decayendo rápidamente. Por fortuna, el médico de turno de esa noche se tomaba en serio su juramento
hipocrático. Antes de que fuera demasiado tarde me puso una inyección de estrofantina, el tónico cardíaco. Por
la mañana ya me sentí casi tan bien como cuando saliera de Lucima. Me había vuelto el color a las mejillas. Me
pude sentar y tomar el desayuno.
- ¿Cómo está mi niña suiza esta mañana? —me Preguntó el doctor cuando se marchaba.
- ¡Suiza! En cuanto las enfermeras y mi compañera de habitación oyeron que era suiza y no polaca cambiaron
su actitud. De pronto se desvivieron por atenderme. Lo que son los prejuicios, ¡demonios!
Pasadas varias semanas, después de disfrutar de un muy necesario descanso y de alimentarme bien, me
marché. Pero antes de irme les conté a mi compañera de habitación y a la enfermera la historia del envoltorio
con tierra polaca que llevaba en la mochila.
- ¿ Lo entendéis ? —les expliqué—. No hay ninguna diferencia entre la madre de un niño polaco y la madre de
un niño alemán.
El trayecto en tren hasta Zúrich me dio tiempo para reflexionar sobre las increíbles enseñanzas que había
recibido durante los ocho meses pasados. Ciertamente volvía a casa más sabia y más conocedora del mundo.
Mientras el tren traqueteaba sobre los raíles, ya me imaginaba contándoles todo a mi familia, lo de las
mariposas y la niña judía polaca que me descubrió que había un Hitler en todos nosotros; lo de los gitanos
rusos que me demostraron que el amor y la fraternidad trascienden el idioma y la nacionalidad; lo de los
desconocidos, como la anciana pobre que había salido a recoger leña y se tomó la molestia de llevarme a
tiempo al hospital.
Muy pronto estuve sentada ante la mesa cenando con mis padres, contándoles todos los horrores que había
visto, y todos los motivos, mucho más numerosos, que teníamos para albergar esperanza.
29
SEGUNDA PARTE
““EL OSO””
11.. EN CASA PARA CENAR
Afortunadamente existen jefes como el catedrático Amsler. Era un excelente cirujano oftalmólogo, pero esa
pericia se veía superada por los rasgos que lo convertían en un admirable ser humano: la comprensión y la
compasión. Yo aún no llevaba cumplido un año trabajando en el hospital de la universidad cuando me permitió
marcharme para colaborar en otras tareas como voluntaria, y cuando volví a aparecer me acogió en mi antiguo
puesto. "Debe de haber llegado el invierno, porque la golondrina ha vuelto a casa", comentó cuando llegué.
Mi viejo laboratorio en el sótano me pareció un paraíso. Reanudé el mismo trabajo y la investigación. Pero
pronto el doctor Amsler se dio cuenta de que yo había cambiado y que era capaz de hacer frente a más
responsabilidades. Me destinó al sector de niños. Allí hacía pruebas a los niños que estaban perdiendo la vista
para detectar si se trataba de oftalmía simpática o de un tumor maligno. Mi método para tratarlos era diferente
del de sus padres y médicos. Hablaba francamente con ellos, los escuchaba expresar su temor de quedar
ciegos y observaba con qué franqueza reaccionaban. También allí estaba adquiriendo saberes que me serían
útiles después.
Me encantaba mi trabajo en el laboratorio del sótano con esas personas que padecían afecciones oculares. El
trabajo llevaba horas; había muchas mediciones y pruebas que hacer. Nos exigía pasar largos períodos juntos
en la oscuridad, lo que era perfecto para conversar. Incluso los más reservados, desconfiados y tímidos se
sinceraban conmigo en ese ambiente íntimo. Yo sólo era una técnica de laboratorio de veintitrés años, pero
aprendí a escuchar como una psiquiatra mayor y más experimentada.
Todo lo que hacía reforzaba mis deseos de estudiar medicina. No veía el momento de aprobar el Matura, el
difícil examen de admisión a la universidad; hice planes para asistir a clases vespertinas a fin de preparar las
asignaturas que tenía pendientes, tales como literatura alemana, francesa e inglesa, geometría, trigonometría,
y la más temida de todas, latín.
Pero llegó el verano y su cálida brisa me trajo noticias del Servicio de Voluntarios por la Paz. Un grupo de
voluntarios estaba construyendo un camino de acceso a un hospital de Recco, en Italia. Necesitaban
urgentemente una cocinera. Ni siquiera tuvieron que preguntarme si me interesaba, porque varios días
después ya estaba trabajando con un pico durante el día y cantando alrededor de una hoguera por la noche en
la Riviera italiana. Nada habría sido para mí más satisfactorio. Mi encantador profesor Amsler me había
garantizado que podía volver a mi trabajo, y mis padres habían dado su aprobación. Ya se habían
acostumbrado a mi modo de ser.
Sólo se me impuso una condición. Cuando estaba a punto de marcharme, mi padre me prohibió viajar al otro
lado del Telón de Acero. Lo consideraba peligroso y se imaginaba que yo podía desaparecer.
- Si cruzas el Telón de Acero dejarás de ser hija mía —me advirtió, con la intención de impedírmelo
imponiéndome el peor de los castigos.
- Sí, señor —contesté.
Qué tontería, pensaba yo. ¿Para qué preocuparse tanto si yo iba a pasar el verano en Italia?
Pero había buenos motivos. Nos consagramos con tanto denuedo a construir aquel camino que estuvo
terminado en un periquete, y a continuación en el Servicio de Voluntarios me eligieron a mí para la urgente
tarea de reunir a dos niños con sus padres que estaban en Polonia. La madre era suiza y el padre polaco, y no
podían salir del país. Mi trabajo anterior allí me convertía en la mejor candidata para la misión; conocía el
idioma, sabía cómo arreglármelas allí y no tenía aspecto sospechoso. Yo acababa de recorrer a dedo todas las
principales ciudades italianas para admirar sus increíbles obras de arte. Una aventura más antes de que
acabara el verano me sentaría de maravilla; y la oportunidad de volver a ver Polonia. Era un regalo del cielo.
Los niños, un chico de ocho años y una chica de seis, me esperaban en Zúrich. Antes de recogerlos pasé por
mi casa para descansar un poco, tomar un refrigerio y coger nuevas mudas de ropa. Si hubiera estado mi
madre, tal vez me habría evitado problemas posteriores, pero no había nadie en casa. Olvidando la prohibición
de mi padre dejé una nota con un breve saludo y una explicación de mis planes.
En la estación, el jefe del Servicio de Voluntarios de Zúrich añadiría una nueva tarea a mi misión; me pidió que
fuera a Praga a comprobar las condiciones en que se encontraba un orfanato. A pesar del riesgo, acepté. Y
cualquier temor que hubiera sentido acerca de los posibles peligros se desvaneció durante el viaje tranquilo y
sin incidentes hasta Varsovia. Una vez allí, y pese al dominio comunista, entregué los niños a sus padres y
después me dediqué a curiosear por la ciudad hasta avanzada la noche. Me sorprendió agradablemente ver
caras sonrientes, flores en los mercados y muchos más alimentos que los que había visto allí hacía dos años.
Praga presentaba una imagen muy diferente. Antes de atravesar las barreras levantadas en las afueras de la
ciudad uno debía someterse a un minucioso y humillante registro; tuve que desnudarme, como si fuera una
delincuente. Los desagradables guardias incluso me robaron el paraguas y otras pertenencias. Fue la primera
vez en todos mis viajes que pasé miedo. En cuanto a la ciudad, guardo un mal sabor de negatividad y
desconfianza de todos los lugares que visité. Tiendas vacías, caras tristes y ni una sola flor a la vista. Habían
ahogado todo el espíritu.
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El orfanato resultó ser una pesadilla. Se me partió el corazón de pena por los niños que vivían allí. Su situación
era repugnante; sucios, mal alimentados y, lo peor de todo, desprovistos por completo de cariño. En todo caso,
yo no podía hacer nada. Los policías no se apartaron de mí durante toda la visita, y por último me dijeron
claramente que no era bienvenida allí.
Aunque me sentí furiosa, no era ninguna tonta. No había manera de combatir contra el potente ejército che-co
y ganar. Pero tampoco no iba a huir derrotada. Antes de salir del orfanato vacié mi mochila y regalé toda mi
ropa, zapatos, mantas y todo lo demás que llevaba. Durante el corto viaje de regreso a Zúnch pensé que ojalá
hubiera podido hacer más en Praga, pero me consolé con la vislumbre de esperanza que quedaba en
Varsovia.
"Jejdje Polsak nie ginewa", entoné en voz baja. "Polonia aún no está perdida. No, Polonia aún no está perdida."
Como todos los hijos, siempre me emocionaba volver a casa después de un viaje, particularmente de ése.
Cuando llegué a la puerta del apartamento, que no era capaz de contener los exquisitos efluvios de las
deliciosas comidas de mi madre, oí una animada conversación en medio del ruido de platos y fuentes. La voz
más alta, que hacía muchísimo tiempo que no oía, me hizo brincar de alegría; era la de mi hermano. Ernst
llevaba años viviendo en Paquistán y la India. Nuestra comunicación había sido por correo y muy superficial, lo
que convertía su excepcional visita en algo muy especial. Pensé que tendríamos muchísimo tiempo para
charlar y ponernos al día y para ser una familia completa como en los viejos tiempos.
Pero mis pensamientos resultaron ser sólo ilusiones. Mientras permanecía allí preguntándome cómo estaría
Ernst después de tanto tiempo, repentinamente se abrió la puerta. Allí estaba mi padre, que me había visto por
la ventana, impidiéndome el paso. Estaba furioso.
- ¿Quién es usted? —me preguntó muy serio—. No la conocemos.
Supuse que iba a sonreír y decirme que era una broma, pero me cerró bruscamente la puerta en las nances.
Comprendí que había descubierto dónde había estado. No recordaba la nota escrita a toda prisa, pero entendí
que me castigaba por ser desobediente. Oí alejarse sus pasos por el parqué y después, silencio. Dentro de
casa se reanudó la conversación, aunque menos animada que antes, y ni mi madre ni mis hermanas acudieron
a rescatarme. Conociendo a mi padre, me imaginé que les había prohibido acercarse a la puerta.
Si ése era el precio que tenía que pagar por hacer lo que me parecía correcto y no lo que se esperaba de mí,
entonces no tenía otra opción que ser tan dura o más que mi padre. Pasados unos momentos de angustia,
finalmente me fui caminando sin rumbo por la Klos-bachstrasse hasta llegar a la pequeña cafetería de la
estación de tranvías, donde había un lavabo y podría comer algo. Pensé que podría dormir en mi laboratorio,
pero el problema era que no llevaba ninguna muda de ropa; la había regalado toda en Praga.
Entré en la cafetería y pedí algo para comer. No me cabía duda de que mi madre estaría dolida con mi padre,
pero le sería imposible hacerle cambiar de opinión. Ciertamente mis hermanas podían haberme ayudado, pero
las dos tenían su propia vida. Erika se había casado, y Eva estaba prometida con Seppli Bucher, campeón de
esquí y poeta. Era evidente que yo estaba sola y todo era un lío. Pero no sentí ningún pesar. Muy a tiempo
recordé un poema que tenía colgado mi abuela encima de la cama para huéspedes, donde había pasado
muchas noches cuando era niña. Más o menos traducido, decía:
Cuando crees que ya no puedes más
siempre aparece
(como salida de la nada)
una lucecita.
Esta luce cita
renovará tus fuerzas
y te dará la energía
para dar un paso más.
Estaba tan agotada que empecé a quedarme dormida apoyada en la mesa. De pronto desperté sobresaltada al
oír mi nombre; levanté la vista y vi a mi amiga Cílly Hofmeyr que me hacía señas desde el otro lado de la
cafetería. Vino a sentarse a mi mesa. Cilly era una prometedora logoterapeuta que se graduó en el hospital
cantonal; coincidió al mismo tiempo que yo obtenía el título de técnica de laboratorio. Desde entonces no nos
habíamos visto, pero ella seguía siendo la misma chica simpática y atractiva que yo recordaba. En seguida me
contó lo mucho que deseaba mudarse del apartamento de su madre e independizarse.
Resultó que llevaba semanas buscando apartamento y sólo había encontrado uno asequible para sus medios.
Era un ático sin ascensor, al que se ascendía por una escalera de noventa y siete peldaños, pero daba al lago
de Zúrich y la vista era maravillosa; además tenía agua corriente y estaba muy bien situado en cuanto a medios
de transporte. La única pega era que el dueño sólo lo alquilaba si el arrendatario accedía a alquilar también una
habitación que estaba separada del resto por el pasillo.
Eso la decepcionaba, pero a mí me pareció perfecto.
- ¡Cojámoslo! —exclamé, incluso antes de explicarle la situación en que me encontraba.
Al día siguiente firmamos el contrato de alquiler y nos mudamos. A excepción de un precioso y enorme
escritorio antiguo, mis muebles procedían del Ejército de Salvación. Cilly, que se dedicaba a la música con
mucho talento, logró meter, no sé cómo, en su apartamento un piano de media cola. Esa tarde fui a casa
aprovechando que no estaba mi padre, y le expliqué a mi madre dónde estaba viviendo, sin olvidar contarle lo
de la preciosa vista que tenía desde mi ventanuca. También me llevé ropa y la invité a visitarme con mis
hermanas.
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Aunque mis cortinas eran unas sábanas viejas, mi nuevo hogar era un nido acogedor. Cilly y yo teníamos
invitados casi todas las noches. Sus amigos de la orquesta de cámara de la localidad nos proveían de música
maravillosa, y mi colección de universitarios extranjeros, nostálgicos de su hogar, nos proveía de conversación
intelectual. Un estudiante de arquitectura turco nos llevaba su propia cafetera de cobre y halva para postre.
Mis hermanas me visitaban con frecuencia. No era una casa preciosa, como la de mis padres, pero yo no la
habría cambiado por nada del mundo.
En otoño de 1950 me dispuse a hacer lo necesario para entrar en la Facultad de Medicina. Me pasé todo el año
siguiente trabajando durante el día en el laboratorio con el profesor Amsler y estudiando por la noche para el
Matura. El programa de estudios incluía desde trigonometría y Shakespeare hasta geografía y física. Lo normal
eran tres años de preparación, pero con mi acelerado ritmo de trabajo estuve preparada en sólo doce meses.
Cuando llegó el momento, llené la solicitud, pero no tenía los 500 francos suizos para la matrícula. Mi madre no
podía ayudarme, porque habría tenido que pedirle ese dinero a mi padre. Por un momento mi situación pareció
no tener solución. Pero entonces mi hermana Erika y su marido Ernst me prestaron el dinero que habían
ahorrado para una nueva cocina: exactamente 500 francos.
Las pruebas para el Matura tuvieron lugar durante los primeros días de septiembre de 1951. Fueron cinco días
completos de exámenes intensivos, entre los cuales había también trabajos escritos. Para aprobar, el promedio
de la suma de todas las notas tenía que superar un cierto mínimo. No tuve dificultad en los exámenes de física,
matemáticas, biología, zoología y botánica, pero el de latín fue un desastre. Lo había hecho tan bien en todos
los demás que el catedrático de latín se mostró muy apenado cuando tuvo que suspenderme. Afortunadamente
yo había tomado en cuenta eso cuando preparé mi estrategia de estudios. No tenía la menor duda de que
había aprobado.
La notificación oficial me llegó por correo la víspera del cumpleaños de mi padre. Aunque todavía no habíamos
hablado, le preparé un regalo especial, un calendario en el cual escribí en las respectivas fechas: "Feliz
cumpleaños" y "Aprobé el Matura". Se lo dejé en casa esa tarde, y al día siguiente lo esperé fuera de su oficina
para ver su reacción. Sabía que se sentiría orgulloso.
No me equivoqué en mi corazonada. Aunque al principio no pareció alegrarse de verme, su mueca de
desagrado se convirtió en una sonrisa. No era lo que se dice una disculpa, pero era la primera muestra de
afecto que recibía de él en más de un año. Eso me bastó. El hielo continuó derritiéndose. Esa noche al volver
del laboratorio, mis hermanas se presentaron en mi apartamento con un mensaje: "Padre quiere que vayas a
cenar a casa."
Ante una deliciosa comida, mi padre brindó por mi éxito. Lo principal era que todos estábamos nuevamente
reunidos y por lo tanto celebramos muchas más cosas que mis resultados en el examen.
12.. LA FACULTAD DE MEDIICIINA
El psiquiatra que más influyó en mi trabajo con la muerte y los moribundos fue C. G. Jung. Cuando estudiaba
primer año de medicina solía ver al legendario psiquiatra suizo dando largos paseos por Zúrich. Ese personaje,
al parecer siempre sumido en profundas reflexiones, era una figura conocida en las aceras y los alrededores
del lago. Yo sentía una misteriosa conexión con él, una familiaridad que me decía que nos habríamos
entendido fabulosamente bien. Pero por desgracia jamás me presenté a él; de hecho, hacía lo imposible por
evitar al gran hombre. En cuanto lo divisaba, me cambiaba de acera o tomaba otra dirección. Ahora lo lamento.
Pero en ese tiempo pensaba que si hablaba con él me haría psiquiatra, y eso estaba muy al final de mi lista.
Desde el momento en que entré en la Facultad de Medicina, comencé a hacer planes para ser médica rural. En
Suiza eso es lo normal, forma parte del trato. Los médicos recién titulados comienzan a ejercer la profesión en
el campo. Es como un aprendizaje que introduce a los nuevos galenos en la medicina general antes de que se
decidan por alguna especialidad como cirugía u ortopedia. Si les gusta la medicina rural, continúan ejerciéndola
en el campo, que era lo que yo me veía haciendo dentro de siete años.
En todo caso, ese sistema era muy eficiente. Producía buenos médicos, cuya primera consideración era el
enfermo, muy por delante de la paga.
Tuve un buen comienzo en la facultad; avanzaba como una bala en las materias básicas: ciencias naturales,
química, bioquímica y fisiología. Pero mi primer encuentro con la anatomía casi me cuesta la expulsión de la
facultad. El primer día observé que todos los alumnos que me rodeaban hablaban un idioma para mí
desconocido. Creyendo que me había equivocado de sala me levanté para marcharme. El catedrático, profesor
desconsiderado y apegado a la disciplina, interrumpió su disertación y me reprendió por perturbar la clase. Yo
traté de explicárselo.
- No se ha confundido —me dijo—. Las mujeres deberían estar en casa cocinando y cosiendo en lugar de
estudiar medicina.
Me sentí humillada. Más adelante me di cuenta de que un tercio de la clase eran alumnos procedentes de
Israel, que estaban allí gracias a un acuerdo entre los dos gobiernos, y que el idioma extranjero que había oído
era hebreo. Después tendría otro encontronazo con el mismo catedrático de anatomía. Cuando se enteró de
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que varios alumnos de primer año, entre los cuales estaba yo, en lugar de estudiar nos dedicábamos a reunir
fondos para ayudar a un estudiante israelí que estaba en muy mala situación económica, expulsó al alumno
que organizó la colecta y a mí me dijo que me fuera a mi casa y estudiara para modista.
Fue una lección dura, pero pensé que ese profesor había olvidado otra lección fundamental y decidí soltárselo,
arriesgando así mi carrera futura:
- Sólo queríamos ayudar a un compañero en desgracia —le dije—. ¿No juró usted hacer lo mismo cuando
recibió el título de médico?
Encajó bien mi argumento. Volvieron a admitir al compañero que había sido expulsado y yo continué ayudando
a otros, generalmente a algún extranjero. Me hice amiga de vanos alumnos indios. Uno tenía un amigo que
había quedado parcialmente ciego a consecuencia de una mordedura de rata. Estaba hospitalizado en el
departamento del doctor Amsler, donde yo continuaba trabajando cinco noches a la semana. Ese chico, que
era de una aldea próxima al Himalaya, tenía miedo, estaba deprimido, y llevaba días sin comer.
Yo sabía por experiencia lo terrible que es estar enfermo lejos de casa. Así pues, conseguí que le prepararan
alguna comida india condimentada con curry. También conseguí permiso para que alguno de sus amigos indios
lo acompañara en su habitación fuera de las horas de visita mientras lo preparaban para operarlo. Pequeños
detalles. Pero recuperó rápidamente las fuerzas.
En agradecimiento, recibí una invitación del entonces primer ministro Nehru a una recepción oficial en el
consulado de la India en Berna. Fue una fiesta muy elegante celebrada al aire libre, en el jardín. Me puse un
precioso sari que me habían regalado mis amigos indios. La hija de Nehru, Indira Gandhi, la futura primera
ministra, me regaló un ramo de flores acompañado de una mención honrosa, aunque para mí significó
muchísimo más su amabilidad personal. Durante la recepción me acerqué a su padre para pedirle que me
firmara un ejemplar de su famoso libro The Unity of India (La unidad de la India).
- ¡Ahora no! —me contestó, molesto.
Avergonzada y dolida, di un salto hacia atrás y literalmente aterricé en los brazos extendidos de su hija, Indira.
- No se asuste —me dijo en tono tranquilizador—. Yo conseguiré que se lo firme.
Dicho y hecho, dos minutos después le pasó el libro. Él lo firmó y se lo devolvió sonriendo como si no hubiera
pasado nada. Años después yo me vería solicitada para firmar miles de libros, incluso una vez cuando estaba
sentada en los lavabos del aeropuerto internacional John Kennedy de Nueva York. Por mucho que deseara
gritar "¡Ahora no!", evitaba molestarme y ser brusca con la persona que había comprado mi libro, pues no
olvidaba lo ocurrido con el primer ministro indio.
Los estudios eran absorbentes sin ser pesados. Tal vez estaba acostumbrada a trabajos más arduos que los
que hacía la mayoría de la gente; tal vez era más organizada. Estudiaba entre clase y clase. Las noches las
pasaba en el laboratorio de oftalmología, con lo que tenía ingresos regulares. No es que necesitara mucho para
vivir. La mayoría de los días me llevaba un bocadillo, pero de vez en cuando comía con mis compañeros de
clase en la cafetería para alumnos. No recuerdo que haya tenido mucho tiempo para estudiar, a excepción de
las mañanas durante el trayecto en tranvía cuando me dirigía a clase.
Afortunadamente, tenía una memoria fotográfica para recordar los trabajos realizados en clase y las charlas.
Pero el lado negativo era el aburrimiento, sobre todo en clase de anatomía. Durante una charla de repaso,
estaba sentada con una amiga en el anfiteatro, hablando de nuestras vidas pasadas y futuras. En broma ella
recorrió toda la enorme sala con la vista y apuntó a un guapo alumno suizo.
- Ése es —exclamó riendo—, ése es mi futuro marido.
Las dos celebramos el chiste.
- Ahora te toca a ti elegir marido —me dijo.
Yo miré a mi alrededor. Al otro lado de la sala, frente a nosotras, había un grupo de alumnos estadounidenses.
Tenían pésima reputación por su mala conducta. Continuamente hacían bromas y comentarios de mal gusto
sobre los cadáveres, algo que otros alumnos encontraban indignante. Yo los detestaba. Pero pese a mi
aversión, mis ojos se posaron en uno de ellos, un chico bien parecido de cabellos oscuros. No sé por qué, pero
nunca antes me había fijado en él. Ni siquiera sabía su nombre.
- Ése —dije—, ése es el mío.
Más risas por nuestra pueril impulsividad.
Pero en el fondo ninguna de las dos dudaba de que finalmente nos casaríamos con esos hombres. Todo había
que dejarlo al tiempo y a la "coincidencia".
En cuanto a mí, nada iba bien tratándose de la clase de anatomía. Comenzó mal, y después pareció empeorar
cuando pasamos de las clases básicas al laboratorio de patología, donde se nos dividió en grupos de cuatro y
se nos asignó un solo cadáver por grupo. Juré que el catedrático quería desquitarse de nuestras pasadas
desavenencias cuando vi con quiénes me había colocado: con tres de los estadounidenses, entre ellos el
guapo joven que yo había elegido por marido.
Mi primera impresión de ese grupo, basándome en su forma de tratar el cadáver, no fue buena. Hicieron
chistes acerca del cuerpo del muerto, una comba para saltar con sus intestinos y me gastaron bromas respecto
al tamaño de sus testículos. No lo encontré nada divertido. Pensé que eran unos vaqueros insensibles y faltos
de respeto. Y aunque no era un modo particularmente romántico ni simpático de conocer a mi futuro novio,
expresé abiertamente mi opinión. Ese comportamiento y esos chistes despectivos, dije con severidad, eran
motivos de expulsión. Además me distraían impidiéndome aprender todo lo referente a vasos sanguíneos,
nervios y músculos.
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Ellos me escucharon educadamente, pero sólo uno reaccionó, mi elegido. Cuando yo estaba en el apogeo de
mi indignación, me dirigió una sonrisa conciliadora y me tendió la mano:
- Hola, me llamo Ross, Emmanuel Ross. Con eso me desarmó. Emmanuel Ross; figura at-lética, de hombros
anchos y mucho más alto que yo. Era de Nueva York, lo detecté en seguida: su acento de Brooklyn lo delataba
incluso antes de que se le preguntara de dónde era. Entonces añadió algo más: —Mis amigos me llaman
Manny. Incluso cuando nos convertimos en compañeros de laboratorio, hasta que pasaron tres meses no me
invitó al cine y a comer algo en una cafetería. Yo sabía que tenía muchas y guapas amigas, pero la amistad
que se desarrolló rápidamente entre nosotros nos permitía hablar con franqueza. Manny era el menor de tres
hermanos y su infancia había sido más difícil que lo normal. Sus padres eran sordomudos; cuando tenía seis
años murió su padre, y la familia se fue a vivir en el pequeño apartamento de su tío. Eran muy pobres; el único
regalo que recibiera de su padre, un tigre de peluche, se lo quitaron las enfermeras cuando lo operaron de las
amígdalas a los cinco años, y jamás lo recuperó, pues lo habían perdido. Aunque de eso hacía muchos años,
noté que todavía le dolía esa pérdida. Para consolarlo le conté lo de mi conejito Blackie.
También me enteré de que había trabajado para pagarse los estudios, hecho su servicio militar en la Armada y
terminado los cursos preliminares de medicina en la Universidad de Nueva York. Para evitar la aglomeración
de ex soldados que trataban de ingresar en las atiborradas facultades de medicina de Estados Unidos, eligió la
Universidad de Zúrich, aunque eso entrañara la dificultad de que los catedráticos emplearan el alemán y que
en clase los debates se realizaran en un suizo que llamábamos Schweizerdeutsch (suizo-alemán). Manny, que
atribuía parte de su éxito a mi ayuda como intérprete o traductora, fue el primero de los chicos con quienes salí
que me hizo pensar en el futuro. Antes de las vacaciones de verano le enseñé a esquiar. Cuando volvimos a
encontrarnos en el segundo curso, comencé a hacer planes para librarme de sus otras admiradoras.
Durante el segundo año comenzamos a atender personalmente a los enfermos reales. Yo tenía un instinto
detectivesco para hacer buenos y rápidos diagnósticos, y una especial afición por la pediatría, afición que a mi
juicio tenía algo que ver con el hecho de haber estado gravemente enferma cuando era niña. O tal vez podría
estar relacionada con los recuerdos de la época en que mi hermana Erika estuvo hospitalizada allí.
Afortunadamente no desperdicié mucha energía en dilucidar ese asunto porque estaba ocupadísima tratando
de resolver un problema más gordo en potencia: presentar a Manny a mi familia sin que a mi padre le diera un
ataque. Las siguientes fiestas de Navidad me depararían esa oportunidad.
Normalmente la Navidad era una celebración muy especial, reservada sólo para la familia, pero la semana
anterior obtuve el permiso de mi madre para invitar a su famosa cena de Navidad a tres compañeros de clase
elegidos con mucho esmero, entre ellos Manny. Le conté una historia bastante lacrimógena, que en lo esencial
era cierta, sobre estos estudiantes que estaban solos, lejos de su casa, sin medios para pagarse una buena
cena, adornándola lo suficiente para que mi madre se pasara días preparando todo tipo de platos y golosinas
navideños típicos de Suiza para impresionar a los "americanos". Mientras tanto, poco a poco, fuimos
acostumbrando a mi padre a la idea de que en la fiesta de Navidad de ese año estaríamos acompañados por
personas ajenas a la familia.
Cuando llegó la gran noche, Manny sorprendió agradablemente a mi madre con un ramo de flores frescas, y
los tres chicos se conquistaron su simpatía eterna retirando las cosas de la mesa y fregando los platos, cosa
que los suizos jamás hacían por propia iniciativa. Mi padre sirvió un vino excelente y después brandy, y eso
naturalmente fue seguido por alegres canciones en torno al piano, que continuaron hasta que se consumieron
totalmente las muchas velas que iluminaban con su cálido resplandor la sala de estar. Alrededor de las diez de
la noche di la señal convenida para que se marcharan mis amigos. "Van a ser las once", anuncié de modo
nada sutil. Si los invitados alargaban demasiado su visita, mi padre se lo hacía saber abriendo de par en par la
puerta de la calle y las ventanas, aunque la temperatura exterior fuera de diez grados bajo cero; yo quería
evitar eso.
Pero mi padre disfrutó realmente de la velada. —Son unos chicos muy simpáticos —me dijo después—. Y
Manny es el más simpático de los tres. Es el mejor chico que has traído a casa.
Era cierto. Se había llevado muy bien con todos. Pero todavía quedaba un hecho importante que mi padre no
sabía, aunque ese agradable comentario me brindó la ocasión para dejar caer la bomba. —Y piensa que es
judío —le dije. Silencio. Antes de que mi padre, que por lo que yo sabía no sentía ninguna simpatía por la
comunidad judía de Zúnch, pudiera contestar, me fui a la cocina a ayudar a mi madre, suponiendo que tarde o
temprano tendría que abogar por mi amigo. Por suerte no ocurrió esa noche.
Mi padre se fue directamente a la cama sin hacer ningún comentario, reservándolo para la mañana siguiente.
Cuando estábamos desayunando dejó caer su bomba.
- Puedes traer a Manny a casa siempre que quieras.
A los pocos meses yo ni siquiera tenía que invitar a Manny. Lo habían aceptado como un miembro más de la
familia, así que de vez en cuando iba a cenar aunque yo no estuviera en casa. ,
Tal como se esperaba, en 1955 se celebró una boda. No, no la mía, aunque por esa época Manny y yo
habíamos intimado lo suficiente para comprender que acabaríamos casándonos; pero antes teníamos que
terminar los estudios. Los novios fueron mi hermana Eva y su prometido Seppli, que se juraron amor eterno en
la pequeña capilla donde mi familia había rendido culto durante generaciones. Desde que su compromiso fue
formal, mis padres no cesaron de insinuar sutilmente que Seppli no era el mejor partido para mi hermana. ¿Un
médico o abogado?, sí. ¿Un hombre de negocios?, por supuesto. Pero ¿un poeta esquiador?, eso era un
problema.
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Para mí no. Yo defendía a Seppli siempre que se terciaba. Era un ser sensible e inteligente que apreciaba las
montañas, las flores y la luz del sol tanto como yo. Durante los fines de semana que solíamos pasar los tres en
nuestra cabana de montaña en Amden, Seppli siempre mostraba una sonrisa de felicidad cuando
esquiábamos, cantábamos o tocábamos la guitarra y el violín. Durante las pocas ocasiones en que nos
acompañaba Manny, yo observaba que toleraba dormir en un colchón sin ropa de cama y cocinar en un hornillo
de leña, y que se admiraba cuando yo le señalaba los diferentes animales y paisajes, pero siempre se sentía
aliviado cuando volvía a la ciudad.
Durante el año siguiente no pudimos hacer ni una sola excursión a la montaña por falta de tiempo. Aunque era
el último de mis siete años en la facultad, también fue el más difícil. Para cumplir el equivalente suizo de las
prácticas como residente, comencé el año trabajando en un consultorio de medicina general en Niederweningen,
reemplazando a un simpático médico joven que tenía que servir tres semanas en un campamento
militar. Recién salida de un moderno hospital docente, experimenté un choque cultural cuando a toda prisa me
condujo a través de su consulta domiciliaria y me enseñó el laboratorio, el equipo de rayos X y un sistema de
archivo muy particular que contenía los nombres de pacientes de siete pueblos agrícolas. —¿Siete? —
exclamé.
- Sí, vas a tener que aprender a conducir una moto —me dijo.
No alcanzamos a tocar el tema de cuándo podría aprender eso. Se marchó casi en seguida, y a las pocas
horas recibí la primera llamada de urgencia, de uno de los pueblos circundantes, a unos quince minutos de
trayecto. Instalé mi maletín negro con mi instrumental médico en el asiento de atrás de la moto, la puse en
marcha tal como me había enseñado y emprendí el primer viaje en moto de mi vida. Ni siquiera tenía permiso
de conducir.
El comienzo fue muy bien, pero cuando llevaba un tercio de camino cuesta arriba por la colina sentí que el
maletín se deslizaba, y oí un estrépito cuando cayó al suelo y todo su contenido salió desparramado. Volví la
cabeza para ver el desastre y al instante comprendí mi error. La moto rebotó sobre un bache, se desvió del
camino y después de arrojarme en un terreno pedregoso siguió avanzando sola. Yo me quedé tendida entre el
maletín y el lugar donde finalmente fue a parar la moto.
Ésa fue mi introducción al ejercicio de la medicina rural, y también mi presentación en sociedad en el pueblo.
Sin que a mí me constara, toda la gente me había visto por las ventanas. Todos sabían que había una nueva
doctora, y en cuanto oyeron el ruido de la moto subiendo por la colina corrieron a las ventanas a ver cómo era
yo. Me levanté y comprobé que tenía varios rasguños y heridas que sangraban. Unos hombres me ayudaron a
poner en pie la moto. Al final logré llegar a la casa, donde atendí a un anciano que temía estar sufriendo un
infarto cardíaco. Creo que se sintió mejor tan pronto como vio que mi estado era peor que el de él.
Después de pasar tres semanas en el quinto pino, atendiendo toda clase de males, desde rodillas magulladas
a cáncer, volví a mis clases agotada pero más segura de mí misma. Aunque no me interesaban
particularmente las asignaturas que me quedaban, no tuve dificultad alguna ni con tocoginecología ni con
cardiología. Nos esperaban seis meses de tedio y agobio preparando los exámenes que haríamos ante la
Comisión Estatal y que había que superar para recibir el título de médico. Y después ¿qué? Manny insistía en
que al salir de la facultad nos fuéramos a Estados Unidos, mientras que yo sentía el deseo de cooperar como
voluntaria en la India. Ciertamente teníamos nuestras diferencias, pero mi instinto me decía que lo bueno
pesaba más que lo malo.
Fue una época difícil, pero a continuación ocurrió algo que vino a empeorarla todavía más.
13.. MEDIICIINA BUENA
Los exámenes ante la Comisión Estatal duraban varios días y consistían en pruebas orales y escritas que
cubrían todo lo que habíamos aprendido en los últimos siete años. No sólo contaban los conocimientos clínicos
sino también la personalidad del estudiante. Yo los aprobé sin dificultad, más preocupada por cómo le iba a ir a
Manny que por mis notas.
Pero los médicos se ven a veces enfrentados a situaciones que no se enseñan en la Facultad de Medicina. Me
encontré ante una de esas pruebas cuando estaba en medio de mis exámenes finales. Comenzó en el
apartamento de Eva y Seppli; yo había ido a tomar café y pasteles con ellos para distraerme del agobio de los
exámenes. Cuando estábamos conversando, noté que Seppli estaba muy pálido y con aspecto cansado; no
era el optimista de siempre, y estaba más delgado de lo normal, lo que me indujo a preguntarle cómo se sentía.
- Un pequeño dolor de estómago —me contestó—. El doctor dice que tengo úlcera.
Conociendo a mi cuñado, mi intuición me dijo que ese hombre de montaña fuerte y relajado no podía tener
úlcera; así pues, me puse muy pesada y diariamente le preguntaba sobre su estado, e incluso fui a hablar con
su médico. A éste le sentaron mal mis dudas respecto a su diagnóstico. "Todos los estudiantes de medicina
sois iguales —se mofó—, creéis que lo sabéis todo."
Yo pensaba que Seppli estaba gravemente enfermo, y no era la única; Eva sentía temores similares.
Angustiada, veía debilitarse la salud de su marido. Para ella fue un gran alivio poder hablar del asunto, incluso
cuando yo planteé la posibilidad de que se tratara de cáncer. Llevamos a Seppli al mejor médico que yo
conocía, un médico rural de cierta edad que también impartía algunas clases en la universidad, que realmente
"escuchaba" a los pacientes y tenía una excelente reputación por sus diagnósticos certeros. Después de un
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breve reconocimiento, confirmó nuestras peores sospechas y sin pérdida de tiempo programó una operación
para la semana siguiente.
Tuve que contestar centenares de preguntas en mis exámenes, pero ninguna se parecía a las que yo tenía en
mi cabeza. Eva no era muy fuerte, de modo que yo llevé a su marido al hospital. El cirujano ya me había
invitado a estar presente durante la operación. Con Eva habíamos acordado que si el resultado era grave yo la
llamaría y le diría "Yo tenía razón". El resto dependería del destino. En cuanto a Seppli, que sólo tenía
veintiocho años y llevaba menos de uno casado, afrontaba ese desgraciado giro del destino con la misma
elegancia con que practicaba el esquí alpino.
Yo intenté hacer lo mismo cuando entré en el quirófano. Fue terrible el papel de observadora, pero no quité los
ojos de Seppli en ningún momento, ni siquiera cuando el cirujano hizo la primera incisión. Una vez abierto el
estómago, fue más terrible aún. Primero vimos una pequeña úlcera en la pared interior. Después el cirujano
movió la cabeza. Seppli tenía el estómago lleno de densos tumores malignos. No había nada que hacer.
- Lo siento, pero tenías razón en tus corazonadas —comentó el cirujano.
Mi hermana aceptó la noticia en dolorido silencio.
- No se podía hacer nada —le expliqué.
Hablamos de nuestra sensación de impotencia, de nuestra rabia, sobre todo con el primer médico de Seppli
que ni siquiera consideró la posibilidad de que fuera algo grave cuando, si se hubiera intervenido a tiempo,
quizás hubiera podido salvarle la vida.
Mientras Seppli dormía en la sala de recuperación, me senté en su cama y lo vi en mi imaginación en el
hermoso coche antiguo tirado por caballos que los llevó a él y a Eva por la ciudad, hacía menos de doce
meses, desde nuestra casa hasta la capilla tradicional para bodas.
En aquella ocasión el mundo parecía estar en orden. Mis dos hermanas estaban casadas, todo el mundo
estaba tremendamente feliz y yo esperaba dirigirme al altar en un futuro no muy lejano. Pero al mirar a Seppli
comprendí que no se puede contar con el futuro. La vida está en el presente.
Cuando despertó, Seppli aceptó su estado sin hacer ninguna pregunta; escuchó a su médico decirle
exactamente lo que necesitaba oír mientras yo le apretaba la mano, como si mi fuerza lo fuera a sanar.
Hacerse esas ilusiones es normal, pero no es realista. Al cabo de varias semanas volvió a casa, donde mi
hermana le proporcionó cuidados, cariño y comodidad durante los últimos meses de su vida.
Un precioso día de otoño de 1957, los siete años de arduo trabajo dieron su fruto.
- Ha aprobado —me dijo el examinador jefe de la universidad—. Ya es médica.
Mi celebración fue agridulce; estaba deprimida por Seppli, y además me sentía decepcionada porque en el
último momento fracasó el proyecto de irme a trabajar seis meses en la India como cirujano; la mala noticia me
llegó tan tarde que yo ya había regalado toda mi ropa de invierno. Pero si no hubiera ocurrido eso,
probablemente no me habría casado con Manny.
Nos amábamos, pero no éramos la pareja perfecta. Para empezar, él se oponía a mi viaje a la India. Quería
que nos fuéramos a Estados Unidos cuando él terminara su último semestre, y mi opinión de Estados Unidos
era bastante mala gracias al detestable comportamiento de los estudiantes que había conocido.
Pero cuando se torcieron mis planes, decidí arriesgarme. Elegí a Manny y un futuro en Estados Unidos.
Lo irónico fue que los funcionarios de la embajada de Estados Unidos rechazaron mi solicitud de visado;
gracias al lavado de cerebro realizado por el macartismo, suponían que cualquier persona que, como yo,
hubiera viajado a Polonia tenía que ser comunista. Pero ese argumento dejó de tener vigencia cuando Manny y
yo nos casamos en febrero de 1958. Celebramos una breve ceremonia civil, en gran parte para que Seppli
pudiera actuar de padrino antes de que fuera demasiado tarde. Al día siguiente ingresó en el hospital. Tal como
fueron las cosas, no habría podido asistir a la boda más espléndida y formal que habíamos pensado celebrar
en junio cuando Manny terminara sus estudios.
Mientras tanto acepté un puesto temporal en Lagenthal, donde acababa de morir un médico rural venerado por
la población, dejando a su esposa e hijo sin ingresos ni cobertura médica. La mayor parte del dinero que yo
ganaba era para ellos, pero tenía todo lo que necesitaba y eso era suficiente. Igual que el médico que me
precedió, a mis pacientes sólo les enviaba la factura una vez, y si alguno no podía pagar, no me preocupaba
por eso. Casi todos daban algo. Si no podían pagar con dinero, aparecían con cestas a rebosar de frutas y
verduras; incluso me llevaron un vestido hecho a mano que me sentó como hecho a medida. El día de la madre
recibí tantas flores que mi consulta parecía una sala funeraria.
El día más triste que pasé en Langenthal fue también el más ocupado. Desde el momento en que abrí la puerta
por la mañana, la sala de espera estuvo llena. Cuando estaba poniendo puntos de sutura en la herida de la
pierna a una niña, recibí una llamada de Seppli; su voz era tan débil que más parecía un susurro. Era casi
imposible hablar con él mientras la niñita lloraba sobre la camilla con la pierna a medio coser. Seppli sólo
quería pedirme una cosa: que fuera a verlo inmediatamente. Apenada, le expliqué que no podía, ya que la sala
de espera estaba atiborrada de pacientes y todavía tenía que cumplir las visitas domiciliarias. Tenía
programado ir a verlo dentro de dos días. Tratando de hablar en tono optimista le dije que entonces nos
veríamos.
Lamentablemente, no pudo ser así, y estoy segura de que por eso me llamó Seppli, urgiéndome que fuera a
verlo una última vez. Como la mayoría de los moribundos que han aceptado la inexorable transición de este
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mundo al otro, sabía que le quedaba muy poco del precioso tiempo para despedirse. Murió a primera hora de la
mañana siguiente.
Después de su funeral, a veces salía a caminar por los ondulantes campos de Langenthal; aspiraba el aire
fresco perfumado por las coloridas flores de primavera, mientras pensaba que Seppli estaba en algún lugar por
allí cerca. Solía hablar con él hasta sentirme mejor. Pero jamás me perdoné el no haber ido a verlo ese día.
Sabía muy bien que no debe hacerse caso omiso de la sensación de urgencia de un enfermo moribundo. En el
campo, la atención a los enfermos era una tarea compartida. Siempre había algún familiar, fuera abuelo,
abuela, padre, madre, tía, prima, hijo, o alguna vecina, que ayudaba a cuidar de una persona enferma. Lo
mismo ocurría en el caso de enfermos muy graves o moribundos; todo el mundo participaba: amigos, familiares
y vecinos. Simplemente se entendía que las personas se ayudan entre sí. De hecho, mis mayores
satisfacciones en mi calidad de médico principiante no las recibí en la clínica ni en las visitas domiciliarias sino
en las visitas a pacientes que necesitaban una persona amiga, palabras tranquilizadoras o unas pocas horas
de compañía.
La medicina tiene sus límites, realidad que no se enseña en la facultad. Otra realidad que no se enseña es que
un corazón compasivo puede sanar casi todo. Unos cuantos meses en el campo me convencieron de que ser
buen médico no tiene nada que ver con anatomía, cirugía ni con recetar los medicamentos correctos. El mejor
servicio que un médico puede prestar a un enfermo es ser una persona amable, atenta, cariñosa y sensible.
14.. LA DOCTORA ELIISABETH KÜBLER--ROSS
Era una mujer adulta, una médica en ejercicio y estaba a punto de casarme, pero mi madre me trataba como a
una niña pequeña. Me llevó al peluquero a que me arreglaran el cabello, me llevó a una especialista en
maquillaje y me obligó a hacer todas esas tonterías femeninas que yo apenas toleraba. También me decía que
no me quejara por ir a Estados Unidos, ya que Manny era un hombre inteligente y guapo con el que muchas
mujeres desearían casarse. "Probablemente quiere que le ayudes a preparar sus exámenes finales", me decía.
Esa pulla fue una muestra de inseguridad por su parte. Quería que yo apreciara lo que tenía. Pero yo ya me
sentía afortunada.
Después de que Manny aprobara los exámenes, y sin mi ayuda, nos casamos. Fue una gran celebración. Mi
padre fue el único que no lo pasó en grande. Impedido por la fractura de cadera que había sufrido hacía unos
meses, no pudo mostrar su agilidad y majestuosidad en la pista de baile, y eso lo deprimió. Pero lo compensó
con creces mediante su regalo de bodas, una grabación de algunas de sus canciones favoritas cantadas por él
mismo acompañado brillantemente al piano por Eva.
Después de la boda toda la familia fuimos a la Feria Mundial de Bruselas. Y después mis familiares nos
despidieron desde el muelle cuando, junto con varios amigos de Manny que habían asistido a nuestra boda, mi
marido y yo subimos a bordo del Liberté, el enorme transatlántico que nos llevaría a Estados Unidos. Ni las
exquisitas comidas, ni el sol ni el baile en cubierta lograron calmar la tristeza que sentía al dejar Suiza y partir
hacia un país por el que no sentía ningún interés. Sin embargo, me dejé llevar sin discutir, y por lo que escribí
en mi diario, se ve que pensaba que era un viaje que tenía que hacer.
¿Cómo saben estos gansos cuándo es el momen-; to de volar hacia el sol? ¿Quién les anuncia las estaciones?
¿Cómo sabemos los seres humanos cuándo es el momento de hacer otra cosa? ¿Cómo sabemos cuándo
ponernos en marcha? Seguro que a nosotros nos ocurre igual que a las aves migratorias; hay una voz interior,
si estamos dispuestos a escucharla, que nos dice con toda certeza cuándo adentrarnos en lo desconocido.
La noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos, en mi sueño me vi vestida de indio cabalgando por el
desierto. En el sueño el sol era tan ardiente que desperté con la garganta seca y dolorida. Repentinamente
también sentí sed de esa nueva aventura. Le conté a Manny que cuando era niña dibujaba escudos y símbolos
indios y bailaba encima de una roca como un guerrero, a pesar de no haber visto nunca nada de la cultura
aborigen de Estados Unidos. ¿Era una casualidad mi sueño? No me pareció probable. Curiosamente, eso me
tranquilizó. Como una voz interior, me hizo percibir que lo desconocido podía ser en realidad como ir a casa.
Para Manny lo era. Bajo un fuerte aguacero, me señaló la Estatua de la Libertad. Miles de personas esperaban
en el muelle para recibir a los pasajeros del barco. Allí estaban la madre de Manny, sordomuda, y su hermana.
Durante años había oído hablar muchísimo de ellas. En ese momento sólo tenía muchas preguntas. ¿Cómo
serían? ¿Recibirían bien a una extranjera en la familia? ¿A una mujer no judía?
Su madre era una muñeca cuya felicidad al ver a su hijo médico se manifestó en sus ojos con tanta claridad
como si lo hubiera dicho con palabras. Su hermana fue otra historia. Cuando nos encontró, estábamos
buscando nuestras quince maletas, baúles y cajas. Abrazó con fuerza a Manny; luego, esa mujer de Long
Island que tenía una masa de hermosos cabellos muy bien peinados y vestía ropa nueva, me examinó el pelo
empapado y la ropa mojada, que me daban el aspecto de haber venido nadando detrás del barco, y miró a su
hermano como preguntándole: "¿Esto es lo mejor que lograste encontrar?"
Una vez pasado el control de aduana, donde retuvieron mi maletín médico, fuimos a cenar a casa de la cuñada
de Manny. Vivía en Lynbrook, en Long Island. Durante la cena, cometí un pecado no intencionado al pedir un
vaso de leche. Lo divertido es que yo jamás bebía leche y habría preferido una copa de brandy, pero creía que
en Estados Unidos todos bebían leche; ¿acaso no era "el país de la leche y la miel"? Bueno pues, pedí leche.
Mi marido me dio un fuerte pisotón bajo la mesa. Estábamos en una casa kosher*, me explicó.
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- Tendrá que aprender a observar el kosher —comentó en tono sarcástico mi cuñada.
Después de la cena entré en la cocina, con la esperanza de estar un rato sola, y sorprendí a mi cuñada de pie
junto al refrigerador mordisqueando un trozo de jamón. Al instante me puse de buen humor.
- No tengo la menor intención de observar el ko-sher —le dije—, y supongo que tú tampoco eres muy kosher.
Mi actitud mejoró un tanto cuando a las pocas semanas Manny y yo nos mudamos a nuestro apartamento. Este
era pequeño, pero estaba muy cerca del hospital comunitario Glen Cove, donde los dos trabajábamos de
residentes supervisados. Una vez que comenzó el trabajo me sentí notablemente más feliz, aunque el horario
era agotador y el salario no nos alcanzaba para tener qué comer hasta fin de mes. Me encontraba muy a gusto
al llevar una bata blanca y tener una lista de pacientes para ocupar mis pensamientos y energías.
Nota : Kosher: alimento conforme a la ley judía. Aplicado a persona o cosa legítima, auténtica, legal. (N. de la
T.)fin de nota)
Mis días comenzaban muy temprano. Preparaba el desayuno para Manny y después los dos trabajábamos
hasta bien entrada la noche. Volvíamos a casa juntos, escasamente con las fuerzas suficientes para
arrastrarnos hasta la cama. Todos los fines de semana estábamos de guardia en el hospital, atendiendo las
250 camas los dos solos. Mutuamente nos felicitábamos por nuestras fuerzas. Manny era un detective médico
meticuloso y lógico; yo era intuitiva y tranquila, capaz de tomar rápidamente las necesarias decisiones en la
sala de urgencias.
Rara vez teníamos tiempo para hacer algo que no fuera trabajo, y sí lo teníamos, no disponíamos de dinero.
Había excepciones, eso sí. Una vez el jefe de Manny nos regaló entradas para el Ballet Bolshoi; fue una salida
especial que nos entusiasmó. Nos pusimos nuestras mejores galas y cogimos el tren para Manhattan. Pero tan
pronto como apagaron las luces yo me quedé dormida, y sólo desperté cuando bajaron por última vez el telón.
La mayor parte de las dificultades que tuve procedían de mi adaptación a una nueva cultura. Recuerdo a un
joven al que admitieron en la sala de urgencias con un grave problema de oído. Estaba en una camilla, sujeto
con correas, como es lo habitual. Mientras esperaba que lo viera un otorrinolaringólogo, me preguntó si podía ir
al rest room, que quiere decir lavabo, pero yo, que jamás había oído esa palabra, creí que era una sala para
descansar. Sabiendo que el especialista llegaría en cualquier momento, no podía permitirle ir a ninguna parte.
Y antes de volver a salir a hacer mis rondas, añadí:
- Donde mejor va a descansar es quedándose quieto donde está.
La vez siguiente que pasé por ahí, una enfermera estaba desatándole las correas para que pudiera ir al lavabo.
Roja de vergüenza escuché la explicación de la enfermera:
- Doctora, tenía la vejiga a punto de estallar.
Pasé un momento aún más humillante cuando estaba de ayudante en el quirófano. Durante la operación, que
era de rutina, el cirujano coqueteaba descaradamente con la enfermera, casi sin advertir mi presencia, aunque
yo era la que le pasaba los instrumentos que necesitaba. De pronto el paciente comenzó a sangrar.
- Shit! —exclamó el cirujano, olvidando sus coqueteos.
Otra palabra desconocida para mí. Miré la bandeja de instrumentos y en un momento de pánico me disculpé
diciendo:
- No sé cuál es el shit.
Después Manny me explicó por qué todos se habían echado a reír (shit significa "mierda"). Pero normalmente
él se divertía como todos los demás con lo que él llamaba "mis episodios cómicos". El peor de todos ocurrió la
noche en que el jefe de Manny y su esposa nos llevaron a cenar a un restaurante muy elegante.
De aperitivo yo pedí un screwdriver (destornillador); cuando sirvió el plato principal, el camarero me preguntó si
deseaba otra bebida. Tratando de hacer una gracia, pero sin saber lo que decía, le contesté "No, thanks, I’ve
been screwded enough". ("No gracias, ya me han follado bastante"). El fuerte puntapié que me propinó Manny
en la espinilla me dijo que mi salida no había sido ni graciosa ni ingeniosa.
Yo sabía que esas meteduras de pata eran inevitables, formaban parte de mi adaptación a Estados Unidos.
Nada me resultó tan duro como no celebrar la Navidad con mi familia. Si no hubiera sido por la bibliotecaria del
hospital, mujer de ascendencia danesa, que nos invitó a su casa a cenar, tal vez me habría vuelto a Suiza
antes del Año Nuevo. En su casa tenía un árbol de Navidad de verdad, con velitas de verdad, igual que el de
mi familia en Suiza. Como les escribí después a mis padres "en la noche más oscura encontré mi velita".
Le agradecí a Dios lo de esa noche, pero ésta no me sirvió para adaptarme mejor que antes. Mis vecinas de
Long Island conversaban por encima de las tapias de sus patios haciendo comparaciones entre sus respectivos
psicólogos, hablando de las cosas más íntimas como si nada fuese privado. Si eso no era el colmo del mal
gusto, encontraba peor todavía lo que veía en las salas infantiles del hospital. Las madres, vestidas como para
un desfile de modelos, llegaban a verlos llevándoles juguetes caros que supongo eran para demostrar lo
mucho que querían a sus hijos enfermos. Cuanto más grande el juguete, más los querían, ¿verdad? No me
extraña que todas necesitaran psicoanalistas.
Un día, a un niño le dio una pataleta colosal cuando su madre olvidó llevarle un juguete. En lugar de decirle
"Hola, mamá, me alegro de que hayas venido", la saludó gritándole "¿Dónde está mi regalo?", y la madre salió
aterrada, corriendo a la tienda de juguetes. Yo me sentí consternada. ¿Qué pensaban esas madres y esos
niños estadounidenses? ¿Es que no tenían valores? ¿De qué servían todos esos regalos cuando lo que
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realmente necesita un niño enfermo es un padre o una madre que les coja la mano y converse con sinceridad y
cariño acerca de la vida?
Tanto rechazo sentía hacia esos niños y sus padres que cuando nos llegó el momento de elegir especialidad,
Manny decidió hacer su residencia en patología en el hospital Montefiore del Bronx, mientras que yo resolví
postular por lo que llamaba la "minoría depravada", es decir pediatría. La competición por obtener una de las
veintitantas vacantes de residencia en el famoso hospital para bebés del Centro Médico Columbia Presbyterian
era muy reñida, sobre todo para los extranjeros. Pero el doctor Patrick O’Neal, el liberal y veterano director
médico que me entrevistó, jamás había escuchado un motivo como el mío para desear especializarse en
pediatría.
- No soporto a estos niños —le confesé—, ni a sus madres.
Sorprendido y confundido, el doctor casi se cayó de la silla. Su expresión exigía que se lo aclarase.
- Si pudiera trabajar con ellos podría comprenderlos mejor —le expliqué—, y tal vez también aprendería a
tolerarlos —añadí.
Pese a que no fue muy ortodoxa, la entrevista acabó bien. Al final, el doctor O’Neil, en busca de una respuesta
que no fuera un simple sí o no, me explicó que el horario, que exigía guardia de 24 horas en noches alternas,
era demasiado agotador para las residentes embarazadas. Sabiendo qué información me pedía, le aseguré
que en mis planes no entraba fundar una familia todavía. Al cabo de dos meses encontré en el buzón una carta
del Columbia Presbyterian y corrí a abrazar a Man-ny, que tenía programado comenzar su residencia ese
verano. Me habían aceptado, era la primera extranjera admitida como residente pediátrica en ese prestigioso
hospital.
Nuestra celebración incluyó la compra de un nuevo Chevrolet Impala color turquesa, derroche que hizo
resplandecer de orgullo a Manny. Era como si viera un próspero futuro en su brillante acabado. A eso siguieron
más buenas noticias. Después de varias mañanas de desagradables náuseas, descubrí que estaba
embarazada. Siempre me había visto como una madre, por lo que me sentí entusiasmada. Por otro lado, el
embarazo ponía en peligro mi ambicionada residencia en el hospital. ¿No me había explicado claramente la
norma del hospital el doctor O’Neil? Nada de residentes embarazadas. Sí, lo había dicho muy claramente.
Durante unos días acaricié la idea de no decírselo. Estábamos en jumo y el embarazo no se notaría hasta
dentro de unos tres o cuatro meses. Entonces ya tendría en mi haber tres meses de residencia. Pensé que tal
vez si el doctor O’Neil veía lo mucho que yo trabajaba haría una excepción. Pero no podía mentir. Cuando se lo
dije me pareció que estaba realmente desilusionado, pero era imposible hacer una excepción a la regla. Lo
más que pudo hacer fue prometerme reservarme un puesto al año siguiente.
Ese gesto fue muy simpático, pero no me servía de nada en la situación que me encontraba en esos
momentos. Necesitaba un trabajo. A Manny le iban a pagar 105 dólares al mes por su trabajo como residente
en el Montefiore, y eso no era suficiente para cubrir nuestros gastos, y mucho menos si teníamos un bebé. No
sabía qué hacer. Era ya muy tarde, todos los puestos para residentes de la ciudad estarían ya ocupados.
Una noche Manny me contó que acababa de enterarse de que había un puesto libre para residente en el
Departamento de Psiquiatría del Hospital Estatal de Manhattan. No me entusiasmó mucho la idea. El
Manhattan era un establecimiento para enfermos mentales, un depósito público para las personas menos
deseables y más trastornadas. Lo dirigía un psiquiatra suizo medio chiflado que ahuyentaba a todos los
residentes. Nadie quería trabajar con él. Y por encima de todo, yo detestaba la psiquiatría. Estaba en el último
lugar de mi lista de especialidades.
Pero necesitábamos pagar el alquiler y poner comida sobre la mesa. Yo necesitaba también tener algo que
hacer.
Así pues, me entrevi sté con el doctor D. Después de charlar como vecinos en nuestro idioma natal, me marché
con la promesa de una subvención para investigación y un salario de 400 dólares al mes. Repentinamente nos
sentimos ricos. Alquilamos un precioso apartamento de una habitación en la calle 96 Este de Manhattan. En la
parte de atrás había un pequeño jardín. Un fin de semana lo preparé para plantar flores y verduras llevando
cubos con tierra desde Long Island. Esa noche no hice caso de unas manchitas de sangre. Dos días después
me desmayé en el quirófano durante una operación. Desperté en una habitación del Glen Cove, como
paciente, después de haber sufrido un aborto espontáneo.
Manny llenó de flores nuestro apartamento a modo de consuelo, pero el único consuelo real que yo tenía era
mi fe en un poder superior. Todo lo que ocurre tiene su motivo, la casualidad no existe. La propietaria de la
casa, en el papel de madre suplente, me preparó mi plato favorito, filete mignon, para cenar. Lo irónico era que
su hija había salido ese día del mismo hospital después de dar a luz a una niñita sana mientras yo salía con los
brazos vacíos. Esa noche oí el llanto de la recién nacida a través de las paredes del apartamento. Hasta ese
momento no me había dado cuenta de lo profunda que en, mi pena.
Pero en ello había también otra importante lecciones posible que no obtengamos lo que deseamos, pero JJios
siempre nos da lo que necesitamos.
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15.. EL HOSPIITAL ESTATAL DE MANHATTAN
Unas semanas antes de que Manny y yo comenzáramos nuestros nuevos trabajos, recibí una carta de mi
padre. Era un mensaje serio pero teñido de ironía. Acababa de sufrir una embolia pulmonar y, según él, se
aproximaba el final. Quería que lo visitáramos por última vez. También quería que lo examinara yo, su médica
favorita, la única en quien confiaba. ¡Cuánto habíamos peleado por mi deseo de estudiar medicina!
Después de la pérdida de mi bebé y de la mudanza, Manny y yo estábamos agotadísimos. No teníamos el
menor deseo de ir a Suiza. Pero la última petición de Sepph me había enseñado que no hay que hacer caso
omiso de los deseos de un moribundo. Cuando desean hablar, no quieren decir mañana, quieren decir de
inmediato. Así pues, Manny vendió su Impala nuevo para pagar los billetes de avión, y tres días después
entramos en la habitación de mi padre en el hospital. La escena con que nos encontramos no era la que
imaginábamos. En lugar de estar en su lecho de muerte, mi padre estaba levantado y con un aspecto muy
saludable. Al día siguiente lo llevamos a casa.
Esa reacción exagerada no era propia de mi padre.
Tampoco era propio de Manny no decir nada después de haber vendido su coche para nada. Algo pasaba.
Más adelante comprendí que cuando estaba en el hospital, mi padre debió de haber sentido la premonición de
que necesitábamos reparar nuestra relación antes de que fuera demasiado tarde; y eso fue exactamente lo que
ocurrió. Durante el resto de la semana mi padre filosofó conmigo acerca de la vida como jamás había hecho
antes. Eso nos unió más que nunca, y creo que Manny comprendió que valía muchísimo más que cualquier
coche.
A nuestro regreso a Nueva York comencé mi práctica como residente en el Hospital Estatal de Manhattan,
donde no se tenía en mucho aprecio la vida. Fue en julio de 1959, uno de esos calurosos y pegajosos días de
verano. Tenía todos los motivos del mundo para sentirme incómoda cuando entré en el hospital. Éste era un
imponente y sobrecogedor conjunto de edificios de ladrillo, donde se albergaba a centenares de enfermos
mentales muy graves. Eran los peores casos de trastorno mental. Algunos pasaban allí hasta veinte y más
años.
Encontré increíble lo que vi allí; en esos edificios estaban hacinadas personas indigentes cuyos rostros
contorsionados, gestos espasmódicos y gritos de angustia decían muy claro que estaban sufriendo un infierno
en vida. Esa noche en mi diario definí lo visto como un "manicomio de pesadilla". Podría haber sido peor.
El pabellón al que me asignaron estaba en un edificio de una planta en el que vivían cuarenta esquizofrénicas
crónicas. Me dijeron que todas estaban desahuciadas, no había remedio para ellas. Observé una sola cosa que
podía explicar esa afirmación: la enfermera jefe. Era amiga del director y por lo tanto imponía sus propias
reglas, entre las cuales estaba la de permitir circular libremente a sus adorados gatos por todo el pabellón.
Estos orinaban por todos los rincones, y como las ventanas provistas de barrotes se mantenían cerradas, la
fetidez era horrorosa. Al instante sentí compasión por mis compañeros de trabajo, el doctor Philippe Trochu,
residente, y Grace Miller, asistenta social. Los dos eran personas humanitarias.
No lograba imaginarme cómo podían sobrevivir allí mis compañeros, aunque las pacientes lo tenían mucho
peor. Las golpeaban con palos, las castigaban aplicándoles electrochoque y a veces las metían en bañeras con
agua caliente hasta el cuello y las dejaban allí hasta 24 horas. A muchas se las usaba de cobayas humanos en
experimentos con LSD, psilocibina y mescalina. Si protestaban, y todas lo hacían, las sometían a castigos aún
más inhumanos.
En mi calidad de investigadora me encontré en el centro de ese nido de víboras. Mi trabajo oficial consistía en
registrar los efectos de esos alucinógenos en las pacientes, pero después de escucharlas explicar las
aterradoras visiones que les producían esas drogas, juré poner fin a esa práctica y cambiar la forma de llevar
esa institución.
No sería difícil modificar los procedimientos rutinarios del hospital o de las enfermas. La mayoría permanecían
arrinconadas en su sala o en la de recreación, totalmente ociosas, sin ningún tipo de ocupación, distracción ni
estímulo. Por la mañana tenían que formar en fila para recibir los medicamentos que les provocaban un estado
de estupor y les producían horrorosos efectos secundarios. El resto del día se las sometía a tratamientos
similares. Vi que había motivos para administrar medicamentos como el Thorazine en la terapia para
psicóticos, pero la mayoría de esas personas estaba medicada en exceso y eran víctimas de indiferencia y
negligencia. En lugar de medicamentos, lo que necesitaban era atención y cariño.
Con la ayuda de mis compañeros de trabajo, cambié esas prácticas por otras que motivaran a las pacientes a
ocuparse de sí mismas y cuidarse. Si deseaban Coca-cola y cigarrillos, tenían que ganarse el dinero para
pagar esos privilegios. Debían levantarse a la hora, vestirse solas, peinarse y llegar a la fila a tiempo. Las que
no podían, o no querían, realizar esas sencillas tareas, tenían que aceptar las consecuencias. El viernes por la
noche les entregaba su paga. Algunas se bebían toda su cuota de Coca-cola y se fumaban todos los cigarrillos
la primera noche. Pero obtuvimos resultados.
¿Qué sabía yo de psiquiatría? Nada. Pero sí sabía de la vida y abrí mi corazón a la desgracia, la soledad y el
miedo que sentían esas mujeres. Si me hablaban, yo les contestaba; si me expresaban sus sentimientos, yo
las escuchaba y les contestaba. Ellas lo notaron, y de pronto vieron que no estaban solas y dejaron de sentirse
asustadas.
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Tuve que batallar más con mi jefe que con las pacientes. Él se oponía a reducir los medicamentos, pero
finalmente logré que las pacientes realizaran tareas de poca monta, pero productivas. Llenar cajas con lápices
de rí-mel no era gran cosa, pero era mejor que estar sentadas drogadas en estado de trance. Después incluso
comencé a sacar a la calle a las pacientes de mejor conducta. Les enseñé a viajar en metro, a hacer algunas
compras y, en ocasiones especiales, incluso las llevé a los almacenes Macy’s. Mis pacientes sabían que me
importaban y fueron mejorando.
En casa le contaba a Manny todas mis experiencias, todas las historias sobre mis pacientes, entre ellas la de
una joven llamada Rachel. Era esquizofrénica catatónica, y estaba clasificada entre las incurables. Durante
años se había pasado los días de pie sin moverse de sitio en el patio. Nadie recordaba que alguna vez hubiera
dicho
una palabra o emitido algún sonido. Cuando pedí que la trasladaran a mi pabellón, todos pensaron que me
había vuelto loca.
Pero una vez que estuvo a mi cuidado, la traté como a las demás. La obligaba a realizar tareas y a ponerse en
medio del grupo para las fiestas de celebración, como Navidad y Chanukah, e incluso su propio cumpleaños. Al
cabo de casi un año de atención, por fin habló. Ocurrió durante una terapia de actividades artísticas, mientras
dibujaba. Un médico se detuvo a mirar lo que estaba dibujando y ella le preguntó: "¿Le gusta?"
Al cabo de poco tiempo Rachel salió del hospital, se buscó una casa para vivir sola y se dedicó a la serigrafía
artística.
Yo me alegraba de todos los éxitos, los grandes y los pequeños, como aquel cuando un hombre que siempre
estaba de cara a la pared se volvió a mirar al grupo. Pero al final del año me encontré ante una difícil elección.
En mayo me invitaron a presentar nuevamente mi solicitud para el programa de pediatría en el Columbia
Presbyte-rian. Me debatí entre seguir mis sueños o continuar con mis pacientes. Me parecía imposible
decidirme, pero hacia el final de esa misma semana descubrí que estaba embarazada otra vez. Eso solucionó
el problema.
Sin embargo, hacia fines de junio volví a sufrir un aborto espontáneo. Por eso me había negado a
entusiasmarme mucho por mi embarazo. No quería volver a pasar por la tristeza y depresión, aunque eso era
imposible de evitar. Mi tocólogo me dijo que era una de esas mujeres cuyos embarazos no llegan a término. No
le creí, porque en mis sueños yo me veía con hijos. Esos abortos los atribuí al destino. Así pues, me quedé otro
año en el Manhattan, donde mi objetivo era conseguir el alta de todas las pacientes posibles. Me dediqué a
encontrarles trabajo fuera del hospital a la mayor parte de las pacientes funcionales. Salían por la mañana y
volvían por la noche; aprendieron a emplear su dinero en comprar cosas más básicas que la Coca-cola y los
cigarrillos. Mis superiores advirtieron mi éxito y me preguntaron en qué teoría se basaba mi método. Yo no
tenía ninguna.
- Hago cualquier cosa que me parece correcta después de conocer a la paciente —les expliqué—. No se las
puede atontar con drogas y luego esperar que mejoren. Hay que tratarlas como a personas. No me refiero a
ellas como lo hacéis vosotros, no digo "Ah, la esquizofrénica de la sala tal o cual". Las conozco por sus
nombres. Conozco sus hábitos. Y ellas responden.
El mayor éxito resultó ser el de la "casa abierta" que iniciamos entre la asistenta social Grace Miller y yo. Se
invitó a las familias del barrio a visitar el hospital y a adoptar pacientes. En otras palabras, queríamos conseguir
que personas absolutamente incapaces de establecer cualquier tipo de relación aprendieran a hacerlo. Algunas
pacientes respondieron maravillosamente bien. Adquirieron un sentido de responsabilidad y finalidad para sus
vidas. Algunas incluso aprendieron a hacer planes para el futuro.
La más maravillosa de todas fue una mujer llamada Alice. Cuando se aproximaba la fecha en que sería dada
de alta después de haber pasado veinte años en la sala para enfermas mentales, un día sorprendió a todo el
mundo con una petición muy poco común. Deseaba volver a ver a sus hijos. ¿Hijos? Nadie sabía allí que
tuviera hijos.
Pero Grace hizo averiguaciones y descubrió que, en efecto, Alice tenía dos hijos. Los dos eran pequeños
cuando la internaron en el hospital. Les habían dicho que su madre había muerto.
Mi colega asistenta social encontró a esos hijos, ya adultos, y les explicó el programa de "adopción" del
hospital.
Les dijo que había una "señora sola" que necesitaba una familia adoptiva. En memoria de su madre ellos
accedieron a adoptarla. A ninguno se le informó de la verdadera identidad de la señora. Pero jamás olvidaré la
increíble sonrisa de Alice cuando estuvo ante los hijos que ella creía que la habían abandonado. Por fin, una
vez que salió del hospital, los hijos la llevaron a formar nuevamente parte de su familia. -
Y hablando de familia, Manny y yo seguíamos intentando comenzar la nuestra. En el otoño de 1959 volví a
quedar embarazada. El nacimiento estaba previsto para mediados de junio. Durante nueve meses Manny me
trató como si me pudiera romper. No sé por qué, pero yo sabía que no iba a perder ese bebé. En lugar de
preocuparme por otro aborto, me imaginaba al bebé, niñito o niñita. Me imaginaba cómo lo mimaría.
Pensándolo bien, la vida era difícil, cada día nos presentaba un nuevo reto. Yo me preguntaba cómo es posible
que una persona en su sano juicio desee traer otra vida al mundo. Pero entonces pensaba en la belleza del
mundo y me reía. ¿Por qué no? Nos mudamos a un apartamento en el Bronx. Era más grande que las dos
casas anteriores. Alrededor de una semana antes del parto, mi madre llegó en avión para ayudarme con el
bebé. No se molestó en lo más mínimo porque yo me retrasara al ir a recogerla; eso le dio tiempo para visitar
Macy’s y las otras tiendas.
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Cuando habían pasado tres semanas de la fecha y no ocurría nada, Manny y yo comenzamos a recorrer en
coche las calles adoquinadas de Brooklyn. Buscábamos los baches para pasar por encima. Lo gracioso fue
que por fin me comenzaron los dolores del parto cuando estábamos atascados en la carretera de Long Island
en medio de una tormenta. Siguiendo nuestro plan, nos dirigimos al hospital Glen Cove. Después de quince
horas de parto comencé a hacer progresos, pero ya los médicos habían decidido intervenir con fórceps. Yo era
contraria a esos procedimientos, pero en ese momento estaba demasiado agotada para que me importara.
Simplemente deseaba estrechar en mis brazos un bebé sano. Lo único que recuerdo fue mi chillido. Después
me colocaron en los brazos un precioso niño sano, con los ojos abiertos, que escudriñaba el nuevo mundo que
lo rodeaba. Era el bebé más hermoso que había visto en mi vida. Lo examiné minuciosamente. Era un niño, mi
hijo. Pesó cerca de 3,700 kilos; su cabecita estaba coronada por una mata de pelo oscuro y tenía las pestañas
más preciosas, largas y oscuras que habíamos visto en un bebé. Manny le puso Kenneth. Ni mi madre ni yo
lográbamos pronunciar bien la "th" final de su nombre, pero no nos importó. Estábamos fascinadas por su
llegada.
Habíamos acordado dejar que nuestros hijos decidieran por sí mismos en cuestiones de religión cuando
tuvieran la edad suficiente, pero de todos modos Manny insistió en que lo circuncidaran. Era por su familia.
Pero cuando me enteré de que iba a llegar un rabino, me imaginé una circuncisión y después una Bar Mitzvah””
y eso ya me pareció demasiado.
Nota : Bar Mitzvah: Ceremonia religiosa judía por la cual un chico de trece años entra a formar parte de la
comunidad adulta. (N. de la T.)fin de nota).
El pediatra de Kenneth me calmó informándome de un problema médico. El bebé tenía dificultades para orinar,
tenía cerrado el prepucio. Tendría que practicarle una circuncisión inmediatamente. Aunque medio aturdida
todavía, me bajé de la cama de un salto para ayudarle en la operación.
Me era imposible imaginar una felicidad más grande. Podía imaginarme más cansada, pero no más feliz,
muchas veces he pensado maravillada cómo se las arregló mi madre con cuatro hijos, tres de las cuales
llegamos de una sola vez. Pero como hacen todas las madres, ella decía que no había nada extraordinario en
eso. Lo que no entendía era por qué yo iba a volver al trabajo. En ese tiempo eran muy pocas las mujeres que
se las arreglaban para criar hijos y tener una profesión al mismo tiempo. Supongo que yo fui una de esas
mujeres que nunca vieron otra opción. Para mí, mi familia era lo más importante del mundo, pero también tenía
que cumplir una vocación.
Después de pasar un mes en casa volví al Hospital Estatal de Manhattan, donde terminé mi segundo año de
residencia. Entre mis logros allí se cuentan el haber puesto fin a los castigos más sádicos y haber conseguido
el alta del noventa y cuatro por ciento de las esquizofrénicas "desahuciadas", que salieron a llevar vidas
autosu-ficientes y productivas fuera del hospital. De todas formas necesitaba otro año más de residencia para
ser una psiquiatra hecha y derecha. Todavía no encontraba muy apropiada la especialidad, pero Manny y yo
estuvimos de acuerdo en que era demasiado tarde para comenzar de nuevo.
Solicité un puesto en el Montefiore, una institución más perfeccionada y que ofrecía más estímulo que el
hospital estatal. Me llamaron para una entrevista, pero ésta no fue bien. Al parecer mi entrevistador, un médico
de personalidad fría y displicente, sólo estaba interesado en humillarme. Sus preguntas pusieron en evidencia
mi falta de conocimiento (e interés) acerca de los tratamientos para personas neuróticas, alcohólicas, con
problemas sexuales y otros tipos de enfermedades no psicóticas, al mismo tiempo que le permitieron a él
exhibir lo mucho que sabía. Pero sólo eran conocimientos librescos. En mi opinión, había una gran diferenaa
entre lo que el sabia por sus lecturas y lo que yo había experimentado en el Manhattan, y aunque eso
significaba poner en peligro mi admisión en el montefiore,
- El conocimiento va muy bien -le dije- pero el conocimiento solo no va a sanar a nadie. Si no se usa.
16.. VIIVIIR HASTA LA MUERTE
Al poco tiempo de ser aceptada en el Montefiore, donde me pusieron a cargo de la clínica psicofarmacoló-gica
y también hacía de consultora de enlace para otros departamentos, entre ellos el de neurología, un neurólogo
me pidió que viera a uno de sus pacientes, un joven veinteañero que, según el diagnóstico, sufría de parálisis
psicosomática y depresión. Después de hablar con él determiné que se encontraba en las últimas fases de
esclerosis lateral amiotrófica, un trastorno incurable y degenerativo. "El paciente se está preparando para
morir", informé.
El neurólogo no sólo estuvo en desacuerdo sino que además ridiculizó mi diagnóstico y alegó que el paciente
sólo necesitaba tranquilizantes para curar su mórbido estado mental.
Pero a los pocos días murió el paciente.
Mi sinceridad no estaba en consonancia con la forma como se ejercía la medicina en los hospitales. Pasados
unos meses observé que muchos médicos evitaban rutinariamente referirse a cualquier cosa que tuviera que
ver con la muerte. A los enfermos moribundos se los trataba tan mal como a mis pacientes psiquiátricos del
hospital estatal. Se los rechazaba y maltrataba. Nadie era sincero con ellos. Si un enfermo de cáncer
preguntaba "¿Me voy a morir?", el médico le contestaba "¡Oh, no! no diga tonterías".
Yo no podía comportarme así.
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Pero claro, no creo que en Montefiore ni en muchos otros hospitales hubieran visto a muchos médicos como
yo. Pocos tenían experiencias como las de mis trabajos voluntarios en las aldeas europeas asoladas por la
guerra, y menos aún eran madres, como yo lo era de mi hijo Kenneth. Además, mi trabajo con las enfermas
esquizofrénicas me había demostrado que existe un poder sanador que trasciende los medicamentos, que
trasciende la ciencia, y eso era lo que yo llevaba cada día a las salas del hospital. Durante mis visitas a los
enfermos me sentaba en las camas, les cogía las manos y hablaba durante horas con ellos. Así aprendí que no
existe ni un solo moribundo que no anhele cariño, contacto o comunicación. Los moribundos no desean ese
distancia-miento sin riesgos que practican los médicos. Ansían sinceridad. Incluso a los pacientes cuya
depresión los hacía, desear el suicidio era posible, aunque no siempre, convencerlos de que su vida todavía
tenía sentido. "Cuénteme lo que está sufriendo —les decía—. Eso me servirá para ayudar a otras personas."
Pero, desgraciadamente, los casos más graves, esas personas que estaban en las últimas fases de la
enfermedad, que estaban en el proceso de morir, eran las que recibían el peor trato. Se las ponía en las
habitaciones más alejadas de los puestos de las enfermeras; se las obligaba a permanecer acostadas bajo
fuertes luces que no podían apagar; no podían recibir visitas fuera de las horas prescritas; se las dejaba morir
solas, como si la muerte fuera algo contagioso.
Yo me negué a seguir esas prácticas. Las encontraba injustas y equivocadas. De modo que me quedaba con
los moribundos todo el tiempo que hiciera falta, y les decía que lo haría.
Aunque trabajaba por todo el hospital, me sentía atraída hacia las habitaciones de los casos más graves, de los
moribundos. Ellos fueron los mejores maestros que he tenido en mi vida. Los observaba debatirse para aceptar
su destino; los oía arremeter contra Dios; no sabía qué decir cuando gritaban "¿por qué yo?", y los escuchaba
hacer las paces con Él. Me di cuenta de que si había otro ser humano que se preocupara por ellos, llegaban a
aceptar su sino. A ese proceso lo llamaría yo después las diferentes fases del morir, aunque puede aplicarse a
la forma como enfrentamos cualquier tipo de pérdida.
Escuchando, llegué a saber que todos los moribundos saben que se están muriendo. No es cuestión de
preguntarse "¿se lo decimos?" ni "¿lo sabe?".
La única pregunta es: "¿Soy capaz de oírlo?"
En otra parte del mundo mi padre estaba tratando de encontrar a alguien que lo escuchara. En septiembre mi
madre llamó para informarnos de que mi padre estaba en el hospital, moribundo. Me aseguró que esta vez no
se trataba de una falsa alarma. Manny no tenía tiempo libre, pero yo cogí a Kenneth y al día siguiente partí en
el primer avión.
En el hospital vi que se estaba muriendo. Tenía septicemia, una infección mortal causada por una operación
chapucera que le habían practicado en el codo. Se hallaba conectado con máquinas que le extraían el pus del
abdomen. Estaba muy delgado y padecía muchos dolores. Los remedios ya no le hacían ningún efecto. Lo
único que quería era irse a casa. Nadie le hacía caso. Su médico se negaba a dejarlo marchar, y por lo tanto el
hospital también.
Pero mi padre amenazó con suicidarse si no le permitían morir en la paz y comodidad de su casa. Mi madre
estaba tan cansada y angustiada que también amenazó con suicidarse. Yo conocía la historia de la que nadie
hablaba en esos momentos. Mi abuelo, el padre de mi padre, que se había fracturado la columna, murió en un
sanatorio. Su último deseo fue que lo llevaran a casa, pero mi padre se negó, prefiriendo hacer caso a los
médicos. En esos momentos papá se encontraba en la misma situación.
Nadie en el hospital hizo el menor caso de que yo fuera médico. Me dijeron que podía llevármelo a casa si
firmaba un documento que los eximiera de toda responsabilidad.
- El trayecto probablemente lo va a matar —me advirtió su médico.
Yo miré a mi padre, en la cama, impotente, aquejado de dolores y deseoso de irse a casa. La decisión era mía.
En ese momento recordé mi caída en una grieta cuando andábamos de excursión por un glaciar. Si no hubiera
sido por la cuerda que me lanzó y me enseñó a atarme, habría caído al abismo y no estaría viva. Yo iba a
rescatarlo a él esta vez. Firmé el documento.
Mi tozudo padre, una vez conseguido lo que quería, deseó celebrarlo. Me pidió un vaso de su vino favorito, que
yo había metido a hurtadillas en su habitación unos días antes. Mientras le ayudaba a sostener el vaso para
que bebiera, vi cómo salía el vino por uno de los tubos que tenía insertados en el cuerpo. Entonces supe que
era el momento de dejarlo marchar.
Una vez que el equipamiento médico estuvo instalado en su habitación, lo llevamos a casa. Yo iba sentada a
su lado en la ambulancia, observando cómo se le alegraba el ánimo a medida que nos acercábamos a casa.
De tanto en tanto me apretaba la mano para expresarme lo mucho que me agradecía todo eso. Cuando los
auxiliares de la ambulancia lo llevaron a su dormitorio, vi lo marchito que estaba su cuerpo en otro tiempo tan
fuerte y potente. Pero continuó dando órdenes a todo el mundo hasta cuando lo tuvieron instalado en su cama.
- Por fin en casa —musitó.
Durante los dos días siguientes dormitó apaciblemente. Cuando estaba consciente miraba fotografías de sus
amadas montañas o sus trofeos de esquí. Mi madre y yo nos turnábamos para velar junto a su cama. Por el
motivo que fuera, mis hermanas no pudieron ir a casa, pero llamaban continuamente.
Habíamos contratado a una enfermera, aunque yo asumí la responsabilidad de mantener a mi padre limpio y
cómodo. Eso me recordó que ser enfermera es un arduo trabajo.
Cuando se aproximaba el final, mi padre se negó a comer, le dolía demasiado. Pero pedía diferentes botellas
de vino de su bodega. Muy propio de él.
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La penúltima noche lo observé dormir inquieto, molesto por terribles dolores. En un momento crítico le puse
una inyección de morfina. Al día siguiente por la tarde ocurrió algo de lo más extraordinario. Mi padre despertó
de su sueño agitado y me pidió que abriera la ventana para poder oír con más claridad las campanas de la
iglesia. Estuvimos un rato escuchando las conocidas campanadas de la Kreuzkirche. Después comenzó a
hablar con su padre, pidiéndole disculpas por haberlo dejado morir en ese horrible sanatorio. "Tal vez lo he
pagado con estos sufrimientos", le dijo, y le prometió que lo vería pronto.
En medio de esa conversación se volvió a mí para pedirme un vaso de agua. Yo me maravillé de que se
orientara tan bien y fuera capaz de pasar de una realidad a otra. Lógicamente, no oí ni vi a mi abuelo. Al
parecer mi padre arregló muchísimos asuntos pendientes. Esa noche se debilitó considerablemente. Yo me
acosté en una cama plegable junto a la suya. Por la mañana comprobé que estaba cómodo, le di un cariñoso
beso en la frente, le apreté la mano y salí a prepararme un café en la cocina. Estuve fuera dos minutos.
Cuando volví, mi padre estaba muerto.
Durante la media hora siguiente, mi madre y yo estuvimos sentadas junto a él despidiéndonos. Había sido un
gran hombre, pero ya no estaba allí. Aquello que había conformado el ser de mi padre, la energía, el espíritu y
la mente, ya no estaba. Su alma había salido volando de su cuerpo físico. Yo estaba segura de que su padre lo
había guiado directo al cielo, donde ciertamente estaba envuelto en el amor incondicional de Dios. Entonces no
tenía yo ningún conocimiento de la vida después de la muerte, pero estaba segura de que mi padre estaba
finalmente en paz.
¿Qué hacer a continuación? Notifiqué su fallecimiento al Departamento de Salud de la ciudad, que no sólo se
llevarían el cadáver sino que proporcionarían gratis el ataúd y la limusina para el funeral. Inexplicablemente, la
enfermera que yo había contratado se marchó en cuanto se enteró de que mi padre había muerto y me
transfirió la obligación de prodigar las últimas atenciones al cadáver. Una amiga, la doctora Bridgette Willisau,
me prestó su generosa ayuda. Juntas lo lavamos, limpiamos el pus y las heces de su deteriorado cuerpo y lo
vestimos con un bonito traje. Trabajamos en una especie de silencio religioso. Agradecida, pensé que mi padre
había tenido la oportunidad de ver a Kenneth y que mi hijo había conocido a su abuelo aunque fuera por un
breve período de tiempo. Yo nunca conocí a mis abuelos.
Cuando llegaron los dos funcionarios con el ataúd, mi padre estaba vestido sobre la cama en una habitación
limpia y ordenada. Después de colocarlo con toda delicadeza dentro del féretro, uno de los hombres me llevó
hacia un lado y me preguntó si quería coger algunas flores del jardín para ponérselas entre las manos. ¿Cómo
lo sabía? ¿Cómo pude haberlo olvidado? Fue mi padre quien había estimulado mi amor por las flores, quien
me había abierto los ojos a la belleza de la naturaleza. Corrí escaleras abajo llevando a Kenneth de la mano, y
después de recoger los más hermosos crisantemos que pudimos encontrar los pusimos entre las manos de mi
padre.
El funeral se celebró tres días después. En la misma capilla donde se casaron sus hijas, mi padre fue
recordado por las personas con quienes había trabajado, por alumnos a los que había enseñado y por sus
amigos del Club de Esquí. A excepción de mi hermano, toda la familia asistió al servicio, que acabó con sus
himnos favoritos. Nuestro duelo duró algún tiempo más, pero a ninguno nos quedó ningún pesar. Esa noche
escribí en mi diario: "Mi padre ha vivido de verdad hasta el momento de su muerte."
17.. MII PRIIMERA CONFERENCIIA
En 1962 ya me había convertido en una estadounidense; bastaron cuatro años para ello. Masticaba chicle,
comía hamburguesas, tornaba cereales azucarados para desayunar y apoyaba a Kennedy contra Nixon.
Preparé a mi madre para una de sus visitas con una carta en que le advertía: "No te escandalices demasiado al
saber que para salir uso pantalones con tanta frecuencia como faldas."
Pero continuaba sintiendo una especie de inquietud, una sensación interior de que, a pesar de mi matrimonio y
maternidad, aún no estaba establecida en la vida. No me sentía establecida. Traté de comprender eso
escribiendo en mi diario: "Todavía no sé por qué estoy en Estados Unidos, pero tiene que haber un motivo. Sé
que hay una frontera por allí y que alguna vez voy a internarme en el territorio desconocido."
No tengo idea de qué me hacía pensar eso, pero ese verano, tal como había pronosticado, viajamos al Oeste.
Manny y yo encontramos puestos en la Universidad de Colorado, la única Facultad de Medicina del país que
tenía vacantes en neuropatología y psiquiatría. Viajamos a Denver en el descapotable nuevo de Manny. Mi
madre nos acompañó y nos ayudó a atender a Kenneth. Encontré maravilloso, majestuoso y amplio el paisaje;
se renovó mi entusiasmo y mi pasión por la Madre Naturaleza. Llegados a Denver nos encontramos con que la
casa aún no estaba totalmente lista. No importaba; dejamos aparcada la caravana en el camino de entrada y
emprendimos un recorrido turístico. Visitamos al hermano de Manny en Los Ángeles y de ahí nos fuimos a
Tijuana, y eso sólo porque mi madre, novata en la lectura de mapas, nos aseguró que estaba "al lado". A la
vuelta yo tuve la idea de ir a la zona llamada Cuatro Esquinas, el punto de intersección de Arizona, Utah,
Colorado y Nuevo México.
Fue una oportunidad fabulosa de contemplar las grandes mesetas, molas y rocas del valle Monument. Sentí
una misteriosa afinidad con ese lugar, sobre todo cuando en la distancia divisé a una india a caballo. La escena
me pareció tan familiar como si la hubiera visto antes; entonces sentí un estremecimiento de emoción al
recordar mi sueño en el barco la noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos. No les dije nada a mi
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madre ni a Manny, pero esa noche, sentada en la cama, permití a mi mente hacer todas las preguntas que
quisiera, por estrafalarias que parecieran. Después, para no olvidarlo, saqué mi diario y escribí:
Sé muy poco sobre la teoría de la reencarnación; siempre he tenido la tendencia a relacionar la reencarnación
con personas de la nueva ola que explican sus vidas anteriores en una habitación llena de incienso. Ese no ha
sido mi tipo de educación. Me siento a gusto en los laboratorios. Pero ahora sé que existen misterios de la
mente, la psique, y el espíritu que no se pueden investigar al microscopio ni con reacciones químicas. A su
tiempo sabré más; con el tiempo lo comprenderé.
En Denver volví a la realidad, en la que buscaba una finalidad para mi vida. Eso fue particularmente cierto en el
hospital. Era psiquiatra, pero la psiquiatría normal no estaba hecha para mí. También traté de trabajar con
adultos y niños aquejados de problemas. Pero lo que finalmente captó mi interés fue el tipo de psiquiatría
intuitiva que había practicado con las esquizofrénicas en el Hospital Estatal de Manhattan, el tipo de interacción
personal que sustituye a los medicamentos y las sesiones de grupo. Hablé de ello con mis colegas de la
universidad, pero ninguno mostró aprobación ni me infundió aliento.
¿Qué podía hacer? Les pedí consejo a tres distinguidos y famosos psiquiatras; me sugirieron que me analizara
en el famoso Instituto Psicoanalítico de Chicago, respuesta tradicional que en esos momentos no consideré
práctica para mi vida.
Por aquel entonces asistí a una conferencia del catedrático Sydney Margohn, el respetado jefe del nuevo
laboratorio de psicofisiología del departamento psiquiátrico. Desde el estrado, el profesor Margolin captaba
poderosamente la atención. Era un hombre mayor, de largos cabellos grises que hablaba con un fuerte acento
austríaco. Era un orador fascinante, un excelente actor. Después de unos minutos de escucharlo comprendí
que era exactamente lo que necesitaba.
No resultaba sorprendente que sus charlas fueran muy populares. Asistí a varias. Daba la impresión de que se
materializaba en el estrado. Los temas de sus charlas eran siempre una sorpresa. Un día me decidí a seguirlo
a su despacho y me presenté. Él se mostró muy amable y pronto descubrí que era aún más fascinante al
hablar con él personalmente. Conversamos muchísimo rato, en alemán y en inglés. Igual que en algunas de
sus charlas, tocamos todos los temas. Aproveché para explicarle mi situación y él me habló de su interés por la
tribu india ute.
A diferencia de sus colegas, no me dijo nada de ir a Chicago, sino que me animó a trabajar en su laboratorio.
Acepté.
El profesor Margolin era un jefe difícil y exigente, pero el trabajar a sus órdenes en enfermedades psicosomáticas
fue lo más gratificante que yo hiciera en Den-ver. A veces me limitaba a recomponer algún antiguo
equipo electrónico desechado por otros departamentos que él aprovechaba. Eso me gustaba. Era un médico
heterodoxo. Por ejemplo, en su equipo había un electricista, un hombre que sabía hacer de todo y una fiel
secretaria. El laboratorio estaba lleno de instrumentos como polígrafos, electrocardiógrafos, etc. Al profesor
Margohn le interesaba medir la relación entre los pensamientos y emociones de un paciente y su patología.
Entre sus métodos estaba también la hipnosis, y creía en la reencarnación.
Mi felicidad en el trabajo se reflejaba en mi vida hogareña. Manny también estaba contento con su trabajo; era
un importante conferenciante en el departamento de neurología. Nuestro hogar era todo lo que yo había
soñado que sería la vida de familia. En el patio construí un jardín rocoso al estilo suizo en el que no faltaba una
picea, flores alpinas y mi primera edelweiss norteamericana. Los fines de semana llevábamos a Kenneth al
zoológico y hacíamos excursiones por las Rocosas. También pasábamos agradables veladas con el profesor
Margolin y su esposa, escuchando música y conversando sobre diversos temas, desde las teorías de Freud
hasta las de vidas anteriores.
Las desilusiones fueron pocas, pero importantes para nuestra familia. En 1964, nuestro segundo año en Denver,
quedé embarazada dos veces y las dos veces perdí al bebé con un aborto espontáneo. Cada vez se me
hacía más difícil soportar la frustración, más que la pérdida. Tanto Manny como yo deseábamos añadir otro hijo
a nuestra prole. Yo quería tener dos hijos. Ya tenía a mi hijo. Si Dios era bueno, tendría también una hija.
Decidí seguir intentándolo.
El catedrático Margolin viajaba con frecuencia. Un día me llamó a su despacho para anunciarme su próximo
viaje a Europa, para una estancia de dos semanas. Yo pensé que sólo quería hablar de ciudades y lugares,
como solíamos hacer cuando recordábamos nuestras muy viajadas juventudes. Pero en esta ocasión no se
trataba de eso. Imprevisible como siempre, me designó para reemplazarlo en sus charlas en la Facultad de
Medicina. Yo tardé un momento en captar su petición, pero cuando la entendí al instante comencé a sudar de
nerviosismo.
No sólo lo consideré un honor, también me pareció algo imposible. El profesor Margolin era un orador animado
e interesante cuyas conferencias semejaban más bien espectáculos intelectuales de un solo actor. Eran las
que atraían mayor número de público en la facultad. ¿Cómo podía yo ponerme en su pellejo? Cuando me veía
obligada a hablar delante de un grupo, fuera grande o pequeño, me invadían una timidez y una inseguridad
terribles.
- Tiene dos semanas para prepararse —me dijo en tono tranquilizador—. Yo no sigo ningún plan
preestablecido. Si quiere, eche una mirada a mis archivos. Elija cualquier terna que le apetezca.
Después del pánico surgió la obligación. Durante la semana siguiente me instalé en la biblioteca y leí libro tras
libro tratando de encontrar un tema original. No roe entusiasmaba la psiquiatría al uso. Tampoco me gustaba la
cantidad de medicamentos que se administraba a los pacientes para hacerlos "manejables". Descarté también
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todo lo que fuera demasiado especializado, por ejemplo todo lo que tratara de las diferentes psicosis. Al fin y al
cabo, la mayoría de los alumnos que asistían a las conferencias estaban interesados en otras especialidades,
no en psiquiatría.
Pero tenía que llenar dos horas y necesitaba un tema que aportara los conocimientos de psiquiatría que yo
creía necesarios para los futuros médicos. ¿Qué podía interesar a un ortopedista o a un urólogo? Según mi
experiencia, la mayoría, de los médicos se mostraban demasiado distanciados en su trato con los pacientes.
Les hacía mucha falta enfrentarse a los sentimientos, temores y defensas normales que sentían las personas al
entrar en el hospital. Necesitaban tratar a los pacientes como a seres humanos iguales que ellos.
Así pues, buscaba algo que tuvieran en común todos, pero por muchos libros que mirara, no se me ocurría
nada.
De pronto un día me vino algo a la cabeza: la muerte. Todos los enfermos y médicos pensaban en ella. La
mayoría la temían. Tarde o temprano, todos tendrían que enfrentarse a ella; eso era algo que médicos y
enfermos tenían en común, y era probablemente el mayor misterio de la medicina. Y el mayor tabú también.
Ése fue mi tema. Busqué libros para investigarlo, pero en la biblioteca no había material, aparte de un difícil
tratado psicoanalítico y unos cuantos estudios sociológicos sobre los ritos mortuorios de los budistas, judíos,
indios norteamericanos y otros. Yo deseaba un enfoque distinto. Mi tesis era la simple idea de que los médicos
se sentirían menos violentos ante la muerte si la entendieran mejor, si sencillamente hablaran de cómo es
morir. Bueno, estaba sola y debía lanzarme. El catedrático
Margolin siempre dividía en dos partes sus charlas; dedicaba la primera a los aspectos teóricos, y en la
segunda presentaba pruebas empíricas que respaldaran lo que había dicho antes. Trabajé más que nunca
preparando la primera hora, y luego vi que tenía que inventar algo para la segunda.
¿Qué?
Durante varios días anduve por el hospital pensando, explorando y deseando que se me ocurriera algo. Un día,
cuando hacía mi ronda de visitas, me senté en la cama de una chica de dieciséis años que iba a morir de
leucemia. Estábamos hablando de su situación, como habíamos hecho muchas veces antes, cuando de pronto
caí en la cuenta de que a Linda no le costaba esfuerzo alguno hablar de su estado con sinceridad y sin rodeos.
El trato impersonal que le dispensaba su médico ahogaba las esperanzas que pudiera tener, pero Linda
también expresaba libre y elocuentemente su rabia hacia su familia, que había adoptado una actitud errónea
ante el hecho de que estuviera moribunda. Hacía poco su madre había hecho pública su situación, pidiendo a
la gente que le enviaran tarjetas de felicitación para su cumpleaños, "Felices 16", porque estaba segura de que
ése sería su último aniversario.
Ese día había llegado una inmensa saca con felicitaciones de cumpleaños. Todas las tarjetas eran bien
intencionadas pero impersonales, escritas por personas totalmente desconocidas. Mientras conversábamos,
Linda hizo a un lado las tarjetas con sus brazos delgaduchos y frágiles. Se le colorearon de rabia las pálidas
mejillas y me dijo que en lugar de eso prefería visitas cariñosas de sus familiares.
- Ojalá pensaran en cómo me siento —exclamó—. Lo que quiero decir es ¿por qué yo? ¿Por qué Dios me
eligió a mí para morir?
Me sentí fascinada por esa niña valiente y en ese momento supe que los alumnos de medicina tenían que oírla.
- Diles todas las cosas que nunca podrías decirle a tu madre —la insté—. Diles lo que es tener dieciséis años y
estar moribunda. Si estás furiosa, expresa tu furia. Emplea las palabras que quieras. Simplemente habla con el
alma y el corazón.
El día de la charla subí al estrado delante del enorme anfiteatro y leí mis notas mecanografiadas. Tal vez se
debió a mi acento suizo, pero la reacción de los oyentes fue muy distinta de la que suscitaba el profesor Margolin.
Los alumnos se comportaron francamente mal; masticaban chicle, hablaban entre ellos y en general se
mostraron mal educados y groseros. De todos modos yo continué mi clase, preguntándome si alguno de esos
alumnos sería capaz de dar una charla en francés o alemán. También pensé en las facultades de medicina
suizas, donde los catedráticos inspiraban el mayor de los respetos a los alumnos. Nadie se atrevería a masticar
chicle ni a murmurar durante la clase. Pero me encontraba a miles de kilómetros de mi tierra natal.
También estaba tan absorta en mi disertación que no me fijé en que hacia el final de la primera hora los
alumnos estaban más callados y se comportaban mejor. Pero en esos momentos yo ya me sentía tranquila,
pensando con ilusión en la sorpresa que les daría en la segunda mitad, al presentarles a una enferma
moribunda. Durante el descanso fui a buscar a mi valiente chica de dieciséis años, que se había puesto un
vestido muy bonito y se había peinado, y la llevé en silla de ruedas hasta el estrado en el centro del auditorio.
Si yo había estado hecha un manojo de nervios durante la primera hora, los límpidos ojos castaños de Linda y
su decidido mentón indicaban que estaba absolutamente tranquila y preparada.
Cuando los alumnos volvieron del descanso, ocuparon sus asientos nerviosos y en silencio, mientras yo
presentaba a la chica y les explicaba que se había ofrecido generosamente a responder a sus preguntas sobre
lo que es ser un enfermo terminal. Se produjo un ligero e inquieto revuelo al cambiar todos de posición en sus
asientos, y después, silencio, un silencio tan profundo que llegaba a ser perturbador. Era evidente que los
alumnos se sentían incómodos. Cuando pedí voluntarios, nadie levantó la mano. Finalmente elegí a unos
cuantos, los llamé al estrado y les pedí que hicieran preguntas. Las únicas preguntas que se les ocurrieron
eran relativas a los recuentos sanguíneos, tamaño del hígado, su reacción a la quimioterapia y otros detalles
clínicos.
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Cuando estaba claro que no iban a preguntarle nada acerca de sus sentimientos personales, decidí llevar la
entrevista en la dirección que yo había imaginado. Pero no tuve necesidad de hacerlo. Linda perdió la
paciencia con sus interrogadores y, en un apasionado ataque de rabia, clavó los ojos en ellos y planteó y
contestó las preguntas que siempre había deseado le hicieran su médico y el equipo de especialistas. ¿Qué se
siente cuando te dan sólo unas cuantas semanas de vida y tienes dieciséis años? ¿Cómo es no poder soñar
con el baile de fin de curso al terminar los estudios secundarios? ¿O con salir con un chico? ¿O no tener que
elegir una profesión para cuando seas mayor? ¿Qué se hace para vivir cada día? ¿Por qué no me dicen la
verdad?
Cuando ya llevábamos cerca de media hora, Linda se cansó y la llevé a su cama; los alumnos se quedaron en
un emotivo y atónito silencio casi reverencial. ¡Qué cambio se había producido en ellos! Aunque ya había
pasado el tiempo de la charla, ninguno se levantó para marcharse. Querían hablar, pero no sabían qué decir,
hasta que yo inicié la conversación. La mayoría reconoció que Linda los había conmovido hasta las lágrimas.
Finalmente sugerí que si bien sus reacciones habían sido provocadas por la chica moribunda, se debían en
realidad al reconocimiento de su propia mortalidad. Muchos de ellos no habían reflexionado nunca sobre los
sentimientos y temores que provoca la posibilidad e inevitabilidad de la propia muerte. No podían dejar de
pensar qué sentirían si estuvieran en el lugar de Linda.
- Ahora reaccionáis como seres humanos, no como científicos —comenté.
Silencio.
- Tal vez ahora no sólo vais a saber cómo se siente un moribundo sino también seréis capaces de tratarlos con
compasión, con la misma compasión con que desearíais que os trataran a vosotros.
Agotada por la charla, me senté en mi consulta a beber café, y de pronto me puse a pensar en un accidente
que sufrí cuando trabajaba en el laboratorio de Zúrich en 1943. Estaba mezclando unas sustancias químicas
cuando se me cayó la redoma y estalló en llamas, provocándome quemaduras en las manos, la cara y la
cabeza. Pasé dos semanas tremendamente dolorida en el hospital; no podía hablar ni mover las manos, y cada
día los médicos me torturaban al quitarme las vendas y de paso arrancándome también la piel sensible;
después me desinfectaban las heridas con nitrato de plata y las volvían a vendar. Su pronóstico era que jamás
recuperaría la movilidad total de los dedos.
Pero por la noche, y sin que lo supiera mi médico, un técnico de laboratorio amigo entraba subrepticiarnente en
mi habitación equipado con un artilugio de su invención con el que iba poniendo cada vez más peso en mis
dedos para ejercitarlos lentamente. Era nuestro secreto. Una semana antes de que me dieran el alta, el médico
llevó a un grupo de estudiantes de medicina para que me vieran. Mientras les explicaba mi caso y por qué me
habían quedado mutilizables los dedos, yo reprimía un fuerte deseo de reírme, hasta que de pronto levanté la
mano y moví los dedos, flexionándolos y doblándolos. Se quedaron pasmados.
- ¿Cómo? —me preguntó el médico.
Le conté mi secreto, y creo que todos aprendieron algo de él. Les cambió para siempre la forma de pensar.
Bueno, hacía sólo unas horas, Linda, de dieciséis años, había hecho lo mismo para un grupo de alumnos de
medicina. Les había enseñado algo que yo también estaba aprendiendo: qué resulta valioso y oportuno al final
de la vida y qué es un desperdicio de tiempo y energías. La verdad es que todos seguiríamos recordando las
lecciones de su corta vida durante muchos años después de que muriera.
Había muchísimo que aprender sobre la vida escuchando a los moribundos.
18.. MATERNIIDAD
Durante el tiempo en que di esas charlas, en las que también traté otros temas además del de la muerte,
trabajé motivada por una finalidad, pero cuando volvió el profesor Margolin, tuve la impresión de que se
desvanecía esa motivación. No obstante, la necesitaba tanto que envié una solicitud al Instituto Psicoanalítico
de Chicago, aunque la sola idea de pasar cada día varias horas sometida al psicoanálisis era suficiente para
odiarme a mí misma, y ese sentimiento se hizo más fuerte cuando a comienzos de 1963 me aceptaron la
solicitud. Pero entonces tuve la disculpa para rechazarla: descubrí que estaba embarazada.
Al igual que me ocurriera con Kenneth, presentí que ese bebé iba a llegar a término. Incluso me hice una
pequeña operación que según mi tocólogo era necesaria para "mantener al bebé en el horno". Pero durante los
nueve meses estuve en perfecto estado de salud tanto en lo físico como en lo emocional. No tuve dificultad
para compaginar mi trabajo en el hospital, donde llevaba un pabellón de personas muy perturbadas, con mi
vida doméstica. Kenneth, que por entonces tenía tres años y era muy activo y alegre, estaba feliz ante la
perspectiva de tener un hermanito o hermanita.
El 5 de diciembre de 1963 rompí aguas, cuando acababa de dar una charla. Era demasiado pronto para que
comenzara el parto, pero me senté ante mi escritorio y le pedí a un alumno que llamara a Manny. Puesto que
trabajaba en el mismo edificio, éste llegó a los pocos minutos. Aunque yo me sentía perfectamente bien, igual
que momentos antes, me llevó a casa y llamó por teléfono al tocólogo. Éste no se preocupó especialmente y
me dijo que descansara y fuera a verlo en su consulta el lunes. Simplemente tenía que estar en cama,
controlarme la temperatura y evitar hacer esfuerzos, me dijo.
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Eso es fácil de decir para un hombre. Si me iban a hospitalizar el lunes, tenía que hacer algunos preparativos.
Me pasé el fin de semana cocinando platos para congelar, para Manny y Kenneth, y dejando lista una maleta
con ropa. El lunes por la mañana me sentía bien, pero cuando entré en la consulta del tocólogo tenía la pared
abdominal tan dura como una piedra. El médico se alarmó y asustó por esa anomalía. Pensó que era
peritonitis, una peligrosa infección que se podría haber evitado si me hubiera visitado el día que rompí aguas.
Me llevaron a toda prisa al Hospital Católico, que estaba cerca, y allí las monjas se dispusieron a inducir el
parto, mientras mi médico me informaba que era probable que el bebé fuera demasiado pequeño para
sobrevivir. Ciertamente no iba a tolerar ningún tipo de analgésico, me dijo. Mientras me decía eso, yo ya estaba
experimentando fuertes dolores. Un simple toque en el abdomen me producía un dolor terrible, oleadas tras
oleadas de dolor, hasta dejarme extenuada.
Observé que las monjas habían preparado una mesa con un recipiente de agua bendita y todo lo necesario
para el bautismo. Sabía lo que significaba eso; suponían que el bebé iba a morir. En lugar de ocuparse de mí y
mi salud, querían asegurarse de poder bautizar al recién nacido antes de que muriera.
Durante cuarenta y ocho horas navegué por oleadas de dolores, perdiendo y recuperando el conocimiento.
Manny estaba sentado a mi lado, pero no podía hacer nada para acelerar el parto. Casi dejé de respirar una
vez, y varias veces tuve la impresión de que me estaba muriendo. Hacia el final, el médico me puso una
inyección espinal a fin de aliviarme el dolor, pero nada dio resultado. Lo que fuera a ocurrir tenía que ocurrir
naturalmente. Por fin, después de dos días de dolores, oí el llanto de un recién nacido. "Es una niña", dijo
alguien.
Aunque todos esperaban un bebé muerto, Barbara estaba muy viva y luchando por continuar así. Pesó casi
1,400 kilos. Alcancé a mirarle detenidamente la carita antes de que una monja se la llevara para ponerla en la
incubadora. Más adelante yo haría notar la similitud con mi nacimiento, cuando era una "cosita de novecientos
gramos" que nadie esperaba que sobreviviera. Pero entonces, agotada por los incesantes dolores, apenas tuve
energías para sonreír por el nacimiento de la hija que tanto deseaba, y después caí en un sueño profundo y
reparador.
Después de pasar tres días en el hospital, volví a casa, pero desgraciadamente no me permitieron llevarme a
mi bebé. A la pequeña le costaba ganar peso, por lo cual los médicos consideraron que debía continuar en el
hospital hasta que estuviera más fuerte. Durante la semana siguiente iba en coche hasta allí cada tres horas
para amamantarla. A los pediatras no les sentó bien que les dijera que podía cuidar mejor de mi hija en casa,
pero finalmente, al cabo de siete días, me puse mi bata blanca de laboratorio y yo misma saqué a mi hija del
hospital.
Bueno, el cuadro estaba completo. Tenía un hogar,un marido y mis hermosos hijos Kenneth y Barbara. El
trabajo en casa se multiplicó, pero recuerdo una noche cuando estaba en la cocina contemplando a Kenneth
meciendo a su hermanita sobre las rodillas; Manny estaba sentado en su sillón leyendo. Mi pequeño mundo
estaba en orden.
Sin embargo Manny, que era el único neuropatólo-go de Denver, comenzó a sentirse inquieto e impaciente; allí
no veía satisfechas sus ambiciones y ansiaba más estímulo intelectual. Yo lo comprendí y le dije que buscara
otro puesto. Yo iría adondequiera que él encontrara una buena colocación para los dos.
En la primavera de 1965 llevé a los niños a Suiza a pasar unos días, y cuando volvimos Manny ya había
encontrado puestos para los dos o bien en Albuquerque (Nuevo México) o en Chicago. No fue difícil hacer la
elección.
A comienzos del verano nos trasladamos a Chicago. En realidad encontramos una casa moderna de dos
plantas en Marynook, un barrio de clase media en que se practicaba la integración racial. Manny aceptó una
buena oferta del Centro Médico de la Universidad No-roriental, y yo entré en el departamento psiquiátrico del
Hospital Billings, que estaba asociado con la Universidad de Chicago, y organicé las cosas para someterme a
psicoanálisis en el Instituto Psicoanalítico.
El análisis no era algo que me entusiasmara mucho. Lo olvidé convenientemente hasta que un día sonó el
teléfono cuando estaba sacando cosas de las cajas de mudanza. Oí una voz masculina autoritaria y arrogante.
Eso ya me desmoralizó. Esta persona me llamaba para decirme que mi primera sesión con un analista muy
bien seleccionado por el Instituto estaba programada para el lunes siguiente.
Le expliqué que acabábamos de mudarnos y que todavía no tenía a nadie con quien dejar a los niños, de modo
que esa hora no me convenía. Pero él no aceptó excusas.
A partir de allí todo fue de mal en peor. Para la primera sesión me hicieron esperar cuarenta y cinco minutos.
Cuando el analista me hizo entrar en su consulta, me senté y esperé sus instrucciones. No ocurrió nada.
Transcurrió el tiempo en un terrible y rígido silencio. El analista se limitaba a mirarme tristemente. Me sentí
como si me estuvieran torturando.
- ¿Piensa seguir sentada ahí en silencio? —me preguntó finalmente.
Creí que ésa era la señal para que empezara a hablar, de modo que me esforcé por contarle cosas de mi vida
cotidiana y de las dificultades que había supuesto para mí el hecho de ser trilhza. Pero a los pocos minutos me
interrumpió. Me dijo que no entendía una sílaba de lo que decía y que mi problema era evidente. Tenía un
impedimento en el habla.
- No sé cómo el Instituto la ha elegido para adiestrarse en psicoanálisis. Ni siquiera sabe hablar.
Consideré que eso ya era suficiente. Me levanté y salí dando un portazo. Esa noche me llamó a casa para
pedirme que volviera para otra sesión, aunque sólo fuera para poner término a nuestra aversión mutua. No sé
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qué loco motivo me indujo a aceptar. Pero la segunda sesión duró aún menos tiempo que la anterior. Llegué a
la conclusión de que simplemente no nos caíamos bien y que no tenía ningún sentido tratar de averiguar por
qué.
De todas formas no renuncié al análisis. Después de pedir recomendaciones, al fin programé con el doctor
Helmut Baum una serie de sesiones que continuaron durante treinta y nueve meses. Finalmente comprendí
que el análisis tenía cierto valor. Me sirvió para conocer con más profundidad mi personalidad, para explicarme
por qué era tan testaruda e independiente.
Todavía no me había convertido en entusiasta de la psiquiatría clásica, ni de los muy publicitados
descubrimientos farmacéuticos de mi departamento. Encontraba que se confiaba demasiado a menudo en los
medicamentos. Pensaba que no se tomaban suficientemente en cuenta las condiciones sociales, culturales y
familiares del paciente. Tampoco me gustaba la insistencia en que había que publicar artículos científicos ni el
relieve que se les daba. En mi opinión, se daba más importancia a los académicos que escribían esos trabajos
que al trato a los pacientes y sus problemas.
Sin duda por ese motivo lo que me gustaba por encima de todo era trabajar con estudiantes de medicina. A
ellos les interesaba discutir nuevas ideas, opiniones, actitudes y proyectos de investigación. Leían con avidez
los estudios de casos clínicos. Deseaban tener experiencias propias. En poco tiempo mi despacho se convirtió
en un imán para esos alumnos, que propagaron el rumor de que en el campus existía un lugar donde se podían
airear las opiniones y problemas ante una oyente paciente y comprensiva. Allí escuché todo tipo de preguntas
imaginables. Y entonces ocurrió algo que me demostró por qué no era casualidad que estuviera en Chicago.
19.. SOBRE LA MUERTE Y LOS MORIIBUNDOS
Mi vida era un juego malabar que habría asustado a Freud y a Jung. Además de arrostrar el terrible tráfico del
centro de Chicago, encontrar una persona que me llevara la casa, batallar con Manny para que me permitiera
tener mi propia cuenta corriente y hacer las compras, preparaba mis charlas y era el enlace psiquiátrico con los
demás departamentos del hospital. A veces tenía la impresión de que me sería imposible cargar con ni una
sola responsabilidad más.
Pero un día del otoño de 1965 golpearon a la puerta de mi despacho. Cuatro alumnos del Seminario Teológico
de Chicago se presentaron y me dijeron que estaban haciendo investigaciones para una tesis en que
proponían que la muerte es la crisis definitiva que la gente tiene que enfrentar. No sé cómo habían encontrado
una transcripción de mi primera charla en Denver, pero alguien les dijo que yo también había escrito un
artículo; no lograban encontrarlo y por eso acudían a mí.
Se llevaron una desilusión cuando les dije que ese artículo no existía, pero los invité a sentarse y charlar. No
me sorprendió que los alumnos del seminario estuvieran interesados en el tema de la muerte y la forma de
morir. Tenían tantos motivos para estudiar la muerte como cualquier médico; también trataban con moribundos.
Ciertamente se planteaban preguntas sobre la muerte y el morir que no se podían contestar leyendo la Biblia.
Durante la conversación reconocieron que se sentían impotentes y confusos cuando la gente les hacía
preguntas acerca de la muerte. Ninguno de ellos había hablado jamás con moribundos ni había visto un
cadáver. Me preguntaron si se me ocurría de qué modo podrían tener esa experiencia práctica. Incluso
sugirieron observarme cuando yo visitaba a un moribundo. En esos momentos yo no sabía lo que me ofrecían
con esa propuesta: un acicate para mi trabajo con la muerte y la forma de morir.
Durante la semana siguiente pensé en que mi trabajo como enlace psiquiátrico me brindaba la oportunidad de
comunicarme con pacientes de los departamentos de oncología, medicina interna y ginecología. Algunos
padecían enfermedades terminales, otros tenían que esperar sentados, solos y angustiados, los tratamientos
de radio y quimioterapia, o simplemente que les hicieran una radiografía. Pero todos se sentían asustados y
solos, y ansiaban angustiosamente poder hablar con alguien de sus preocupaciones. Yo hacía eso de modo
natural. Les hacía una pregunta y era como abrir una compuerta.
Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar
con los estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si tenían algún paciente moribundo, pero
reaccionaron disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones donde se concentraba la mayor parte
de los enfermos terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos sino que me reprendió por
"explotarlos". En aquel tiempo pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se estaban muriendo, de
modo que lo que yo pedía era muy revolucionario. Probablemente debería haber sido más delicada y hábil.
Finalmente un médico me señaló un anciano de su sector, que se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo
así como "Pruebe con ése, no le puede hacer daño". Inmediatamente entré en la habitación y me acerqué a la
cama del enfermo. Tenía insertados tubos para respirar y era evidente que estaba muy débil. Pero me pareció
perfecto. Le pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a unos alumnos para que le hicieran
preguntas sobre cómo se sentía en ese momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión. Pero me
dijo que los trajera inmediatamente.
- No, los traeré mañana —le dije.
Mi primer error fue no hacerle caso. Quiso advertirme que le quedaba muy poco tiempo, pero no lo escuché. Al
día siguiente llevé a los cuatro seminaristas a su habitación, pero se había debilitado muchísimo más, de modo
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que apenas pudo pronunciar una o dos palabras. Pero me reconoció y agradeció nuestra presencia
apretándome la mano con la suya. Una lágrima le corrió por la mejilla.
- Gracias por intentarlo —le susurré.
Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo
de un momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de morir.
Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi horario a la petición del paciente. Ese anciano había
muerto sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había deseado decir. Más adelante yo encontraría a
otro enfermo dispuesto a hablar con mis seminaristas. Pero esa primera lección fue muy dura, y no la olvidaría
jamás.
Tal vez el principal obstáculo que nos impide comprender la muerte es que nuestro inconsciente es incapaz de
aceptar que nuestra existencia deba terminar. Sólo ve la interrupción de la vida bajo el aspecto de un final
trágico, un asesinato, un accidente mortal o una enfermedad repentina e incurable. Es decir, un dolor terrible.
Para la mente del médico la muerte significaba otra cosa: un fracaso. Yo no podía dejar de observar que todo
el mundo en el hospital evitaba el tema de la muerte.
En ese moderno hospital, morir era un acontecimiento triste, solitario e impersonal. A los enfermos terminales
se los llevaba a las habitaciones de la parte de atrás. En la sala de urgencias se dejaba a los pacientes
absolutamente solos mientras los médicos y los familiares discutían sobre si había que decirles o no lo que
tenían. Para mí, la única pregunta que era necesario plantearse era "¿Cómo se lo decimos?". Si alguien me
hubiera preguntado cuál era la situación ideal para un moribundo yo habría retrocedido hasta mi infancia y
contado la muerte del granjero que se fue a su casa para estar con sus familiares y amigos. La verdad siempre
es lo mejor.
Los grandes adelantos de la medicina habían convencido a la gente de que la vida debe transcurrir sin dolor.
Puesto que la muerte iba asociada con el dolor, la evitaban. Los adultos rara vez hablaban de algo que tuviera
que ver con ella. Si era forzoso hablar, se enviaba a los niños a otra habitación. Pero los hechos son
incontrovertibles. La muerte forma parte de la vida, es la parte más importante de la vida. Los médicos, que
eran muy duchos en prolongar la vida, no entendían que la muerte forma parte de ella. Si no se tiene una
buena vida, incluso en los momentos finales, entonces no se puede tener una buena muerte.
La necesidad de explorar esos temas a nivel científico era tan grande que fue inevitable que la responsabilidad
recayera sobre mis hombros. Tal como ocurría con las clases que impartía mi mentor el profesor Margohn, mis
charlas sobre la esquizofrenia y otras enfermedades mentales se consideraban heterodoxas, pero eran muy
populares en la Facultad de Medicina. Los alumnos más osados e inquisitivos comentaron mi experiencia con
los cuatro estudiantes de teología. Poco después de Navidad, un grupo de alumnos de las facultades de
Medicina y Teología me preguntaron si podía organizar otra entrevista con un enfermo moribundo.
Acepté intentarlo, y seis meses después, a mediados de 1967, ya dirigía un seminario todos los viernes. No
asistía a él ni un solo médico del hospital, hecho que reflejaba la opinión que les merecían mis clases, pero
éstas tenían muchos adeptos entre los alumnos de medicina y teología; asistía además un sorprendente
número de enfermeros, enfermeras, sacerdotes, rabinos y asistentes sociales. Dado que muchas personas
tenían que permanecer de pie, trasladé el seminario a un aula más amplia, aunque la entrevista con el enfermo
moribundo la realizaba en una sala más pequeña provista de un cristal reflectante sólo transparente por un
lado, y de un sistema audiotransmisor, para que por lo menos existiera la ilusión de intimidad.
Todos los lunes comenzaba a buscar un paciente. Nunca fue fácil, dado que la mayoría de los médicos me
creían trastornada y consideraban que en los seminarios explotábamos a los enfermos. Mis colegas más
diplomáticos se disculpaban diciendo que sus pacientes no eran buenos candidatos. La mayoría sencillamente
me prohibía hablar con sus pacientes más graves. Una tarde estaba con un grupo de sacerdotes y enfermeras
en mi despacho cuando sonó el teléfono y por el receptor se oyó la voz estridente y furiosa de un médico:
"¿Cómo tiene el descaro de hablarle a la señora K. de la muerte cuando ni siquiera sabe lo enferma que está y
es posible que vuelva nuevamente a su casa?"
Justamente, ése era el problema. Los médicos que evitaban mi trabajo y mis seminarios por lo general tenían
pacientes a los que, lamentablemente, les resultaba difícil enfrentarse a su enfermedad. Dado que los médicos
estaban tan ocupados con sus propias preocupaciones, los enfermos ni siquiera tenían la oportunidad de
hablar de sus temores.
Mi objetivo era romper esa capa de negación profesional que prohibía a los enfermos hablar de sus
preocupaciones más íntimas. Recuerdo una de las frustrantes búsquedas de un enfermo adecuado para
entrevistar, que ya he contado antes. Médico tras médico me informaron que en su sector no se estaba
muriendo nadie. De pronto vi en el pasillo a un anciano que estaba leyendo un diario, bajo el titular "Los viejos
soldados nunca mueren". Por su apariencia pensé que su salud estaba en declive y le pregunté si le molestaba
leer sobre esos temas. Me miró con desdén, como si yo fuera igual que los demás médicos que preferían no
tener que ver con la realidad. Bueno, resultó ser fabuloso para la entrevista.
Mirando en retrospectiva, creo que mi sexo influía mucho en la resistencia con que me encontraba. Al ser una
mujer que había sufrido cuatro abortos espontáneos y dado a luz a dos hijos sanos, yo aceptaba la muerte
como parte del ciclo natural de la vida. No tenía otra alternativa; era inevitable. Era el riesgo que se asume
cuando se da a luz, a la vez que el riesgo que se acepta simplemente por estar viva. Pero la mayoría de los
médicos eran hombres y, a excepción de unos pocos, para todos la muerte significaba una especie de fracaso.
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En esos primeros días de lo que se vendría a llamar el nacimiento de la tanatología, o estudio de la muerte, mi
mejor maestra fue una negra del personal de limpieza. No recuerdo su nombre, pero la veía con regularidad
por los pasillos, tanto de día como de noche, según nuestros respectivos turnos. Lo que me llamó la atención
en ella fue el efecto que tenía en muchos de los pacientes más graves. Cada vez que ella salía de sus
habitaciones, yo notaba una diferencia palpable en la actitud de esos enfermos.
Deseé conocer su secreto. Muerta de curiosidad, literalmente espiaba a esa mujer que ni siquiera había
terminado sus estudios secundarios, pero que conocía un gran secreto.
Un día se cruzaron nuestros caminos en el pasillo. De pronto me dije lo que solía decir a mis alumnos: "Por el
amor de Dios, si tienes una pregunta, hazla." Haciendo acopio de todo mi valor, caminé decidida hacia ella, de
manera algo agresiva tal vez, lo cual de seguro la sobresaltó, y sin la más mínima sutileza ni encanto le solté:
- ¿Qué les hace a mis enfermos moribundos?
Lógicamente ella se puso a la defensiva:
- Sólo les limpio el suelo —contestó educadamente, y se alejó.
- No me refiero a eso —dije, pero ya era demasiado tarde.
Durante las dos semanas siguientes, nos espiamos mutuamente con cierta desconfianza. Era casi como un
juego. Finalmente, una tarde ella se hizo la encontradiza conmigo en un pasillo y me arrastró hacia la parte de
atrás del puesto de las enfermeras. Todo un cuadro, una ayudante de cátedra vestida de blanco arrastrada por
una humilde mujer de la limpieza, de raza negra. Cuando estuvimos totalmente a solas, cuando nadie podía
escucharnos, me contó la trágica historia de su vida y desnudó su alma y corazón de una manera que
superaba mi comprensión.
Procedente del sector sur de Chicago, había crecido en un ambiente de pobreza y penalidades. Vivía en una
casa sin calefacción ni agua caliente donde los niños siempre estaban malnutridos y enfermos. Como la
mayoría de la gente pobre, no tenía ninguna defensa contra la enfermedad y el hambre. Los niños llenaban sus
hambrientos estómagos con avena barata, y los médicos eran para otra gente. Un día su hijo de tres años
enfermó gravemente de neumonía. Ella lo llevó a la sala de urgencias del hospital de la localidad, pero no la
admitieron porque debía diez dólares. Desesperada, caminó hasta el Hospital Condal Cook, donde tenían que
admitir a las personas indigentes.
Desgraciadamente, allí se encontró en una sala llena de personas como ella, muy enfermas y necesitadas de
atención médica. Le ordenaron que esperara. Pero pasadas tres horas de estar sentada allí esperando su
turno, vio a su hijo resollar, lanzar un gemido y morir acunado en sus brazos.
Aunque era imposible no sentir pena por esa pérdida, a mí me impresionó más el modo en que contaba su
historia. Aunque hablaba con profunda tristeza, no había en ella nada de negatividad, acusación, amargura ni
resentimiento. Su actitud era tan apacible que me sorprendió. Lo encontré tan raro y yo era tan ingenua que
casi le pregunté: "¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver esto con mis enfermos moribundos?"
Pero ella me miró con sus ojos oscuros bondadosos y comprensivos y me contestó como si hubiera leído mis
pensamientos:
- Verá, la muerte no es una desconocida para mí. Es una vieja, vieja conocida.
Me sentí como la alumna ante la maestra.
- Ya no le tengo miedo —continuó en su tono tranquilo y franco—. A veces entro en las habitaciones de esos
enfermos y veo que están petrificados de miedo y no tienen a nadie con quien hablar. Me acerco a ellos. A
veces incluso les toco la mano y les digo que no se preocupen, que no es tan terrible.
Después se quedó en silencio.
Poco después conseguí que esa mujer dejara de dedicarse a la limpieza y se convirtiera en mi primera
ayudante. Ella me ofrecía el apoyo que necesitaba cuando no lo encontraba en ninguna persona. Eso solo fue
una lección que he tratado de transmitir. No es necesario tener un gurú ni un consejero para crecer. Los
maestros se presentan en todas las formas y con toda clase de disfraces. Los niños, los enfermos terminales,
una mujer de la limpieza. Todas las teorías y toda la ciencia del mundo no pueden ayudar a nadie tanto como
un ser humano que no teme abrir su corazón a otro.
Doy gracias a Dios por esos pocos médicos comprensivos que me permitieron acercarme a sus pacientes
moribundos. Todas aquellas visitas introductorias seguían el mismo protocolo. Vestida con mi bata blanca, en
la cual aparecía mi nombre y mi cargo, "Enlace psiquiátrico", les pedía permiso para hacerles preguntas
delante de mis alumnos acerca de su enfermedad, de su estancia en el hospital y cualquier problema que
tuvieran. Jamás empleaba las palabras "muerte" ni "morir" mientras ellos no sacaran el tema. Les daba a
entender que sólo me interesaban sus nombres, edad y diagnóstico. Generalmente a los pocos minutos el
paciente aceptaba. De hecho, no recuerdo que ninguno se haya negado nunca.
Normalmente el auditorio se llenaba media hora antes de que comenzara la charla. Con unos cuantos minutos
de antelación yo llevaba personalmente al enfermo, en camilla o silla de ruedas, a la sala para la entrevista.
Antes de comenzar me retiraba hacia un lado para rogar en silencio que la persona enferma no sufriera ningún
daño y que mis preguntas la estimularan a decir lo que necesitaba decir. Mi súplica se parecía a la oración de
los Alcohólicos Anónimos:
Dios mío, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las que
puedo cambiar, y la sabiduría para discernir entre ambas.
Una vez que el paciente comenzaba a hablar, y para algunos emitir un simple susurro era un terrible esfuerzo,
era difícil parar el torrente de sentimientos que se habían visto obligados a reprimir. No perdían el tiempo con
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banalidades. La mayoría decía que se habían enterado de su enfermedad no por sus médicos sino por el
cambio de comportamiento de sus familiares y amigos. De pronto notaban distanciamiento y falta de
sinceridad, cuando lo que más necesitaban era la verdad. La mayoría decía que encontraban más comprensión
en las enfermeras que en los médicos. "Ahora tiene la oportunidad de decirles por qué", les apuntaba yo.
Siempre he dicho que los moribundos han sido mis mejores maestros, pero hacía falta tener valor para
escucharlos. Expresaban sin temor su insatisfacción respecto a la atención médica, y no se referían a la falta
de cuidados materiales sino a la falta de compasión, simpatía y comprensión. A los médicos experimentados
les molestaba oírse retratar como personas insensibles, asustadas e incapaces. Recuerdo a una mujer que
exclamó casi llorando: "Lo único que quiere el doctor es hablar del tamaño de mi hígado. ¿ Qué me importa a
mí el tamaño de mi hígado en este momento? Tengo cinco hijos en casa que necesitan atención. Eso es lo que
me está matando. ¡Y nadie aquí me habla de eso!"
Al final de las entrevistas los pacientes se sentían aliviados. Muchos que habían abandonado toda esperanza y
se sentían inútiles disfrutaban de su nuevo papel de profesores. Aunque iban a morir, comprendían que era
posible que su vida aún tuvi era una finalidad, que tenían un motivo para vivir hasta el último aliento. Podían
seguir creciendo espiritualmente y contribuir al crecimiento de quienes los escuchaban.
Después de cada entrevista llevaba al enfermo a su habitación y volvía junto a los alumnos para continuar
sosteniendo con ellos conversaciones animadas y cargadas de emoción. Además de analizar las respuestas y
reacciones del paciente, analizábamos también nuestras propias reacciones. Por lo general, los comentarios
eran sorprendentes por su sinceridad. Hablando de su miedo a la muerte, que la hacía evitar totalmente el
tema, una doctora dijo: "Casi no recuerdo haber visto un cadáver." Refiriéndose a que la Biblia no le facilitaba
respuestas para todas las preguntas que le hacían los enfermos, un sacerdote comentó: "No sé qué decir, así
que no digo nada."
En esas conversaciones, los médicos, sacerdotes y asistentes sociales hacían frente a su hostilidad y actitud
defensiva. Analizaban y superaban sus miedos. Escuchando a pacientes moribundos todos comprendimos que
deberíamos haber actuado de otra manera en el pasado y que podíamos hacerlo mejor en el futuro.
Cada vez llevaba a un enfermo al aula y después lo devolvía a su habitación, su vida me hacía pensar en "una
de los millares de luces del vasto firmamento, que brilla durante breves instantes para luego desaparecer en la
noche infinita". Las lecciones enseñadas por cada una de estas personas se resumían en el mismo mensaje:
Vive de tal forma que al mirar hacia atrás no lamentes haber desperdiciado la existencia.
Vive de tal forma que no lamentes las cosas que has hecho ni desees haber actuado de otra manera.
Vive con sinceridad y plenamente.
Vive.
20.. ALMA Y CORAZÓN
En mi constante búsqueda de pacientes para entrevistar en los seminarios de los viernes, adquirí la costumbre
de merodear por los corredores cada noche antes de irme a casa. Eran muy pocos los colegas dispuestos a
ayudarme. En casa, Manny escuchaba mis frustrados comentarios hasta que al llegar a un punto perdía la
paciencia; él tenía su propio trabajo. Muchas veces me sentía el ser más solitario de todo el hospital, tan sola
que una noche entré en el despacho del capellán.
No podía haber hecho nada mejor. El capellán del hospital, el reverendo Renford Games, estaba sentado ante
su escritorio. Era un negro alto y guapo de unos treinta y cinco años. Sus movimientos, como su modo de
hablar, eran lentos y reflexivos. Lo conocía bien porque asistía regularmente a mis seminarios y era uno de los
participantes más interesados. Lógicamente, encontraba que los conocimientos que adquiría allí le servían para
aconsejar a los moribundos y a sus familiares.
Esa noche el reverendo Gaines y yo estábamos en la misma onda. Acordamos que hablar de la muerte y la
forma de morir nos enseñaba que los verdaderos interrogantes que se planteaban la mayoría de los
moribundos tenían más que ver con la vida que con la muerte. Deseaban sinceridad, cercanía y paz. Eso
recalcaba que la forma de morir de una persona dependía de cómo vivía. Abarcaba los dominios prácticos y
filosóficos, psíquicos y espirituales, es decir, los dos mundos que ambos ocupábamos.
Durante unas semanas pasamos horas inmersos en conversaciones, lo que normalmente me impedía llegar a
casa a preparar la cena a una hora razonable. Pero ambos nos estimulábamos y enseñábamos mutuamente.
Para una persona como yo, formada en las razones de la ciencia, el mundo espiritual del reverendo Gaines era
alimento intelectual que yo devoraba. Generalmente evitaba tocar temas espirituales en mis seminarios y
conversaciones con enfermos, debido a que yo era psiquiatra. Pero el interés del reverendo Gaines en mi
trabajo me ofrecía una oportunidad única. Con sus conocimientos pude extender la esfera de mi trabajo para
incluir la religión.
Durante una de nuestras conversaciones le pedí a mi nuevo amigo y aliado que se convirtiera en mi socio.
Afortunadamente aceptó. Desde ese momento me acompañaba en mis visitas a los enfermos terminales y me
ayudaba durante los seminarios. En cuanto a estilo, nos complementábamos perfectamente. Yo preguntaba lo
que pasaba en el interior de la cabeza del enfermo, y el reverendo Gaines preguntaba por su alma. Nuestro
paso de uno a otro tema tenía el ritmo de una partida de pimpón. Los seminarios adquirieron todavía más
sentido.
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Los demás también opinaban lo mismo, sobre todo los propios pacientes. Sólo uno entre doscientos pacientes
se negó a hablar de los problemas resultantes de su enfermedad. Puede que resulte extraño que se mostraran
tan bien dispuestos, pero explicaré el caso de la primera paciente que el reverendo Gaines y yo presentamos
juntos. La señora G., de edad madura, llevaba meses enferma de cáncer, y durante su estancia en el hospital
procuró que todo el mundo, desde sus familiares a las enfermeras, sufrieran con ella. Pero después de varias
semanas de conversar con ella, el reverendo Gaines le calmó la ira haciendo que mejoraran sus relaciones con
los demás y que hablara con el corazón en la mano, de modo que disfrutara de la compañía de las personas a
las que quería. Y estas personas a su vez le devolvían su afecto.
Cuando participó en nuestro seminario, la señora G. estaba muy débil pero también moralmente transformada.
"Jamás había vivido tanto en toda mi vida adulta", reconoció.
El voto de confianza más inesperado llegó a comienzos de 1969. Después de más de tres años de dirigir mis
seminarios, recibí a una delegación del Seminario Luterano de Chicago, que estaba muy cerca del hospital. Yo
me imaginé que sostendríamos un acalorado debate. Pero resultó que venían a pedirme que trabajara en su
facultad. Como era de esperar, yo traté de esquivar la tarea aduciendo todo tipo de argumentos para demostrar
que yo no les convenía, entre ellos mi aversión a la religión. Pero ellos insistieron.
- No le pedimos que enseñe teología —me explicaron—. Nosotros ya nos ocupamos de eso. Pero creemos que
usted puede enseñarnos qué significa un verdadero ministerio en la práctica.
Era difícil disentir de ello, ya que mi opinión personal era que convenía que el profesor hablara en lenguaje no
teológico acerca del trato con los moribundos. Con la excepción del reverendo Gaines y de los estudiantes de
teología, mis experiencias con pastores de la Iglesia habían sido malísimas. Durante años la mayoría de los
pacientes que pedían hablar con el capellán del hospital quedaban decepcionados. "Lo único que quieren es
leer en su librito negro", era el comentario que yo escuchaba una y otra vez. En efecto, el capellán se limitaba a
eludir hábilmente las preguntas importantes reemplazando la respuesta por alguna cita de la Biblia y
apresurándose a salir sin saber qué más hacer.
Esa actitud hacía más daño que bien. Esto lo ilustra muy bien la historia de un niña de doce años llamada Liz.
La conocí varios años después, pero de todos modos viene al caso. Cuando se estaba muriendo de cáncer, la
enviaron a casa, donde yo ayudaba a sus padres y tres hermanos a enfrentarse a las diversas dificultades que
presentaba el lento deterioro de la niña. Al final, la chica, convertida ya en un esqueleto con un enorme vientre
lleno de tumores cancerosos, sabía la realidad de su estado, pero de todas formas se negaba a morir.
- ¿Cómo es que no te puedes morir? —le pregunté un día.
- Porque no me puedo ir al cielo —me contestó llorosa—. Los curas y las hermanas me dijeron que nadie se
puede ir al cielo si no ama a Dios más que a nadie en el mundo entero. —Sus sollozos arreciaron y se me
acercó más—. Doctora Ross, yo quiero a mi mamá y a mi papá más que a nadie en el mundo entero.
A punto de echarme a llorar yo también, le hablé de por qué Dios le había asignado esa difícil tarea: era igual
que cuando los profesores dan los problemas más difíciles sólo a los mejores alumnos. Ella lo entendió.
- Pues Dios no podría haberle dado una tarea más difícil a ningún niño —comentó.
Eso fue útil, y a los pocos días Liz fue capaz finalmente de marcharse. Pero ése era el tipo de caso que me
hacía odiar la religión.
De todos modos, los luteranos me persuadieron, y acepté el trabajo docente. Mi primera charla, que tuvo lugar
sólo dos semanas después de esa reunión, la di en una sala atiborrada de gente. A fin de hacerles saber
claramente mi opinión sobre la religión, comencé poniendo en tela de juicio su concepto del pecado.
- Aparte de provocar culpabilidad y miedo, ¿para qué sirve? No hace otra cosa que dar trabajo a los psiquiatras
—añadí riendo, para que supieran que también estaba representando el papel de abogado del diablo.
En las clases siguientes traté de inducirlos a examinar su compromiso con la vida de pastor. Si consideraban
difícil discutir por qué el mundo necesitaba diferentes confesiones religiosas, muchas veces contradictorias,
cuando todas ellas pretendían enseñar las mismas verdades básicas, iban a encontrar bastante arduo el futuro.
Me hice tan popular que el seminario me propuso examinar a los candidatos a ministro del Señor y eliminar a
aquellos que no lo iban a conseguir. Eso fue interesante. Alrededor de un tercio de los seminaristas acabaron
abandonando el seminario para convertirse en asistentes sociales o trabajar en campos afines. En general, la
experiencia de dar charlas y entrevistar a los estudiantes fue fascinante, pero dejé ese trabajo al final del
semestre. Las exigencias de mi ocupado programa eran demasiadas, incluso para una adicta al trabajo como
yo.
La tarea que realizaba presentando los pacientes terminales a los profesionales de la medicina me parecía de
lo más interesante. No me sorprendía lo mucho que podía enseñar un moribundo en uno de mis seminarios, ni
tampoco lo que aprendían por sí mismos los alumnos. Muchas veces me sentía mal cuando se me atribuía
todo el mérito. De hecho mi peor pesadilla era quedarme clavada diez minutos sola en el estrado sin un
paciente. La sola idea me producía terror. ¿Qué podía decir?
Pues un día me ocurrió eso. Diez minutos antes de que comenzara el seminario, el enfermo que planeaba
entrevistar murió inesperadamente. Teniendo cerca de ochenta personas ya sentadas en el auditorio, algunas
de las cuales habían hecho un largo trayecto para acudir al hospital, no quise cancelarlo. Por otro lado, no era
posible encontrar otro paciente. Paralizada en el pasillo, desde donde oía el murmullo de los alumnos en la
sala, no tenía idea de qué podía hacer sin la persona a quien siempre presentaba como el verdadero profesor.
Pero una vez que estuve sobre el estrado, me dejé llevar por la inspiración y la clase resultó fantástica. Dado
que en su mayor parte el público estaba formado por personas que trabajaban en el hospital o estaban
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relacionadas con la Facultad de Medicina, les pregunté cuál era el mayor problema que tenían en su trabajo
diario. En lugar de hablar con un enfermo, hablaríamos de los principales problemas que tenían los asistentes.
- Decidme cuál es la mayor dificultad con que topáis —les propuse.
Al principio reinó un silencio absoluto en la sala, pero pasados unos incómodos instantes se alzaron varias
manos. Ante mi gran sorpresa, las primeras dos personas que hablaron dijeron que su problema era un
determinado médico, en realidad director de departamento, que trabajaba casi exclusivamente con enfermos
de cáncer muy graves. Era un excelente médico, explicaron, pero si alguien llegaba a insinuar siquiera que era
posible que alguno de sus pacientes no respondiera al tratamiento, él contestaba de modo muy desagradable.
Otras personas que lo conocían hicieron gestos de asentimiento con la cabeza.
Aunque yo no dije nada, al instante comprendí de qué médico se trataba porque había tenido varios
encontronazos con él; no soportaba sus modales bruscos, su arrogancia ni su falta de sinceridad. En dos
ocasiones, en mi calidad de jefa del servicio de enlace psicosomáti-co, me habían llamado para visitar a sus
pacientes moribundos. Él me había dicho que uno no tenía cáncer y que la otra enferma era sólo cuestión de
tiempo que se sintiera mejor. En los dos casos las radiografías mostraban metástasis extendidas e inoperables.
Ciertamente era el médico quien necesitaba un psiquiatra. Tenía un grave problema con la muerte, aunque yo
no podía decirle eso a sus pacientes. No podía ayudarlos criticando a otra persona, y mucho menos a alguien
en quien confiaban. Pero en el seminario era diferente. Hicimos cuenta de que el doctor M. era el enfermo y
hablamos de las dificultades que teníamos con él. Analizamos qué nos decían esos problemas acerca de
nosotros mismos. Casi todos los participantes reconocieron tener prejuicios contra aquellos de sus colegas,
médicos o enfermeros que tenían problemas. Los consideraban de una manera distinta que a los pacientes
normales. Yo estuve de acuerdo e ilustré la situación con mis propios sentimientos por ese médico.
- No se puede ayudar a alguien a menos que se le tenga una cierta simpatía. —A continuación hice la
pregunta—. ¿Hay alguien aquí que le tenga cierta simpatía?
Rodeada de miradas y sonrisitas hostiles, una joven levantó la mano lentamente y con cierta vacilación.
- ¿Estás trastornada? —le pregunté medio en broma, medio sorprendida.
A eso siguió una buena carcajada.
Entonces la enfermera, se puso en pie y habló con una tranquilidad y claridad llenas de nobleza.
- No conocéis a ese hombre —dijo—. No conocéis a la persona. Nuevamente se hizo el silencio. Su frágil voz
lo rompió con una detallada descripción de cómo el doctor M. comenzaba su ronda avanzada la noche, horas
después de que se hubieran marchado a casa los demás médicos.
- Empieza en la habitación más alejada del puesto de enfermeras y va avanzando hacia donde yo me siento
habitualmente —explicó—. Entra en la primera habitación muy erguido, con aspecto confiado y seguro. Pero
cada vez que sale de una habitación tiene la espalda más encorvada. Poco a poco su postura se va pareciendo
más a la de un anciano. —Con gestos representaba el drama nocturno obligando a todo el mundo a imaginarse
la escena—. Cuando sale de la habitación del último paciente, este médico parece destrozado. Se ve
claramente que no siente ni la más mínima alegría, esperanza o satisfacción por su trabajo.
El simple hecho de observar ese drama noche tras noche la afectaba. Imaginémonos cómo se sentía el médico
que lo vivía. Todos los asistentes tenían los ojos húmedos cuando la enfermera explicó cuánto deseaba darle
unas suaves palmaditas al doctor, como haría un amigo, y decirle que sabía lo terrible y desesperanzado que
era su trabajo. Pero el sistema de castas del hospital impedía ese comportamiento tan humano. —Sólo soy una
enfermera —explicó. Sin embargo, ese tipo de compasión y amistosa comprensión era justamente la ayuda
que necesitaba ese médico, y puesto que esa joven enfermera era la única en la sala que se preocupaba por
él, era ella quien tenía que hacerlo. Le sugerí que se obligara a dar ese paso.
- No lo pienses, simplemente haz lo que te dicte el corazón. Si lo ayudas —añadí—, vas a ayudar a miles y
miles de personas.
Después de una semana de vacaciones, estaba ante
mi escritorio poniéndome al día con el trabajo cuando de pronto se abrió la puerta y entró precipitadamente una
joven. Era la enfermera de ese seminario.
- ¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho!
Ese viernes había observado al doctor M. hacer su ronda y acabar destrozado, tal como lo había descrito. El
drama se repitió el sábado, pero con una complicación adicional. Ese día habían muerto dos de sus pacientes.
El domingo lo vio salir de la última habitación, encorvado y deprimido. Obligándose a actuar se le acercó,
esforzándose por tenderle la mano. Pero antes de hacerlo exclamó:
- ¡Dios mío! Esto debe de resultarle terriblemente difícil.
De pronto el doctor M. la cogió del brazo y la llevó a su despacho. Allí, tras la puerta cerrada, el médico le
expresó todo su dolor, aflicción y angustia reprimidos. Le contó todos los sacrificios que había tenido que hacer
para estudiar en la facultad; cómo sus amigos ya tenían trabajo y buenos ingresos cuando él comenzó la
práctica como residente; cómo trataba de mejorar a sus pacientes mientras aquellos compañeros ya tenían
familia y se construían casas para pasar las vacaciones. En lugar de vivir se había pasado la vida aprendiendo
una especialidad. Por fin ya era el jefe de su departamento. Tenía un puesto en el que podía hacer algo
importante para sus pacientes.
- Pero todos se mueren —sollozó—. Uno tras otro. Todos se me mueren.
Al escuchar esta historia en el siguiente seminario sobre la muerte y el morir, todos comprendieron el
extraordinario poder sanador que puede tener una persona simplemente reuniendo el valor de actuar
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impulsada por sus sentimientos. Antes de que hubiera transcurrido un año, el doctor M. comenzó a tratarse
psiquiátricamente
conmigo. Pasados unos tres años estaba en terapia a tiempo completo. Su vida mejoró
espectacularmente. En lugar de acabar quemado y deprimido, redescubrió las maravillosas cualidades de
cariño y comprensión que lo habían motivado para estudiar medicina. Ojalá ese hombre supiera a cuántas
personas he ayudado al contarles su historia a lo largo de los años.
21.. MII MADRE
Mi vida debería haberme parecido perfecta puesto que era el cuadro mismo de la dicha. En 1969 nos mudamos
a una preciosa casa diseñada por Frank Lloyd Wright en Flossmoor, un barrio de clase alta. Mi nuevo jardín
huerta era bastante extenso, por lo que Manny y los niños me regalaron un minitractor para mi cumpleaños.
Manny estaba encantado con su nuevo estudio e instaló un fabuloso equipo estereofónico para que yo
escuchara música country desde mi cocina de ensueño. Los niños estaban internos en un destacado colegio
privado.
Pero a mí me parecía casi demasiado perfecto para ser cierto. Era como un sueño del que suponía iba a
despertar. Una buena mañana desperté sabiendo el origen de mi inquietud. Estábamos en la tierra de la
abundancia, donde no nos faltaba nada, y yo no había transmitido a mis hijos justamente aquello que había
sido lo más importante durante mi infancia. Quería que supieran lo que era levantarse temprano, hacer
excursiones por las colinas y montañas, apreciar y reconocer las flores, las diferentes hierbas, los grillos y las
mariposas. Quería que recogieran flores y piedras de colores durante el día, y que por la noche dejaran que las
estrellas les llenaran de sueños la cabeza.
No me detuve a pensar lo que debía hacer. Ésa no era mi manera de actuar. Tomé la decisión rápidamente: la
semana siguiente saqué a Kenneth y Barbara del colegio y nos marchamos en avión a Suiza. Mi madre se
reunió con nosotros en Zermatt, una encantadora aldea alpina donde estaban prohibidos los coches y la vida
era bastante parecida a lo que había sido hacía cien años. Eso era lo que deseaba. El tiempo estaba divino.
Hicimos excursiones con los niños, en las cuales subieron montañas, corrieron a lo largo de los riachuelos y
persiguieron animales. Recogían flores y se llevaban piedre-cillas a casa. Tenían las mejillas sonrosadas,
tostadas por el sol. Fue una experiencia inolvidable.
Pero resultó que no fue inolvidable por eso. La última noche, entre mi madre y yo acostamos a los niños. Ella
se quedó para darles besos y abrazos extra de buenas noches mientras yo salía al balcón. Me estaba
columpiando en una vieja mecedora hecha a mano cuando se abrió la puerta corredera del dormitorio y mi
madre se unió a mí para disfrutar del aire fresco de la noche.
Las dos contemplamos maravilladas la luna, que parecía flotar sobre el Matterhorn. Mi madre se sentó a mi
lado; estuvimos en silencio durante un buen rato, cada una sumida en sus pensamientos. La semana había
sido mejor de lo que yo había imaginado. No podía haberme sentido más feliz. Pensé en los habitantes de
todas las ciudades del mundo que jamás hacían un esfuerzo por contemplar un cielo tan precioso. Soportaban
la vida mirando la televisión y bebiendo alcohol. Mi madre aparentaba sentirse tan feliz como yo, tanto en ese
momento como con su vida.
No sé cuánto rato estuvimos sentadas en silencio, gozando de la mutua compañía, pero mi madre rompió
finalmente el hechizo. Podría haber dicho millones de cosas en esos instantes, cualquier cosa, pero dijo:
- Elisabeth, no vivimos eternamente.
Hay motivos para que las personas digan ciertas cosas en ciertos momentos. Yo no tenía idea de por qué mi
madre me decía eso entonces y en ese lugar. Tal vez se debía a la enormidad del firmamento; tal vez porque
se sentía relajada y más unida a mí después de haber pasado esa semana juntas.
Tal vez, como creo ahora, tuvo una premonición, un atisbo del futuro. En todo caso, continuó:
- Tú eres el único médico de la familia y si se presentara una urgencia, cuento contigo.
¿Qué urgencia? Pese a sus setenta y siete años, había participado en todas las excursiones sin ningún
problema, ningún achaque. Estaba perfectamente sana.
No supe qué decir. Sentí deseos de gritarle algo, pero en realidad ella no me dejó lugar. Continuó en esa
morbosa dirección:
- Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida.
Yo me sentía cada vez más molesta y le dije algo así como "Deja de hablar así", pero ella repitió la petición.
Por el motivo que fuera, me estaba estropeando la noche y tal vez todas las vacaciones.
- Déjate de tonterías —le supliqué—. No va a ocurrir nada de eso.
Al parecer a ella la traía sin cuidado lo que yo pensara en esos momentos; además, era cierto que yo no podía
asegurarle que no iba a acabar como un vegetal. En fin, esa conversación me fastidiaba. Finalmente me
incorporé y le dije que yo estaba en contra del suicidio y que nunca, nunca jamás, ayudaría a alguien en eso, y
mucho menos a mi madre, la persona cariñosa que me dio a luz y me mantuvo con vida.
- Si te ocurre algo, haré por ti lo mismo que hago por todos mis pacientes, te ayudaré a vivir hasta que mueras.
Más o menos así se terminó esa perturbardora conversación. No había nada más que decir. Me levanté y la
abracé. A las dos nos corrían lágrimas por las mejillas. Ya era tarde, hora de ir a acostarnos. Al día siguiente
volveríamos a Zúrich. Yo sólo deseaba pensar en los momentos agradables, no en el futuro.
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Por la mañana ya se había, roto el hechizo. Mi madre era la misma de siempre y disfrutamos del trayecto en
tren a Zúrich. Allí se nos reunió Manny y nos alojamos en un hotel de lujo, que era más del estilo de mi marido.
A mí no me importó, puesto que tenía "mi tanque" lleno de aire fresco y flores silvestres. Estuvimos una
semana más en Zúrich y luego volamos de vuelta a Chicago. Me sentía absolutamente rejuvenecida, aunque
no podía quitarme de la cabeza la conversación con mi madre. Traté de no hacerle caso, pero me pesaba
como un nubarrón negro en la conciencia.
Tres días más tarde me llamó Eva a casa para comunicarme que el cartero había encontrado inconsciente a
nuestra madre en el cuarto de baño. Había sufrido un derrame cerebral.
Cogí el siguiente avión y desde el aeropuerto fui directamente al hospital donde estaba mi madre. Incapacitada
para moverse o hablar, me miró con cientos de palabras en sus profundos ojos apenados y asustados. Todas
se resumían en una sola súplica, que yo entendí. Pero en ese momento sabía, como había sabido antes, que
jamás podría cumplir su petición. Jamás podría ser un instrumento de su muerte.
Los días siguientes fueron difíciles. Permanecí a su lado, sentada o atendiéndola y manteniendo con ella un
monólogo. Aunque no podía moverse, me contestaba con los ojos. Cerraba un ojo para decir sí, los dos para
decir no. A veces lograba apretarme la mano con la mano izquierda. Hacia el final de la semana sufrió otros
derrames menos graves. Perdió el control de la vejiga. Con eso se la consideró un vegetal.
- ¿Estás cómoda?
Guiño de un ojo.
- ¿Quieres seguir aquí?
Los dos ojos.
- Te quiero.
Un apretón en la mano.
Era exactamente la situación que ella había temido durante las vacaciones de la semana anterior. Incluso me lo
había advertido: "Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida." Su súplica en el
balcón resonaba en mi memoria. ¿Sabía ella que se aproximaba esto? ¿Tendría una premonición? ¿Era
posible un conocimiento interior?
¿De qué manera podía hacerle más soportable, más agradable, la vida que le quedaba?
Muchas preguntas, muy pocas respuestas.
Si yo fuera Dios, me decía en silencio, éste sería el momento para introducirme en su vida, para agradecerle el
haber amado generosamente a su familia, el haber criado a sus hijos a fin de que fueran seres humanos
respetables, dignos, productivos.
Por la noche tenía largas conversaciones con El. Una tarde incluso entré en una iglesia y le hablé a la cruz.
"Dios, ¿dónde estás? —le pregunté amargamente—. ¿Me oyes? ¿Existes siquiera? Mi madre ha sido una
mujer buena, trabajadora, dedicada. ¿Qué piensas hacer por ella ahora que de verdad te necesita?" Pero no
hubo respuesta, ni una sola señal.
Nada, sólo silencio.
Al ver a mi madre languidecer en su capullo de impotencia y tormento, casi pedía a gritos una intervención
divina. En silencio le ordenaba a Dios que hiciera algo y lo hiciera rápido. Pero si Dios me oía, por lo visto no
tenía ninguna prisa. Yo le dirigía, palabras insultantes en suizo y en inglés. Pero continuó sin impresionarse.
Aunque tuvimos largas discusiones con los médicos del hospital y de fuera, sólo teníamos dos opciones. O
bien mi madre continuaba en ese hospital docente, donde le aplicarían todos los tratamientos posibles, aunque
eran pocas las probabilidades de mejoría; o bien la llevábamos a una residencia menos cara donde recibiría
esmerada atención médica pero no se emplearía ningún medio artificial para prolongarle la vida, es decir, no la
conectarían a máquinas para respirar ni para otra cosa.
Con mis hermanas tuvimos una conversación muy emotiva. Las tres sabíamos qué habría elegido nuestra
madre. Manny, que la consideraba su segunda madre, nos hacía llegar su experta opinión desde Estados
Unidos. Afortunadamente Eva ya había localizado una excelente residencia dirigida por monjas protestantes en
Riehen, cerca de Basilea, donde ella y su mando se habían construido una casa. En aquella época no existían
todavía los hogares para moribundos, pero las monjas consagraban sus vidas a atender a estos pacientes
especiales.
Utilizando todas nuestras influencias, conseguimos que la admitieran.
Cuando mi permiso en el hospital estaba próximo a acabarse, decidí acompañarla en la ambulancia desde
Zúrich a Riehen. Para darnos ánimo y valor, llevé conmigo una botella de Eiercognac, ponche de huevo
preparado con coñac. También hice una lista, más bien corta, de las pertenencias más queridas de mi madre, y
unalista de los familiares y las personas más importantes en su vida, sobre todo de aquellas que la ayudaron
durante los años posteriores a la muerte de mi padre; ésta era más larga.
Durante el trayecto ambas fuimos adjudicando las cosas a las personas más adecuadas. Nos llevó mucho
tiempo determinar qué convenía a quién, por ejemplo la estola y el gorro de armiño que le habíamos enviado
desde Nueva York. Cada vez que encontrábamos lo que convenía a una persona, bebíamos un trago de
Eiercognac. El encargado de la ambulancia tenía sus dudas respecto a eso, pero yo lo tranquilicé diciéndole:
"No pasa nada, soy médico."
No sólo realizamos algo que a mi madre le procuró paz mental sino que cuando llegamos a la residencia
nuestro estado de ánimo era alegre.
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La habitación de mi madre daba a un jardín. Se sintió a gusto allí. Durante el día podría oír el canto de los
pájaros en los árboles, y por la noche tendría una buena vista del cielo. Antes de despedirme le metí un
pañuelo perfumado en la mano semibuena. Generalmente le gustaba sostener un pañuelo en la mano.
Comprobé que estaba relajada y contenta en una residencia donde ella sabía que la calidad de su vida era la
consideración principal.
Por alguna razón, a Dios le pareció bien mantenerla viva cuatro años más. Su estado negaba cualquier
probabilidad de supervivencia. Mis hermanas se ocupaban de que estuviera bien y cómoda y jamás sola. Yo
iba a visitarla con frecuencia. Mis pensamientos siempre volvían a esa fatídica noche en Zermatt. La oía
suplicarme que pusiera fin a su vida si acababa como un vegetal. Tuvo que haber sido una premonición,
porque justamente estaba en el estado que había temido. Era trágico.
De todos modos, yo sabía que no era el final. Mi madre continuaba recibiendo y dando amor. A su mañera
estaba creciendo espiritualmente y aprendiendo las lecciones que necesitaba aprender. Eso deberíamos
saberlo todos. La vida acaba cuando hemos aprendido todo lo que tenemos que aprender. Por lo tanto,
cualquier idea de poner fin a su vida, como ella había pedido, era aún más inimaginable que antes.
Yo quería saber por qué mi madre iba a acabar así. Continuamente me preguntaba qué lección querría
enseñarle Dios a esa amante mujer.
Incluso pensaba si tal vez ella nos estaría enseñando algo a los demás.
Pero mientras continuara sobreviviendo sin ningún apoyo artificial, no había nada que hacer aparte de amarla.
22.. LA FIINALIIDAD DE LA VIIDA
Era inevitable que tuviera que buscar enfermos terminales fuera del hospital. Mi trabajo con moribundos ponía
muy nerviosos a muchos de mis colegas. En el hospital eran pocas las personas dispuestas a hablar de la
muerte. Era más difícil aún encontrar a alguien que reconociera que las personas se estaban muriendo. La
muerte no era un tema del que hablaran los médicos. Así, cuando mi búsqueda semanal de pacientes
moribundos se me hizo casi imposible, comencé a llamar desde casa a enfermos de cáncer de los barrios
vecinos, como Homewood y Flossmoor.
Yo proponía un convenio de beneficio mutuo. A cambio de atención terapéutica gratis a domicilio, los enfermos
aceptaban ser entrevistados en mis seminarios. Ese método dio pie a más polémica todavía en el hospital,
donde ya consideraban explotador mi trabajo. Y las cosas empeoraron. Cuando los enfermos y sus familiares
manifestaron públicamente cuánto agradecían mi tarea, los demás médicos encontraron otro motivo más para
ofenderse. Yo no podía ganar.
Pero me comportaba como una ganadora. Además de atender a mi familia y de realizar mi trabajo, hacía tareas
como voluntaria para varias organizaciones. Una vez al mes examinaba a los candidatos para los Cuerpos de
Paz. Probablemente allí los sentimientos hacia mí eran encontrados, porque tendía a aprobar a aquellos que a
mi juicio buscaban el riesgo y no a los moderados que preferían mis socios. También pasaba medio día a la
semana en el Lighthouse for the Blind (Faro para los Ciegos) de Chicago, trabajando con niños y padres. Pero
tengo la impresión de que ellos me daban más a mí que yo a ellos.
Las personas que conocí allí, adultos y niños por igual, estaban todos batallando con las cartas que les había
servido el destino. Yo observaba su manera de arreglárselas. Sus vidas eran montañas rusas de sufrimiento y
valor, depresión y logros. Continuamente me preguntaba qué podía hacer yo, que tenía vista, para ayudarlos.
Lo principal que hacía era escucharlos, pero también los animaba a "ver" que todavía les era posible llevar
vidas plenas, productivas y felices. La vida es un reto, no una tragedla.
A veces eso era pedir demasiado. Veía a demasiados bebés nacidos ciegos, y también a otros nacidos hidrocefáhcos,
a quienes se los consideraba vegetales y se los colocaba en instituciones para el resto de sus vidas.
Qué manera de desperdiciar la existencia. También estaban los padres que no lograban encontrar ayuda ni
apoyo. Observé que muchos padres cuyos hijos nacían ciegos mostraban las mismas reacciones que mis
moribundos. La realidad suele ser difícil de aceptar, pero ¿qué otra alternativa hay?
Recuerdo a una madre que tuvo nueve meses de embarazo normal, sin ningún motivo para esperar otra cosa
que un hijo normal y sano, pero durante el parto ocurrió algo y su hija nació ciega. Reaccionó como si hubiera
habido una muerte en su familia, lo cual era lógico. Pero una vez superado el trauma inicial, comenzó a
imaginar que algún día su hija, llamada Heidi, terminaría sus estudios secundarios y aprendería una profesión.
Esa era una reacción sana y maravillosa.
Por desgracia, habló con algunos profesionales que le dijeron que sus sueños no eran realistas y le
aconsejaron que pusiera a la niña en una institución. Eso causó un terrible sufrimiento a la familia. Pero
afortunadamente, antes de tomar ninguna medida, acudieron al Lighthouse, que fue donde conocí a esta mujer.
Evidentemente, yo no podía ofrecerle ningún milagro que le devolviera la vista a su hija, pero sí escuché sus
problemas. Y cuando me preguntó mi opinión, le dije a esa madre, que tanto deseaba un milagro, que ningún
niño nace tan defectuoso que Dios no lo dote con algún don especial.
- Olvide toda expectativa —le dije—. Lo único que tiene que hacer es abrazar y amar a su hija como a un
regalo de Dios.
- ¿Y después? —me preguntó.
- A su tiempo El revelará su don especial.
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No tenía idea de dónde me brotaron esas palabras, pero las creía. Y la madre se marchó con renovadas
esperanzas.
Muchos años después, estaba leyendo un diario cuando vi un artículo sobre Heidi, la niñita del Lighthouse. Ya
adulta, Heidi era una prometedora pianista y acababa de actuar en público por primera vez. En el artículo, el
crítico decía maravillas sobre su talento. Sin pérdida de tiempo contacté con la madre, que con orgullo me
contó cómo había luchado por criar a su hija; repentinamente la niña demostró estar dotada para la música. Su
talento floreció como una flor y su madre atribuyó el mérito a mis alentadoras palabras.
- Habría sido tan fácil rechazarla —comentó—. Eso fue lo que me dijeron que hiciera las otras personas.
Naturalmente yo comentaba esos gratificantes momentos con mi familia, y deseaba que mis hijos no tomaran
nada por descontado. Nada está garantizado en la vida, fuera de que todo el mundo tiene que enfrentarse a
dificultades. Así es como aprendemos. Algunos se enfrentan a dificultades desde el instante en que nacen.
Esas son las personas más especiales de todas, que necesitan el mayor cariño, atención y comprensión, y nos
recuerdan que la única finalidad de la vida es el amor.
Créanlo o no, había personas que realmente pensaban que yo sabía de qué hablaba. Una de esas personas
fue Clement Alexandre, jefe de redacción de la editorial Macmillan de Nueva York. No sé cómo llegó a su
escritorio un corto artículo que yo había escrito sobre mis seminarios "La muerte y el morir". Eso lo indujo a
volar hasta Chicago a preguntarme si desearía escribir un libro sobre mi trabajo con moribundos. Yo me quedé
pasmada, muda de asombro, incluso cuando él me presentó un contrato para firmar, en que se me ofrecían
7.000 dólares a cambio de 50.000 palabras.
Bueno, acepté, siempre que me dieran tres meses para escribir el libro. Eso les pareció bien a los de
Macmillan. Pero luego me quedé sola para calcular cómo me las iba a arreglar para atender a dos hijos, un
marido, un trabajo a jornada completa y otras vanas cosas, y además escribir un libro. Observé que en el
contrato ya habían puesto título al libro: On Death and Dying (Sobre la muerte y los moribundos, en su versión
castellana). Me gustó. Llamé a Manny para contarle la buena nueva, y después comencé a imaginarme como
escritora; no me lo podía creer.
Pero ¿por qué no? Tenía innumerables historias de casos y observaciones amontonadas en la cabeza.
Durante tres semanas me instalé en mi escritorio por la noche, cuando Kenneth y Barbara ya estaban
durmiendo, hasta conseguir hacerme una idea del libro. Vi con mucha claridad cómo todos mis pacientes
moribundos, en realidad todas las personas que sufrían una pérdida, pasaban por fases similares.
Comenzaban con un estado de fuerte conmoción y negación, luego indignación y rabia, y después aflicción y
dolor. Más adelante regateaban con Dios; se deprimían preguntándose "¿Por qué yo?". Y finalmente se
retiraban dentro de sí mismos durante un tiempo, aislándose de los demás mientras llegaban, en el mejor de
los casos, a una fase de paz y aceptación (no de resignación, que es lo que se produce cuando no se pueden
compartir las lágrimas ni expresar la rabia).
En realidad, vi con más claridad esas fases en los padres que había conocido en Lighthouse. El nacimiento de
un hijo ciego era para ellos como una pérdida, la pérdida del hijo normal y sano que esperaban. Pasaban por la
conmoción y la rabia, la negación y la depresión, y finalmente, ayudados por alguna terapia, lograban aceptar
lo que no se podía cambiar.
Las personas que habían perdido o iban a perder a un pariente próximo pasaban por las mismas cinco fases,
comenzando por la negación y conmoción. "No puede ser que vaya a morir mi esposa. Acaba de tener un hijo,
¿cómo me va a abandonar?" O exclamaban: "No, yo no, no puede ser que vaya a morir." La negación es una
defensa, una forma normal y sana de enfrentarse a una noticia horrible, inesperada, repentina. Permite a la
persona considerar el posible fin de su vida y después volver a la vida como ha sido siempre.
Cuando ya no es posible continuar negándolo, la actitud es reemplazada por la rabia. La persona ya no se
pregunta "¿Por qué yo?" sino "¿Por qué no él o ella?". Esta fase es particularmente difícil para los familiares,
médicos, enfermeras, amigos, etc. La rabia del paciente sale disparada como perdigones, y golpea a todo el
mundo. El enfermo despotrica contra Dios, sus familiares, contra toda persona que esté sana. También podría
gritar: "Estoy vivo, no lo olvides." No hay que tomar esa rabia como ofensa personal.
Si se les permitía expresar la rabia sin sentimientos de culpabilidad o vergüenza, solían pasar por la fase de
regateo: "Dios mío, deja vivir a mi esposa lo suficiente para que vea a esta hija entrar en el parvulario";
después añadían otra súplica: "Espera hasta que haya terminado el colegio, así tendrá edad suficiente para
soportar la muerte de su madre"; etcétera. Muy pronto advertí que las promesas hechas a Dios no se cumplían
jamás. Simplemente regateaban elevando cada vez más la apuesta.
Pero el tiempo que pasa el paciente regateando es beneficioso para la persona que lo atiende. Aunque está
furioso, ya no está tan consumido por la hostilidad hasta el punto de no oír. El paciente no está tan deprimido
que no sea capaz de comunicarse. Puede que haya disparos de balas, pero no apuntarán a nadie. Yo
aconsejaba que había que aprovechar ese momento para ayudar al paciente a cerrar cualquier asunto
pendiente que tuviera. Había que entrar en su habitación, hacerle enfrentar viejas pendencias, añadir leña al
fuego, permitirle exteriorizar su furia para que se librara de ella, y entonces los viejos odios se transformarían
en amor y comprensión.
En algún momento los enfermos se van a sentir muy deprimidos por los cambios que están experimentando.
Eso es natural. ¿Quién no se sentiría así? No pueden seguir negando la enfermedad ni asimilar todavía las
graves limitaciones físicas. Con el tiempo es posible que a todo esto se añadan las dificultades económicas. Se
producen cambios drásticos y debilitadores en la apariencia física. Una mujer se amarga porque la pérdida de
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un pecho la hace menos mujer. Cuando ese tipo de preocupaciones se expresan y se tratan con sinceridad, los
pacientes suelen reaccionar maravillosamente.
El tipo de depresión más difícil viene cuando el enfermo comprende que lo va a perder todo y a todas las
personas que ama. Es una especie de depresión silenciosa; ese estado no tiene ningún lado luminoso.
Tampoco hay ninguna palabra tranquilizadora que se pueda decir para aliviar ese estado mental en que se
renuncia al pasado y se trata de imaginar el inimaginable futuro. La mejor ayuda es permitirle sentir su aflicción,
decir una oración, simplemente tocarlo con cariño o sentarse a su lado en silencio.
Si a los enfermos terminales se les da la oportunidad de expresar su rabia, llorar y lamentarse, concluir sus
asuntos pendientes, hablar de sus temores, pasar por esas fases, van a llegar a la última fase, la aceptación.
No van a sentirse felices, pero tampoco deprimidos o furiosos. Es un período de resignación silenciosa y
meditativa, de expectación apacible. Desaparece la lucha anterior para dar paso a la necesidad de dormir
mucho, lo que en Sobre la muerte y los moribundos yo llamo "el último descanso antes del largo viaje".
Al cabo de dos meses terminé el libro. Comprendí que había creado exactamente el tipo de libro que deseaba
encontrar en la biblioteca cuando buscaba datos para mi primera charla. Envié por correo el texto definitivo.
Aunque no tenía idea de si iba a convertirse en un libro importante, sí estaba absolutamente segura de que la
información que contenía era muy importante.
Esperaba que no se interpretara mal el mensaje. Mis pacientes moribundos jamás mejoraron en el sentido
físico, pero todos mejoraron emocional y espiritualmen-te. En realidad se sentían mejor que muchas personas
sanas.
Más adelante alguien me preguntaría qué me habían enseñado sobre la muerte todos esos moribundos.
Primero pensé dar una explicación muy clínica, pero eso no iba conmigo. Mis pacientes moribundos me
enseñaron mucho más que lo que es morirse. Me dieron lecciones sobre lo que podrían haber hecho, lo que
deberían haber hecho y lo que no hicieron hasta cuando fue demasiado tarde, hasta que estaban demasiado
enfermos o débiles, hasta que ya eran viudos o viudas. Contemplaban su vida pasada y me enseñaban las
cosas que tenían verdadero sentido, no sobre cómo morir, sino sobre cómo vivir.
23.. LA FAMA
Pasé un día muy malo en el hospital. Uno de los médicos residentes de mi departamento me preguntó, más
bien de mala gana, si tenía tiempo para aconsejarlo sobre un problema. Pensando que se trataría de algún
problema conyugal o relacional, le dije que sí. Pero resultó que le habían ofrecido un puesto en mi
departamento con un salario inicial de 15.000 dólares; quería saber si eso era aceptable.
Dado que yo era su jefa traté de disimular mi sorpresa e incredulidad. Mi salario era de 3.000 dólares menos.
No era la primera vez que experimentaba en carne propia un prejuicio contra las mujeres, pero eso no me hizo
sentir menos ofendida.
Después, el reverendo Gaines me comunicó que estaba buscando otro puesto. Harto de la política del hospital,
deseaba tener su propia parroquia, un lugar donde efectuar un verdadero cambio en la comunidad. Me deprimí
pensando que no contaría con el apoyo diario de mi único verdadero aliado en el hospital.
Me fui a casa, deseando meterme en la cocina y desaparecer del mundo. Pero incluso eso fue imposible. Me
llamó por teléfono un reportero de la revista Life para preguntarme si podía escribir un reportaje acerca del
seminario que di en la universidad sobre la muerte. Inspiré hondo, lo que va muy bien cuando uno no sabe qué
decir. Aunque sabía muy poco respecto a la publicidad, estaba harta de no contar con ningún apoyo. Acepté
pensando que, si se conocía mejor, mi trabajo podría mejorar la calidad de innumerables vidas.
Una vez que el reportero y yo acordamos una fecha para la entrevista, comencé a buscar un paciente para el
seminario. Me resultó más difícil que de costumbre, por que el reverendo Gaines estaba fuera de la ciudad. El
jefe del reportero en Life se enteró del artículo que éste preparaba y, llevado por la ambición, se apresuró a
reemplazarlo, aunque eso no me ayudó a encontrar a un enfermo moribundo para entrevistar.
Ocurrió que un tedioso día iba recorriendo el pasillo del sector 1-3, donde se concentraba la mayoría de los
enfermos de cáncer, y me asomé a una habitación que tenía la puerta entreabierta. En esos momentos mis
pensamientos estaban en otra parte; no iba pensando en buscar un paciente. Pero me llamó la atención la
chica extraordinariamente guapa que ocupaba la habitación. Seguro que no fui yo la única persona que al verla
se detuvo a mirarla.
Pero sus ojos se encontraron con los míos y me invitaron a entrar. Se llamaba Eva y tenía veintiún años. Era
una beldad de cabellos oscuros, tan hermosa que podría haber sido una actriz si no hubiera estado muriéndose
de leucemia. Pero todavía tenía mucha vitalidad, era conversadora, divertida, soñadora y simpática. También
tenía novio.
- Mire —me dijo enseñándome su anillo. Debería haber tenido toda la vida por delante. Pero ella me habló de
su vida tal como la tenía en esos momentos. No quería funerales, quería donar su
cuerpo a la Facultad de Medicina. Estaba enfadada con su novio porque él no aceptaba su enfermedad.
- Por su causa estamos perdiendo el tiempo. Después de todo, no me queda mucho.
Lo que comprendí, y me alegró, fue que Eva deseaba vivir todo lo que le fuera posible, tener experiencias
nuevas, entre ellas asistir a uno de mis seminarios. Había oído hablar de ellos y me preguntó si podía
participar. Fue la primera vez que un moribundo se me adelantó a hacer la pregunta.
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- ¿No me hace elegible el padecer leucemia? —me preguntó.
Eso era evidente, pero primero quise advertirle de lo de la revista Life.
- ¡Sí! —exclamó—. ¡Quiero hacerlo!
Le dije que tal vez le convendría hablarlo con sus padres.
- No tengo por qué. Tengo veintiún años. Puedo tomar mis decisiones.
Ciertamente podía, y al final de la semana la llevé en silla de ruedas por el pasillo hasta mi sala. Allí
estábamos, dos mujeres preocupadas de si estaríamos bien peinadas para la cámara. Una vez que estuvimos
delante de los alumnos, mi corazonada respecto a Eva resultó correcta. Era un sujeto extraordinario.
En primer lugar, tenía más o menos la misma edad de la mayoría de los alumnos, lo cual dejaba patente que la
muerte no sólo se lleva a los viejos. Además estaba guapísima. Con su blusa blanca y sus pantalones
holgados de tweed, daba la impresión de que se disponía a ir a una fiesta. Pero se estaba muriendo, y su
franqueza sobre esa realidad era lo más pasmoso en ella.
- Sé que mis posibilidades son una en un millón —dijo—, pero hoy sólo quiero hablar de esa única posibilidad.
Así pues, en lugar de hablar de su enfermedad, explicó cómo sería si pudiera vivir. Sus reflexiones abarcaron
estudios, matrimonio, hijos, su familia y Dios. "Cuando era pequeña creía en Dios. Ahora no sé."
Explicó que deseaba tener un perrito y volver una vez más a su casa. Expuso sus emociones sin vacilación.
Ninguna de las dos pensó ni una sola vez en el reportero o el fotógrafo que estaban grabando todo lo que
decíamos y hacíamos a nuestro lado del espejo unidireccional, pero sabíamos que estaba bien.
El artículo apareció en el número del 21 de noviembre de 1969. Cuando mi teléfono comenzó a sonar yo ni
siquiera tenía la revista. Lo que me preocupaba era la reacción de Eva. Por la noche me llevaron a casa varios
ejemplares de la revista. A primera hora de la mañana siguiente conduje veloz hacia el hospital para
enseñárselos a Eva antes de que llegaran al quiosco del hospital y la convirtieran en celebridad.
Afortunadamente a ella le gustó el artículo, pero como cualquier mujer normal, sana y guapa, meneó la cabeza
con desaprobación al ver las fotos. "Dios, no he salido muy bien."
En el hospital no se sintieron tan complacidos. El primer médico que vi en el pasillo sonrió burlón y me dijo en
tono desagradable: "¿Buscando otro paciente para publicidad?" Un administrador me criticó por hacer famoso
el hospital por medio de la muerte: "Nuestra reputación se debe a que hacemos mejorar a la gente." Para la
mayoría, el artículo de Life era una prueba de que yo explotaba a los enfermos. No lo entendían. A la semana
siguiente el hospital tomó medidas para abortar mis seminarios prohibiendo a los médicos que colaboraran
conmigo. Fue terrible. El viernes siguiente me encontré en un auditorio casi vacío.
Aunque me sentí humillada, sabía que no podían anular todo lo que la prensa había puesto en movimiento.
Ahí estaba yo en una de las revistas más importantes y respetadas del país. En la sala para la
correspondencia se amontonaban las cartas dirigidas a mí. Las llamadas de personas que querían contactar
conmigo bloqueban la centralita. Hice más entrevistas e incluso accedí a hablar en otras universidades e
institutos.
La aparición de mi libro Sobre la muerte y los moribundos hizo que mi persona atrajera aún más atención. La
obra se convirtió en bestseller internacional, y en casi todas las instituciones médicas y residencias para
ancianos del país lo reconocieron como un libro importante. Incluso la gente corriente hablaba de las cinco
fases. Poco sospechaba yo que el libro sería un éxito o que sería mi entrada en el mundo de la fama. Lo irónico
fue que el único lugar donde no gozó de aceptación inmediata fue la unidad psiquiátrica del hospital donde yo
trabajaba, clara indicación de que yo pasaría mi futuro en otra parte.
Mientras tanto, mi principal interés seguía siendo mis pacientes, que eran los verdaderos maestros. Continué
viendo a mi chica de la revista Life, Eva. Me inquieté especialmente cuando en Nochevieja asomé la cabeza en
su habitación y no la vi allí. Solté un suspiro de alivio cuando alguien me dijo que había ido a su casa por
Navidad y le habían regalado el perrito que deseaba. Pero también resultó que la habían trasladado a la
Unidad de Cuidados Intensivos. Corrí hacia allá y vi a sus padres en el sector de la sala de espera.
Tenían esa expresión triste e impotente que con tanta frecuencia veía en los familiares de enfermos
moribundos, sentados en las salas de espera, imposibilitados de estar con sus seres queridos por las estúpidas
normas de horas de visita. A causa de las normas para la UCI, los padres de Eva sólo podían verla durante
cinco minutos en horas convenidas. Me indigné. Ese tal vez fuera el último día en que pudieran estar junto a su
hija, acompañándola y amándola. ¿Y si se moría mientras ellos estaban sentados en la sala de espera?
En mi calidad de médico podía entrar en su habitación, y cuando lo hice la vi desnuda sobre la cama. La luz del
techo, que ella no podía controlar, estaba constantemente encendida, bañándola en un fuerte resplandor del
que no tenía forma de escapar. Me di cuenta de que ésa sería la última vez que la vería viva. Ella también lo
sabía. Incapaz de hablar, me apretó la mano a modo de saludo y con la otra apuntó al techo. Quería que le
apagara la luz.
A mí lo único que me importaba eran su comodidad y dignidad. Apagué la luz y le pedí a la enfermera que la
cubriera con una sábana. Por increíble que parezca, la enfermera vaciló; era como si yo le pidiera que perdiera
el tiempo. "¿Para qué?", me preguntó.
¿Para qué tapar a esa chica? Entristecida, la cubrí yo con una sábana.
Eva murió al día siguiente, el 1 de enero de 1970. Yo no tenía ningún control sobre su vida, pero el modo en
que murió en el hospital, fría y sola, fue algo que no pude tolerar. Todo mi trabajo estaba orientado a cambiar
ese tipo de situación. No quería que nadie muriera como Eva, sola, mientras su familia esperaba fuera en el
pasillo. Soñaba con el día en que se diera prioridad a las necesidades de un ser humano.
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24.. LA SEÑORA SCHWARTZ
Todo cambió con los milagrosos adelantos de la medicina. Los médicos prolongaban vidas mediante
trasplantes de corazón y riñon y potentes medicamentos nuevos. Nuevos instrumentos servían para
diagnosticar precozmente las dolencias. Pacientes cuyas enfermedades se habrían considerado incurables el
año anterior tenían una segunda oportunidad de vivir. Era gratificante, emocionante. Pero también creó
problemas, porque la gente se engañó con la ilusión de que la medicina podía arreglarlo todo. Se presentaron
dilemas éticos, morales, legales y económicos no previstos. Vi que ciertos médicos, antes de tomar una
decisión, consultaban con compañías de seguros, no con otros médicos.
- Esto sólo va a empeorar — le comenté al reverendo Gaines.
Pero no hacía falta ser un genio para hacer ese pronóstico. Las señales eran evidentes. El hospital había
tenido que hacer frente a varios pleitos, algo que estaba ocurriendo con mayor frecuencia que nunca. La
medicina estaba cambiando. Daba la impresión de que habría que reescribir las normas éticas.
- Ojalá las cosas fueran como antes —contestó el reverendo.
Mi solución era diferente:
- El verdadero problema es que no tenemos una auténtica definición de la muerte.
Desde la época de los hombres de las cavernas, nadie había logrado encontrar una definición exacta de la
muerte. Yo me preguntaba qué les ocurría a mis hermosos enfermos, personas como Eva, que podían decir
tantas cosas un día y al día siguiente ya no estaban. Muy pronto el reverendo Gaines y yo comenzamos a
formular la pregunta a grupos formados por alumnos de medicina y teología, médicos, rabinos y sacerdotes:
"¿Adonde se va la vida? Si no está aquí, ¿dónde está?"
Comencé a intentar definir la muerte. Me abrí a todas las posibilidades, incluso a algunas de las tonterías que
decían mis hijos en la mesa. Jamás les oculté en qué consistía mi trabajo, lo cual nos era útil a todos.
Contemplando a Kenneth y Barbara llegué a la conclusión de que el nacimiento y la muerte son experiencias
similares, cada una el inicio de un viaje. Pero después llegaría a la conclusión de que la muerte es la más
agradable de esas dos experiencias, mucho más apacible. Nuestro mundo estaba lleno de nazis, sida, cáncer y
cosas de ésas.
Observé que, poco antes de morir, los enfermos se relajaban, incluso los que se habían rebelado contra la
muerte. Otros, al acercarse su final, parecían tener experiencias muy claras con seres queridos ya muertos, y
hablaban con personas a las que yo no veía. Prácticamente en todos los casos, la muerte venía precedida por
una singular serenidad.
¿Y después? Ésa era la pregunta que quería contestar.
Sólo podía juzgar basándome en mis observaciones. Y una vez que morían, yo no sentía nada. Ya no estaban.
Un día podía hablar y tocar a una persona y a la mañana siguiente ya no estaba ahí. Estaba su cuerpo, sí, pero
era como tocar un trozo de madera. Faltaba algo, algo físico. La vida.
"Pero ¿en qué forma se va la vida? —seguía preguntando—. ¿Y adonde se va, si es que se va a alguna parte?
¿Qué experimenta la persona en el momento de morir?"
En cierto momento mis pensamientos volvieron a mi viaje a Maidanek, veinticinco años atrás. Allí recorrí las
barracas donde hombres, mujeres y niños habían pasado sus últimas noches antes de morir en la cámara de
gas. Recordé la impresión y asombro que me causaron las mariposas dibujadas en las paredes, y mi pregunta:
"¿Por qué mariposas?"
Entonces, en un relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos; sabían lo que les
iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar
infernal, ya no serían torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a cámaras de
gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían de sus cuerpos como sale la mariposa de
su capullo. Comprendí que ése era el mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.
Esa revelación me aportó las imágenes que emplearía durante el resto de mi carrera para explicar el proceso
de la muerte y el morir. Pero de todas formas deseaba saber más. Un día acudí a mi amigo el pastor
protestante:
- Vosotros siempre andáis diciendo "Pedid y recibiréis". Bueno, ahora te pido que me ayudes a investigar la
muerte.
Él no tenía ninguna respuesta preparada, pero los dos creíamos que una pregunta correcta obtiene por lo
general una buena respuesta.
A la semana siguiente una enfermera me habló de una mujer que según ella podría ser una buena candida-ta
para la entrevista. La señora Schwartz, mujer increíblemente resistente y resuelta, había estado muchas veces
en la UCI; cada vez todos suponían que se iba a morir, y cada vez sobrevivía. Las enfermeras la miraban con
una mezcla de miedo y respeto.
- Creo que es un poco rara —me comentó la enfermera—. Me asusta.
No había nada atemorizador en la señora Schwartz cuando la entrevisté para el seminario sobre la muerte y la
forma de morir. Explicó que su marido era esquizofrénico, y que cada vez que sufría los ataques psicóticos
atacaba a su hijo de diecisiete años. Ella creía que si se moría antes de que su hijo fuera mayor de edad, éste

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